span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: PETRA: El tesoro oculto de los nabateos (1ª Parte)

miércoles, 22 de abril de 2009

PETRA: El tesoro oculto de los nabateos (1ª Parte)


Cualquier persona que atesore algo de espíritu aventurero en su interior habrá soñado alguna vez con descubrir una ciudad perdida, olvidada por el mundo y oculta por el secreto manto del tiempo, un lugar de sombras y luces, de ecos y silencios, habitado sólo por misterios a la espera de ser descifrados. Hace ya tiempo que este tipo de hallazgos son poco menos que imposibles, pero hace doscientos años, si se estaba dispuesto a perder la vida y soportar mil penalidades, uno podía alcanzar ese sueño.

Fue el caso de Johann Ludwig Burckhardt quien dio con una ciudad arrancada a la piedra que se creía perdida desde hacía siglos: Petra. ¿Cuáles fueron sus sentimientos al ver ante sí ese lugar perdido para Occidente? A juzgar por sus escritos, su júbilo y emoción se mezclaron con el miedo a que éstos encontraran un reflejo en su rostro, en sus gestos, en su voz. Y es que su misión era tanto la de explorador como la de espía. Y le iba la vida en ello.

Cuando Burckhardt atravesó el cañón que da entrada a la ciudad de Petra era el 22 de agosto de 1812. Para entonces llevaba más de tres años viviendo una vida ajena, mintiendo y temiendo ser descubierto, pues ello le costaría la vida. Había nacido en Lausana (Suiza) en 1784 y cursado estudios en las universidades de Leipzig y Gottinga. En 1806 se ofreció como explorador a Joseph Banks, a la sazón presidente de la prestigiosa Royal Society y una de las personalidades más respetadas de su época. En aquellos años la profesión de explorador no era cualquier cosa. El mundo de entonces era un lugar peligroso en cuanto se abandonaban los núcleos urbanos. Los extranjeros a menudo no eran bienvenidos, era necesario llevar consigo todo lo que uno pudiera necesitar y las enfermedades resultaban mortales con frecuencia.

Consciente de los riesgos y dispuesto a minimizarlos, Burckhardt se sometió a un riguroso entrenamiento que incluía ejercicio físico y ayunos. En Londres y Cambridge estudió árabe y medicina, conocimientos que le serían útiles en su expedición. Su intención era unirse en El Cairo a alguna de las caravanas que salían con destino a Fezzan, en el sur de Libia y desde allí alcanzar la legendaria Tombuctú, destino de otros exploradores antes que él y que habían perdido la vida en el intento. En marzo de 1809 partió para Oriente, con la intención de perfeccionar el árabe y familiarizarse con el mundo islámico antes de dirigirse a Egipto.

Sabía que un cristiano occidental no conseguiría completar la hazaña que se proponía así que creó una nueva identidad en Malta. Sabía también que no podría engañar a los árabes haciéndose pasar por uno de ellos. Necesitaba una historia que resultara verosímil y creó a Ibrahim Ibn Abadía, un comerciante indio de fe musulmana que volvía a su hogar tras haber pasado su juventud en Inglaterra. Ello justificaba su acento. Además, cuando alguien por curiosidad le pedía que se expresara en hindi, Burckhardt les hablaba en un dialecto suizo que nadie podía entender.

La travesía hasta Siria se prolongó más de lo previsto por los frecuentes cambios de destino en los barcos. Los capitanes, una vez embarcado el pasaje y cobrado el dinero, revelaban en alta mar su ruta real. Burckhardt no perdió el tiempo y anotó todo lo que vio: vías de comunicación, medios de transporte, cultivos, fábricas, artículos de comercio, defensas, armamento... En varias ocasiones estuvo a punto de ser detenido por espía, pero siempre logró escapar de la muerte gracias a sus profundos conocimientos del Islam, que le permitieron superar los exámenes a que fue sometido.

