span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: CASTILLOS DEL DESIERTO DE JORDANIA- Vida y muerte en el desierto

lunes, 11 de octubre de 2010

CASTILLOS DEL DESIERTO DE JORDANIA- Vida y muerte en el desierto


El desierto jordano comienza justo en las afueras de Ammán. Es una vasta llanura, amarillenta y rala que, hacia el este, extiende su horizonte hasta Arabia Saudí e Irak. Pese a sus duras condiciones, hoy, como ayer, continúa siendo el pasillo a través del cual se intercambian los productos de Oriente y Occidente. Las antiguas caravanas de dromedarios han sido sustituidas por camiones cargados de mercaderias, pero muy especialmente cisternas llenas de petróleo. La cuarta parte de las transacciones comerciales jordanas se realizan con Irak, lo que ha puesto al país en una incómoda situación económica y política desde hace veinte años dados los problemas que han venido acosando a su vecino.

Resulta chocante que este inhóspito desierto se halle en mitad de un hervidero en el que se mezclan el petróleo, las intrigas diplomáticas de Oriente Medio, los palestinos, los intereses de las potencias extranjeras y las guerras que en el último medio siglo han venido sucediéndose casi sin interrupción en toda la región. Demasiados vecinos para un páramo vacío. Y es que, como suele suceder en los desiertos, éstos rara vez hacen honor a su nombre. Testigos de la continuidad de los esfuerzos del hombre por sobrevivir y medrar en este entorno hostil, las ruinas de un conjunto de castillos puntean este desierto. Sus funciones servían a los más variados propósitos: desde relajarse lejos de la ajetreada vida de la gran capital hasta defender las caravanas de los asaltos de los beduinos. Cada uno de ellos cuenta su propia historia y muestra un estilo arquitectónico particular.

Tras la muerte de Mahoma, en el año 632, sus seguidores, llamados musulmanes, iniciaron una guerra santa de conquista que les llevó a dominar amplios territorios, entre ellos todo el Próximo Oriente. El Islam se convirtió rápidamente en la religión mayoritaria entre la población de estas tierras que, además, adoptó el árabe como lengua. La capital del joven imperio se encontraba en la ciudad santa de Medina, en la actual Arabia Saudí.

Pero desde sus inicios, el mundo musulmán se encontró desgarrado por sangrientas rivalidades internas. La ascensión de Alí, cuarto califa (sucesor) tras el profeta Mahoma, desencadenó un cisma entre las facciones suní y chíi. El gobernador sirio, Muawiya, sucedió a Alí en el año 661, fundando la dinastía Omeya con sede en Damasco. Los omeyas levantaron magníficos monumentos urbanos, como la mezquita de Damasco, la mezquita de Omar y la Cúpula de la Roca en Jerusalén. Sin embargo, nunca perdieron el contacto con el desierto del que provenían y los castillos a cuya búsqueda salimos aquella mañana eran buena prueba de ello.

Qasr Kharana es el primero de esos castillos, a 60 kilómetros de Ammán. La palabra "castillo" en este caso puede llamar a engaño. A primera vista, este sólido edificio de dos plantas, con torretas aparentemente defensivas a sus lados y saeteras abiertas en sus muros, puede parecer que cumplía funciones militares. Sin embargo, su forma y altura no parecen ser las más indicadas para disparar flechas y algunos expertos se inclinan a pensar que servían para ventilar impidiendo el paso de demasiado polvo o excesiva luz. La disposición interior -un patio central alrededor del cual se abren sesenta estancias en dos niveles de altura, un estilo influenciado por la tradición romana y bizantina- tampoco responde a las necesidades de una guarnición.

Su función como caravasar o posada para caravanas es también dudosa, puesto que se encontraba algo alejado de las rutas comerciales habituales y no parece existir una fuente de agua en las proximidades, algo fundamental en ese tipo de instalaciones. Es más probable que se tratara de algún tipo de albergue temporal o espacio de reuniones entre los beduinos y las autoridades omeyas. Aunque su tamaño es reducido, el edificio se halla muy bien conservado y su laberíntico interior, con escaleras entrecruzadas, corredores y salas abovedadas le dan cierto aire a cuadro de Escher. Desde el tejado se domina una extraordinaria vista de los desolados alrededores, sólo rota por los postes de alta tensión y la cinta de la carretera.

