Durante tres semanas de viaje por Turquía, lo único que habíamos visto del Ramadán eran ciudades desiertas y tiendas cerradas. Pero parece ser que eso sólo era la mitad de la historia y al llegar a Estambul veíamos la otra mitad. Todo el mundo, ya hubiera ayunado o no, estaba en la calle pasándolo bien. Musulmanes o no, todos eran bienvenidos a compartir la celebración. Eran momentos de calor, amistad y agradecimiento sentido por todas las cosas buenas de la vida.
El ayuntamiento de Estambul organizaba conciertos, entretenimientos y espectáculos. Todas las mezquitas estaban iluminadas y atiborradas de visitantes y fieles en humor festivo. El antiguo Hipódromo estaba inundado de una atmósfera festiva con lámparas de colores colgadas por todos lados y pequeños puestos vendiendo aperitivos, artesanía, libros religiosos, souvenirs… Todo el mundo sonreía.
Hay que imaginarse en un mes en el que durante el día quedan vedados los pequeños placeres. Eso ayuda a tomar en consideración las cuestiones más importantes en la vida. Por eso no extraña que los musulmanes vean el Ramadán como una bendición: les ayuda a priorizar, a descubrir qué es importante y qué no lo es, a intentar averiguar qué estamos haciendo aquí. En una palabra, a escrutar el significado de la vida.
La Mezquita Azul lucía sus mejores galas, realzada por una discreta iluminación que teñía sus minaretes y cúpulas de un evocador tono amarillo anaranjado. A sus pies, los jardines aparecían tomados por tenderetes y puestos donde se vendía todo tipo de comida y se ofrecían algunas atracciones clásicas de feria. Se podían comprar sabrosos kebabs de pollo o cordero recién hechos, caramelos semilíquidos enrollados en un palito –una especie de antepasado de las piruletas-, gofres, delicias turcas, bocadillos de carne, ensaladas frescas, nueces, castañas asadas, algodón dulce, una especie de turrón blando con frutos secos, hojaldres rellenos de mil y un ingredientes… un festín para la vista y el paladar. Hacía frío y el ambiente era húmedo, cayendo de vez en cuando un ligero calabobos que no mantenía a los turcos en sus casas.
Pasamos la última noche en Estambul y en Turquía disfrutando una vez más de la calidez del Ramadán en una fría noche de otoño. Comimos, contemplamos y nos sumergimos en el ambiente festivo, visitamos los animados puestos de una feria del libro que se había instalado en el interior de la Mezquita Azul e incluso respondimos a las preguntas que un grupo de atrevidos estudiantes de secundaria nos dispararon mientras nos filmaban para un trabajo de la escuela. Pero no todo el mundo se podía permitir el lujo de gastar sonrisas aquella noche. En el portal de la mezquita, un niño de unos ocho años, se arrebujaba aterido de frío mientras ofrecía con voz temblorosa y ojos cansados unas cintas luminosas a los viandantes, muchos de ellos los vástagos de familias acomodadas. Fue una de esas imágenes que a uno se le quedan grabadas a fuego en el cerebro y que vuelven una y otra vez con el paso de los meses para hacer reflexionar sobre cuestiones a veces incómodas.
Y, por fin, vimos feces, feces y feces por doquier. Bien es verdad que sus portadores ya no lo llevaban por tradición ni por costumbre –está prohibido por ley-, sino solo como reclamo turístico o comercial. Pero, al menos, uno de los símbolos más característicos del imperio otomano no ha pasado definitivamente a mejor vida.
Todo comenzó una mañana de 1826 cuando el Gran Almirante Koja Husrev Mehmed Pasha de la Flota Imperial Otomana, vestido con un cuidado inusual, había acabado de desembarcar de unos ejercicios navales realizados en las costas de Túnez y se dirigía a una entrevista con el sultán. Llevaba consigo su informe, pero también una serie de objetos que había comprado en los mercados tunecinos. Le había llegado el rumor de que el Sultán estaba pensando en abolir el turbante. Ampliamente conocido como “la corona de los árabes”, el turbante conllevaba una fuerte asociación mental con el Islam y el Oriente: su uso representaba una obstinada resistencia al programa de reformas puesto en marcha por el Sultán Mahmud.
Éste no se preocupada demasiado por la opinión de los musulmanes y mucho menos la de los árabes. Su formación cultural había sido modelada por su madre, una criolla francesa, fallecida algunos años antes, que había sido secuestrada por corsarios en un barco que navegaba no lejos de Mallorca, y enviada a las autoridades otomanas de Argelia para ser finalmente presentada al Sultan Abdul Hamid en Constantinopla, como estimado regalo para su harén. La querida madre de Mahmud había llegado del norte africano y el Gran Almirante tenía la esperanza de que su ofrenda encontraría el favor del Sultán –disparando así su reputación-.