Permaneció dos años y medio en la ciudad siria de Alepo para aprender las peculiaridades dialécticas del árabe. Desde esta ciudad efectuó viajes para conocer a los beduinos del desierto, con los que a veces convivía durante meses. En estas excursiones visitó Palmira e hizo un viaje por las ciudades de la Decápolis. Fue allí donde se enteró de la existencia de una ciudad abandonada que los árabes creían obra de los encantamientos malignos de un gran mago llamado Faraón. Sólo algunas tribus de beduinos utilizaban estacionalmente las tumbas como morada y ponían un especial empeño en desalentar las visitas imprevistas. Burckhardt dedujo que aquella ciudad podría ser la que la Biblia menciona como Sela, "Petra" en latín. Según la Biblia, ése fue el lugar donde fue enterrado Aarón, el hermano de Moisés. El explorador supuso que si era capaz de encontrar esa tumba, encontraría Petra. Contrató un guía para que lo llevase hasta la sepultura de Aarón, también venerado por los musulmanes, a fin de ofrecerle un sacrificio.

El explorador suizo descendió por la margen oriental del Jordán hasta el sur del mar Muerto. Siguió al guía hasta una pared de piedra aparentemente sólida que, conforme se acercaban, mostraba una reducida y profunda hendidura por la que se internaron. Tras atravesar ese desfiladero, Burckhardt se topó con la fachada rojiza de un elaborado edificio de 30 metros de altura cincelado delicadamente en la roca. Maravillado, caminó un poco más para encontrarse en la calle principal de lo que identificó correctamente como Petra, la capital perdida de la Arabia Pétrea, un lugar no hollado por los europeos desde el siglo XII. Hubo de reprimir su emoción mientras contemplaba las elaboradas fachadas de las tumbas excavadas en la roca y los fascinantes restos de la legendaria ciudad. Si sus acompañantes hubieran sospechado que se trataba de un occidental, su vida habría corrido peligro así que, pretextando necesidades fisiológicas urgentes, se alejó de sus acompañantes beduinos y en cuclillas y cubierto por su manto, logró escribir las notas que luego le servirían para elaborar un informe a sus patrocinadores londinenses.

Burckhard no logró llegar a la tumba de Aaron. Su guía, receloso de sus intenciones, se negó a continuar viaje. Pero su misión estaba cumplida. Había descubierto una ciudad antigua erigida en un anfiteatro natural y perdida durante un milenio. La carrera de cualquier explorador hubiera quedado ya satisfecha con semejante descubrimiento. Pero Burckhardt aún tenía muchos kilómetros por recorrer. Después de visitar Petra llegó a El Cairo, desde donde realizó dos visitas a Nubia. En la segunda de ellas llegó a Suakin, en el mar Rojo, donde embarcó para Arabia. En agosto de 1814 llega a Yedda y escondido tras su identidad musulmana, participó en la peregrinación a La Meca sin despertar sospechas, anticipándose en varios años a Richard Burton en tan peligrosa hazaña (es necesario recordar que antes de Burckhardt el español Domingo Badía, más conocido como Alí Bey, espía al servicio de Godoy, había llegado hasta estas ciudades prohibidas a los infieles, hecho que Burckhardt reconocía a regañadientes).

En la primavera de 1816, para huir de la epidemia de peste que azotaba a El Cairo, viajó al Sinaí. A su regreso supo que una caravana procedente de La Meca se disponía a ir a Fezzan y Tombuctú. Creyó que había llegado al fin el momento de terminar con éxito el viaje que había empezado en Malta ocho años antes, pero sus problemas de salud empeoraron y falleció en octubre de 1817. El explorador está enterrado en El Cairo y la lápida que cubre sus restos lleva el nombre árabe que escogió para su doble vida.

Hace ya bastantes años que Steven Spielberg eligió Petra para rodar las escenas finales de su película “Indiana Jones y la Última Cruzada”. Desde entonces, la imagen de la ciudad perdida iría invariablemente unida a las correrías del aventurero del sombrero y el látigo. Empezaba en el mundo una fiebre por Petra que convertiría a la antigua ciudad de los nabateos en el emblema del país hachemí. Pero Petra, como una Atlántida petrificada y tangible, ha estado siempre allí, lleva más de dos mil quinientos años en el mismo lugar, mucho antes de Indiana Jones, antes incluso de que llegasen los beduinos que habitan en sus inmediaciones. A 250 km al sur de Ammán, la desierta e inmortal ciudad se alza indiscutida como el tesoro más valioso de Jordania.