No mucho más lejos se levanta el que quizá sea el castillo del desierto mejor conservado y también más inusual: Qsair Amra. Construido a principios del siglo VIII fue no solo una fortaleza y residencia para los califatos omeyas, sino el centro de una pequeña ciudad, hoy devorada por el desierto. Fue este un lugar de refugio y escape de las tensiones de la capital. En la actualidad no queda rastro visible de ello, pero los alrededores estaban tapizados de abundante vegetación gracias a un complejo sistema de regadío a partir de pozos subterráneos. Formaba parte de un plan de creación de oasis artificiales con los que iniciar una misión colonizadora en este duro desierto.

La puerta de acceso nos da paso a un mundo interior, alejado del calor y la intensa luz y al que nuestros ojos tardan un poco en acostumbrarse. El rigor y desnudez del paisaje exterior debió contrastar increíblemente con el interior de este palacio, sumamente lujoso y profusamente decorado. Estamos en una gran sala dividida en tres naves por dos arcos longitudinales que da acceso a otras dos pequeñas estancias. Los suelos fueron de fresco mármol en la sala principal, mientras que en las habitaciones menores lo eran de mosaico, un arte tomado de los bizantinos. También se han conservado los baños, otra herencia romano-bizantina (y un extraordinario lujo en mitad de un desierto), compuestos del apoditerium o vestidor, el tepidarium y el caldarium.

No tardamos en darnos cuenta, observando las paredes, de que estamos en un palacio dedicado al placer y a la satisfacción de los sentidos: los muros están profusamente decorados con murales figurativos, los frescos más antiguos que se conocen de la civilización musulmana. Y no sólo en la mera antigüedad reside su excepcionalidad, sino en los temas representados: danzas y músicos, ángeles, desnudos femeninos, artesanos trabajando, escenas alegóricas de la caza y la vida social en palacio... En los muros de la sala principal, el soberano se sienta en su trono, rodeado de pájaros y seres marinos. En los laterales aparecen representados todos los enemigos del Islam en aquel momento: Cosroes, el rey de la Persia sasánida, el negus de Abisinia y el emperador de Bizancio. Los baños están cubiertos de figuras de animales, escenas acuáticas con mujeres y niños y, en la cúpula, un magnífico zodiaco con los astros que permitían a los beduinos guiar las caravanas de noche y descansar de día en oasis y manantiales.

¿Cómo es esto posible? ¿No se han encargado de repetirnos hasta la saciedad los propios musulmanes la ofensa que supone la representación de figuras humanas o animales en el arte islámico? ¿No ha descansado éste sobre los motivos geométricos, siendo más decorativo que figurativo? Pues parece que no ha sido siempre así.

De hecho, muchos estudiosos ven en Qsair Amra la prueba de que el Islam primitivo no prohibía la figura humana en el arte, teniendo su origen esta censura en interpretaciones posteriores y más rigoristas. Sencillamente, en sus orígenes, no existía el arte islámico como tal. Carecía de tradición propia más allá de los motivos decorativos que empleaban en sus alfombras o piezas de joyería. Al entrar en contacto con civilizaciones con una intensa y desarrollada vida artística, como los griegos, los romanos o los bizantinos, absorbieron parte de sus técnicas, hábitos y simbología. De hecho, los califas omeyas contrataron a arquitectos y artistas bizantinos para muchos de sus proyectos de construcción. Los frescos de sus muros, los mosaicos de sus suelos, la forma de sus columnas o la decoración de sus estancias, demostraban el sincretismo artístico que estaba teniendo lugar.

En el año 747, un terremoto devastó gran parte de Jordania, debilitando el poderío de la dinastía Omeya, que fue finalmente apartada del poder por los abasíes en el 750. Éstos seguían una interpretación más ortodoxa y menos tolerante del Islam y, estableciendo su sede en la lejana Bagdad, se encontraron mucho más lejos, espiritual y artísticamente, de la influencia cristiana. Sus conflictos con los fatimíes de Egipto y con los bizantinos primero y los turcos selyúcidas después, desplazaron al Próximo Oriente de los principales teatros de operaciones, al menos hasta las Cruzadas.