La tradición del harén ordenaba que las concubinas fueran elegidas, no en el corazón otomano en las estepas anatolias, sino en las provincias exteriores como por ejemplo Bulgaria e incluso de más lejos siempre que un capitán corsario, capaz de controlar sus instintos y deseoso de hallar el favor del sultán, se encontrara en sus correrías con una chica hermosa tal como Aimée. Oficialmente, se consideraba por debajo del estatus del Sultán, como administrador de Alá en la tierra y emperador de todos los otomanos, yacer con mujeres turcas. La realidad era que los oficiales y funcionarios más ambiciosos se entregaban con denuedo a la actividad de alimentar la entrepierna de los decadentes sultanes con chicas lo más exóticas posible, en la esperanza de encender la chispa en la mente del monarca.
En el caso de Abdul Hamis, fue Aimée la que inició la deflagración. Pronto, quedó embarazada y tuvo un hijo. Pero Aimée era diferente. Cuando fue secuestrada, acababa de finalizar un periodo de ocho años de educación en Francia y estaba regresando a Martinica convertida en una joven mujer europeizada. Para los elementos más reaccionarios de la corte imperial otomana, era una bomba retardada cargada con el explosivo llamado “cambio”.
Aimée educó a Mahmud de la manera en que hubiera educado a un chico en Francia. Aprendió francés, maneras francesas, comía platos franceses bajo candelabros franceses y creció entre mobiliario francés. Ya vimos antes que los jenízaros, la poderosa y reaccionaria guardia imperial, había comprendido hacía tiempo que su deber no era proteger al propio sultán –especialmente si éste albergaba extrañas ideas de progreso- sino la venerable e inalterable institución del sultatano tal y como ellos la entendían. Lo que convirtió a Mahmud en un “extranjero” y una amenaza a las viejas ortodoxias que habían salvaguardado las prerrogativas de los jenízaros durante siglos. Y, de manera específica, se encontraban aquí con un hombre que había ya expresado intereses heréticos en aquel sombrero francés de tres picos muy popular en Europa (se decía que las tres puntas representaban la Trinidad cristiana). Enterándose de lo que se cocía a sus espaldas, Mahmud tuvo el buen sentido político de dejar de lado el tricornio sin decir una palabra. Al fin y al cabo, su intención era hacer a sus súbditos menos musulmanes, pero no más cristianos.
Mahmud estaba todavía dándole vueltas al asunto del tocado tradicional turco cuando el Gran Almirante regresó de Túnez con la respuesta. Entre sus regalos había una serie de sombreros de fieltro rojo, sin ala y con una borla. Mientras eran desempaquetados ante sus ojos, el sultán vio en ellos el compromiso al que, con un poco de persuasión, podría atraer a las autoridades religiosas más influyentes. Y, si bien estos feces no eran tan occidentales como él habría deseado, al menos sí supondrían una ruptura con el turbante.
En junio de 1826 se presentó un nuevo uniforme para las unidades más selectas del ejército otomano. Incluía un prototipo de fez. Dos días más tarde, los jenízaros se levantaron contra el sultán en apoyo del orden tradicional, pero, como vimos, fueron derrotados por las fuerzas leales a Mahmud en un solo día. El sultán puso en circulación el rumor de que los cadáveres de los jenízaros muertos se habían convertido en vampiros y acechaban por las noches en las calles de Constantinopla. Mientras las tumbas eran profanadas y estacas clavadas en los corazones de los antiguos soldados por aquellos súbditos más impresionables, Mahmud rogó por que las fuerzas reaccionarias no volvieran a molestarle.
Sin embargo, el sultán no tardaría en descubrir que unas cuantas estacas no bastarían para mantenerlas a raya. Su sugerencia de que el fez militar fuera modificado con el añadido de una visera para proteger a su portador del sol, se encontró con la desaprobación de las autoridades religiosas, que alegaban que dicho aditamento impediría que el fiel tocara el suelo con su cabeza cuando orase. En un intento de reforzar su posición, Mahmud se aseguró de que los recalcitrantes líderes religiosos fueran sentados de cara al sol en su siguiente audiencia imperial y los tuvo allí mucho más tiempo que el acostumbrado. Pero una simple insolación no iba a apartar a los mullahs de sus convicciones y, al final, un fez sin visera fue el que se introdujo en 1827.