Cualquier visita a Petra pasa, inevitablemente, por un considerable madrugón. En verano, el abrasador calor de las horas centrales del día, la escasa sombra reinante durante la visita y la total falta de agua, hace conveniente empezar el recorrido por las fascinantes ruinas a primera hora de la mañana. En invierno, el menor número de horas de sol y la pronta llegada del ocaso, recomienda no dormirse para aprovechar al máximo el juego de colores de la luz sobre la piedra. En Petra hay, oficialmente, más de 800 lugares visitables, incluidas unas 500 tumbas, pero las más interesantes son de fácil acceso.

Petra es, con mucha diferencia, el principal atractivo turístico de Jordania y en los buenos tiempos -esto es, cuando el terrorismo islámico o la inestabilidad de la región no espanta a los viajeros- recibe la visita de unas 300.000 personas al año, unas mil personas al día. Siendo una buena cifra, quizá no parezca apabullante. Esto es debido a que, legalmente y habiendo sido declarado Patrimonio de la Humanidad, el acceso está oficialmente restringido a un número determinado de visitantes diarios. Es verdad, sin embargo, que el gobierno hace a menudo la vista gorda y las muchedumbres –en número sospechosamente mayor de la cifra fijada- invaden el parque arqueológico.

Wadi Mousa (“río de Moisés”) es la población que ha surgido junto a Petra. Se trata de una masa descontrolada de hoteles, restaurantes y tiendas, que se extiende unos cinco kilómetros desde Ain Musa hasta la entrada principal de Petra. No resulta difícil imaginar que aquí todo el mundo vive del turismo y que el visitante se convierte en una codiciada presa. Y, por supuesto, los precios son considerablemente más elevados que en el resto de Jordania, incluso Ammán.

Una vez traspasada la entrada al recinto arqueológico es necesario recorrer una pista sin asfaltar de unos 800 metros hasta el inicio del desfiladero del Siq. A lo largo de este camino, ya es posible ir observando en los farallones de arenisca los primeros atisbos de la mano escultora de los nabateos en los monumentos funerarios, de inspiración claramente egipcia, tallados en la roca.

En ese camino inicial se encuentran los cubos Djinn –término que significa “genio”-, unos bloques de piedra que según algunos arqueólogos podrían ser una representación primitiva de Dushara, el dios masculino de la fertilidad, identificado con la roca, que protegía a los reyes nabateos. Según otros, esos cubos podrían estar dedicados a los espíritus guardianes del agua, ya que la mayoría de los veinticinco que hay en Petra se encuentran cerca de esta localización.

Y, por fin, llegamos al Siq, el verdadero comienzo de la ciudad. Es el momento de detenernos un momento y situar el lugar dentro de la historia para poder apreciar mejor lo que vamos a ver.

Petra está situada en el desierto del suroeste de Jordania, escondida en la cuenca del valle del Wadi Musa, en el centro de las montañas de Shara. Desde el siglo V a.C., el Wadi (que significa “río estacional”), que atravesaba la barrera rocosa, fue también un camino de las caravanas que cruzaban el desierto ya que ofrecía un trayecto seguro, a salvo de los salteadores y, lo que es más importante, proporcionaba agua.

Las excavaciones arqueológicas sacaron a la luz el poblado neolítico de Al-Beidha, al norte de Petra, fechado hacia el año 7.000 a.C, lo que la convierte, junto con Jericó, en Cisjordania, en una de las primeras comunidades agrícolas del Oriente Próximo. Entre ese período y la Edad de Hierro (a partir de 1200 a.C.), cuando los edomitas poblaron la región, no se sabe nada.