Con la caída de los omeyas, el vínculo del pueblo árabe con el desierto comenzó a diluirse, transformándose principalmente en una civilización urbana y dejando estas áridas extensiones a los pueblos beduinos. Aquellos magníficos oasis artificiales y los castillos y palacios erigidos en ellos se abandonaron, convirtiéndose en refugio ocasional de los nómadas, que no sólo los utilizaban para cobijarse con su ganado, sino que llevaron a cabo un minucioso expolio de todo lo que quedó en su interior, desde los mármoles de los suelos hasta las maderas y azulejos. El humo de las hogueras que encendían para calentarse en las frías noches estropearon los frescos, ennegreciendo las paredes y borrando los colores. Aislados en una región impracticable para los cristianos y peligrosa incluso para los árabes debido a la ferocidad de las tribus beduinas, los castillos permanecieron en el olvido hasta que un estudiante austriaco, Alois Musil, los redescubrió, recogiendo minuciosas anotaciones y dibujos de los frescos tal y como estaban en aquel momento y que han resultado de un valor inestimable, ya que éstos han continuado deteriorándose y perdiendo nitidez.

Nuestra última parada del día fue Qasr Al-Azraq, a 100 km de Ammán y cuyas piedras cuentan historias muy diferentes de las de los otros castillos del desierto. Se trata de una estructura mucho mayor que las otras fortalezas que hemos visitado, con unos muros de ochenta metros de longitud, una torre en cada esquina, delimitando un amplio patio en cuyo centro se alza una mezquita de la época omeya. Está claro que este lugar registró actividad durante más tiempo y hasta época más reciente que los otros castillos aunque no sea mucho lo que se sabe de él, excepto que es muy antiguo.

La elección de su emplazamiento es perfectamente lógica: el cercano oasis es la única fuente de agua potable en cientos de kilómetros a la redonda, por lo que se trataba de un enclave extraordinariamente importante que debió mantener una población estable desde hace quizá tres mil años. En algunas piedras del castillo se pueden leer inscripciones en griego y latín, que datan del año 300 d.C., tiempos de dominio romano. La fortaleza fue renovada en el período bizantino y el califa omeya Walid II la utilizó como base para sus expediciones militares y sus partidas de caza. Los mamelucos lo reconstruyeron en el año 1237 utilizando piedra basáltica, lo que le da un aspecto oscuro que lo diferencia de otras construcciones similares de la región. Los turcos otomanos instalaron una guarnición en el siglo XVI.

Una de las características más peculiares de la construcción es la puerta, ejemplar muestra de la adaptación de la arquitectura al entorno. Una fortaleza necesita puertas y éstas, en otras latitudes, solían ser de madera. Sin embargo, la disponibilidad de ese material en el desierto es, como mínimo, escasa y lo único que podía utilizarse era madera de palmera, demasiado blanda y con la que resulta muy difícil construir, no digamos ya tallar estructuras resistentes. Así que los ingenieros utilizaron piedras para bloquear las entradas. Dos enormes rocas talladas de una tonelada cada una formaban los "batientes" de la puerta. Lubricando con aceite de palma los surcos por donde se deslizaban resultaba más fácil de lo que parece mover semejantes bloques.

Pero con toda la larga historia que registra el castillo, para la mayoría de los visitantes, su atractivo reside en su relación con Lawrence de Arabia. El soldado británico y el jerife Hussein ibn Alí invernaron aquí en 1917, mientras participaban en la revuelta árabe contra los turcos. Lawrence fijó su cuartel en la habitación situada sobre la entrada sur, en tanto que sus hombres utilizaron otras zonas del fuerte, cubriendo los agujeros del techo con ramas de palmera y barro para protegerse del intenso frío. Fue una dura experiencia que Lawrence (quien, aunque paradigma del aventurero romántico en Occidente, es considerado por los musulmanes como un traidor) reflejó en su obra "Los Siete Pilares de la Sabiduría". En aquellos días, pese a los siglos transcurridos, el castillo de conservaba en mejor estado que el ruinoso conjunto que hoy se extiende ante nuestros ojos, ya que la mayor parte del edificio se hundió en un terremoto en 1927.

Los castillos del desierto de Jordania no atraen tantos visitantes como otros tesoros nacionales (Petra, Wadi Rum o el Mar Muerto), pero si se mira más allá de los desgastados muros y las estancias vacías, de los montones de escombros y los baluartes hundidos, se descubren historias fascinantes que nos hablan del surgimiento de una nueva arquitectura islámica, de la vida en el desierto y de cómo sus habitantes se relacionaron unos con otros a través del comercio, la guerra y la religión.

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