Una de las primeras menciones del lugar se halla en el Antiguo Testamento: fue en Wadi Musa donde Moisés hizo brotar agua de una piedra para dar a beber a los israelitas durante su camino a la Tierra Prometida. La tradición dice que la tumba situada en una colina visible desde Petra es la de Aarón, hermano de Moisés. A partir de entonces, los nombres de la ciudad siempre se han relacionado con su entorno natural. En la Biblia se hace referencia a ella como Sela, que significa “roca”; en el mismo yacimiento se ha descubierto una inscripción donde se la menciona como Raqmmu, posible adaptación del arameo requem que quiere decir “de muchos colores”, y los griegos la llamaron “Petra”, “piedra”, nombre que ha permanecido hasta la actualidad.

Hacia el 1.500 a. de C. se instalaron en la región los oritas, quienes fueron expulsados por los edomitas, el pueblo enemigo de los israelitas. Éstos tenían origen semita, como los israelitas, y vivían del asalto a las caravanas, rivalizando con éstos por el control del comercio y las minas de Wadi Araba. La historia de la humanidad es la historia del nomadeo y la sucesión de unos pueblos tras otros. Así, en el año 580 a. C. empezaron a llegar a Wadi Musa los nabateos, beduinos nómadas procedentes de la península arábiga que se habían visto obligados a emigrar por la presión de las tropas persas. Con el paso del tiempo, los nabateos absorbieron a los edomitas y se instalaron definitivamente en Wadi Musa hacia el siglo IV a. de C.

Los nabateos tenían, como los edomitas, origen semítico, pero a diferencia de éstos, que vivían en las colinas de Petra para saquear las caravanas, los nabateos decidieron obtener el dinero de una manera menos violenta y más efectiva: cobrar impuestos por su protección, pasando a instalarse en la cuenca central del valle. La jugada resultó extraordinariamente rentable.
La hoy conocida como Ruta del Incienso, un itinerario seguido también por los comerciantes de seda, comprendía toda una red de antiguas rutas caravaneras y ciudades como Petra que unían China, la India y el Oriente Próximo con las grandes ciudades del Mediterráneo. El incienso era un apreciado producto, profusamente utilizado en los rituales religiosos. Por supuesto, no era sino uno más de los lujosos artículos que los comerciantes transportaban a lomos de camello y que incluían también la seda, la mirra o el betún. Productos cuyo escaso peso y volúmen hacían rentable el comercio de larga distancia.

Dado que la mayor parte del territorio que habían de atravesar eran desiertos, el mayor peligro que tenían que afrontar las caravanas era quedarse sin agua. Los antiguos pozos y aldeas ofrecían a los mercaderes un lugar donde aprovisionarse de agua. Las caravanas efectuaban unas 65 paradas para surtirse de agua dependiendo de la estación del año. Los oasis eran, por tanto, un elemento absolutamente indispensable en tales expediciones.

Y aquí es donde entra Petra en la historia. Se trataba de una encrucijada en la que confluían las rutas caravaneras que unían Egipto y Siria con Arabia y Asia con el Mediterráneo. No es de extrañar que los nabateos pasaran a ejercer un considerable control sobre el comercio y a enriquecerse con ello. Las caravanas arribaban a Petra tras pasar seis meses en el desierto. Los nabateos de la ciudad les ofrecían agua, comida, protección y alojamiento a cambio de un impuesto del 25% sobre las transacciones comerciales. Y es que una caravana no realizaba la totalidad del recorrido, sino sólo segmentos de la misma. Cuando llegaba a un oasis o ciudad y se encontraba con otros mercaderes, vendía sus artículos, compraba otros nuevos y regresaba a su punto de origen. De esta manera las mercancías iban cambiando de manos, acercándose cada vez más a Occidente e incrementando su precio con los márgenes aplicados por cada comerciante en su compra más los impuestos que debían pagar a las autoridades de cada ciudad de la ruta.

A medida que su imperio comercial se iba extendiendo territorialmente, los nabateos fueron lo suficientemente inteligentes como para comprender que las guerras no podían sino dañar sus intereses. Optaban en cambio por sobornar y comprar a quienes podían suponer una amenaza. Esta política no siempre daba el resultado esperado y entonces no quedaba sino el recurso a las armas. Y en ese campo contaban con una ventaja: Petra era una fortaleza natural prácticamente inexpugnable.

Claro está, nada en este mundo está totalmente garantizado y al menos uno de los ataques que sufrió tuvo éxito. Antígono Monoftalmo era uno de los gobernantes selyúcidas de ascendencia griega que gobernaron el Oriente Próximo tras la muerte de Alejandro Magno y la descomposición de su imperio. En el año 312 a.C. atacó Petra aprovechando que los hombres se hallaban ausentes. Sus tropas asesinaron a mujeres y niños y saquearon los almacenes, repletos de plata y especias. El contraataque de los nabateos fue igualmente despiadado. Sólo cincuenta hombres de Antígono salvaron la vida. El monarca selyúcida no se dio por vencido y poco tiempo después envió a su hijo al frente de un ejército con la misión de arrasar la ciudad. Aquel hijo era Demetrio, que ganaría su apodo, Poliorcetes, por su ingenio y habilidad a la hora de asediar y tomar ciudades. Pero esta vez ni todos sus recursos sirvieron para vencer el fenomenal emplazamiento de Petra.

Petra contaba pues con prosperidad comercial, un emplazamiento privilegiado y una potencia militar suficiente como para asegurar su independencia frente a los Seléucidas de Siria y los Tolomeos de Egipto. Existieron once reyes nabateos en Petra que llegaron a controlar toda la región que hoy conocemos como Jordania. Y entonces llegó Roma, un hueso más duro de roer.

A lo largo de los siglos II y I a.de C., Roma inició una intensa política de intervención en la parte oriental del Mediterráneo, incorporando a su imperio, pacíficamente o por la fuerza, los reinos helenísticos. Pompeyo jugó un papel fundamental en este proceso. Investido con poderes extraordinarios para llevar a cabo la reorganización total de la región, renovó la administración de las provincias y creó otras nuevas, garantizando de paso un elevado grado de autonomía a las administraciones locales. Este modelo sentó las bases para un dominio de Roma más duradero, sólido y permanente. Hubo casos en los que, para asegurarse el control y la paz de estos territorios, Roma optó por dejar pervivir los Gobiernos locales. De esta manera, amplias regiones del Oriente Próximo, especialmente territorios de geografía hostil y, por tanto, difícil defensa, se constituyeron en verdaderos protectorados. Roma estableció un cordón de reinos vasallos que protegían el flanco oriental del Imperio de la amenaza de los partos. Este fue el caso de los nabateos que, además, habían prestado ayuda al imperio en varias ocasiones: ayudaron a Augusto a destruir la flota egipcia del mar Rojo durante su enfrentamiento con Marco Antonio y Cleopatra, y posteriormente estuvieron del lado de las legiones romanas en la guerra contra los judíos.

El precio de su independencia fue la pérdida de algunos territorios, pero a cambio, las buenas relaciones de los soberanos nabateos con Roma y la paz que ésta propició favorecieron enormemente el desarrollo del comercio. Éste fue seguramente el principal recurso de los nabateos, que explotaron, no sólo la posición estratégica de Petra, sino también sus conocimientos de la vida nómada y los contactos que mantenían en los puertos del sur de Arabia.

El máximo desarrollo del reino nabateo se llevó a cabo bajo el reinado de Areta IV, que fue contemporáneo del emperador Augusto y del rey de Judea Herodes; en este período se erigieron los principales monumentos en la ciudad gracias a la gran riqueza alcanzada con el comercio, sobre todo de bienes de lujo dirigidos a Roma. Entonces aparecieron jardines, estructuras monumentales de mayor envergadura, casas lujosas de estilo romano, calles elegantes....

Los nabateos cometieron el error de querer librarse de la sombra de Roma aliándose con los partos, enemigos seculares de ésta. Aquel arriesgado movimiento les salió mal y hubieron de aplacar la ira de Roma a base de onerosos tributos. Cuando la ciudad decidió dejar de pagar, los romanos lanzaron contra a ella a su "hombre" en la región, Herodes del Grande, que acabó haciéndose con el control de una parte importante del territorio nabateo y extendiendo sus dominios hasta Damasco.

Sin embargo, al final fueron los propios romanos los que tomaron Petra. Con un ejército poderoso y tenaz, experto en los sitios a plazas fortificadas, los romanos atacaron el único punto débil de la ciudad: destruyeron las conducciones de agua y la rindieron por sed. La campaña militar fue breve y al morir el último rey nabateo, Rabel II, el reino se convirtió en una provincia romana más, Arabia Pétrea. Fue en el 106 d.C., bajo el reinado del emperador Trajano.

La ocupación romana directa no interumpió el desarrollo de la ciudad. Por el contrario, las actividades comerciales prosperaron gracias a la reconstrucción ordenada por Trajano de la antigua carretera que desde Siria conducía hasta el Mar Rojo y que tomó el nombre de Vía Nueva Trajana. Además, la ciudad sufrió una transformación urbanística ya que los romanos convirtieron Petra en una ciudad a su medida. Aparecieron las termas y el teatro, las calles flanqueadas por columnas y los edificios públicos, comercios y almacenes. Petra disfrutó así de un breve esplendor. Y fue breve porque Palmira, otra ciudad mítica del desierto sirio, le robó el protagonismo como punto de encuentro caravanero. La ciudad ya nunca más recuperó la importancia que había tenido.

En el 324, Petra adoptó el cristianismo y algunas antiguas tumbas se transformaron en iglesias bizantinas. Fue sede de un obispado y aún mantuvo cierta relevancia comercial hasta mediados del siglo V mientras la decadencia de la ciudad continuaba. La ciudad se vio progresivamente más aislada por las acuciantes amenazas de los nómadas y la incertidumbre política reinante. Un terremoto devastador en 363 destruyó algunos edificios importantes que ya no fueron reconstruidos.

Tras la primera expansión musulmana en el 636, Petra se despobló definitivamente, no se sabe si a causa de un desastre natural o porque, sencillamente, la ciudad murió en la historia tras una larga agonía, sus gentes buscando mejores sitios donde ganarse la vida, tal y como siempre ha ocurrido en multitud de pequeños núcleos desfavorecidos de todo el globo. En el siglo XII los cruzados construyeron un pequeño fuerte en la colina de El Habis, que era una avanzadilla de la fortaleza de Shubak, pero el fortín no tenía importancia estratégica alguna y acabó siendo abandonado. El último forastero en muchos años en pisar la ciudad fue el sultán mameluco de Egipto, Baybars I, que pasó por ella en el año 1276. Desde entonces, Petra sólo existió para los beduinos locales, quienes habitaron en las cuevas excavadas en las rocas e intentaron mantener alejados a los extranjeros. Y así permaneció hasta la llegada de Burckhardt.

Tras el descubrimiento de la ciudad, el lugar se convirtió en destino de un puñado de viajeros románticos a la búsqueda de ruinas con encanto. Fue entonces, en 1839, cuando acudió aquí el pintor británico David Roberts con sus lápices y plumillas. Sus maravillosas ilustraciones, testimonio de una era en la que el turismo de masas era inimaginable, destilan una cautivadora mezcla de melancolía y romanticismo. Petra fue patrimonio casi exclusivo de los eruditos y arqueólogos hasta que en los años ochenta los operadores turísticos comenzaron a fijar su atención en ella. El gobierno tomó conciencia del potencial de su patrimonio y desalojó del lugar a la tribu Bedul, que había convertido las cuevas en sus hogares hacía siglos, instalándolos en una nueva población creada a propósito a cuatro kilómetros de distancia. Después, Indiana Jones y el Tratado de Paz con Israel de 1994, atrajeron al turismo de masas










(Continuará...)

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