El resultado fue que la infantería otomana fue a la batalla, no con un casco que les pudiera proteger la cabeza, sino con un sombrerito cuyo diseño original remedaba una alfombrilla de oración con salida de emergencia celestial en la forma de borla colgante. Y dado que no pocas veces el fez les impedía ver bien a sus enemigos, lo mejor era que rezaran. No es broma. Casi cien años más tarde, la insolación continuaba siendo un serio problema entre las tropas turcas en la batalla de Gallipoli.
Un verano a mitad de la década de los treinta del siglo XIX, Thomas Allom llegó a Constantinopla desde Inglaterra para dibujar y escribir. Allom describió la abolición del turbante como “la más desagradable acción de todas y una que ciertamente ha soliviantado los ánimos de los mahometanos hacia su soberano en un grado mayor que el de cualquier otro de sus importantes cambios”. Así de fuerte era el peso del Islam en la Turquía del siglo XIX, a pesar de Mahmud II, su madre, la eliminación de los jenízaros y el mobiliario francés. El Imperio gobernaba gran parte del mundo islámico en aquellos tiempos pero lo hacía por consentimiento de sus gobernados. El Sultán era considerado automáticamente como el Califa, el líder religioso de todos los musulmanes. De hecho, el símbolo islámico por antonomasia, la luna creciente, proviene, como vimos de la leyenda que cuenta cómo el macedonio Filipo vio frustrados sus intentos de conquistar Constantinopla (entonces Bizancio) en el 340 a.C. al ser detenidos por Hécate, diosa de la Luna, cuando se ocultó y negó la luz necesaria para el ataque nocturno. Incluso en aquellos lejanos orígenes se pueden vislumbrar dos ideas que continúan presentes en el Islam contemporáneo: la constante amenaza exterior del Occidente cristiano y la creencia en la protección divina.
Por ley, puedes tomar el sol en top less en las playas de este país del Oriente Medio casi exclusivamente musulmán. Pero no puedes llevar fez. Estas reflexiones llevan a confusas asociaciones donde se mezclan los pechos con los sombreros. Parece que pocas cosas forman parte de nuestro imaginario colectivo sobre los turcos de una manera tan contundente como los feces; y, al contrario, apenas se puede encontrar algo menos representativo de esta nación que los pechos al aire en una playa. ¿Estaba siendo una de ellas prohibida mientras la otra era permitida e incluso apoyada? ¿Se sentía Turquía más cómoda con los pechos al aire que con aquel sombrerito? Era como si la búsqueda de este país de su propia identidad –oriental u occidental, islámica o secular, tradicional o liberal- estuviera encapsulada entre estos dos objetos antagónicos. ¿Carne rosada o fieltro escarlata?
El ayuntamiento de Estambul organizaba conciertos, entretenimientos y espectáculos. Todas las mezquitas estaban iluminadas y atiborradas de visitantes y fieles en humor festivo. El antiguo Hipódromo estaba inundado de una atmósfera festiva con lámparas de colores colgadas por todos lados y pequeños puestos vendiendo aperitivos, artesanía, libros religiosos, souvenirs… Todo el mundo sonreía.
Hay que imaginarse en un mes en el que durante el día quedan vedados los pequeños placeres. Eso ayuda a tomar en consideración las cuestiones más importantes en la vida. Por eso no extraña que los musulmanes vean el Ramadán como una bendición: les ayuda a priorizar, a descubrir qué es importante y qué no lo es, a intentar averiguar qué estamos haciendo aquí. En una palabra, a escrutar el significado de la vida.
La Mezquita Azul lucía sus mejores galas, realzada por una discreta iluminación que teñía sus minaretes y cúpulas de un evocador tono amarillo anaranjado. A sus pies, los jardines aparecían tomados por tenderetes y puestos donde se vendía todo tipo de comida y se ofrecían algunas atracciones clásicas de feria. Se podían comprar sabrosos kebabs de pollo o cordero recién hechos, caramelos semilíquidos enrollados en un palito –una especie de antepasado de las piruletas-, gofres, delicias turcas, bocadillos de carne, ensaladas frescas, nueces, castañas asadas, algodón dulce, una especie de turrón blando con frutos secos, hojaldres rellenos de mil y un ingredientes… un festín para la vista y el paladar. Hacía frío y el ambiente era húmedo, cayendo de vez en cuando un ligero calabobos que no mantenía a los turcos en sus casas.
Pasamos la última noche en Estambul y en Turquía disfrutando una vez más de la calidez del Ramadán en una fría noche de otoño. Comimos, contemplamos y nos sumergimos en el ambiente festivo, visitamos los animados puestos de una feria del libro que se había instalado en el interior de la Mezquita Azul e incluso respondimos a las preguntas que un grupo de atrevidos estudiantes de secundaria nos dispararon mientras nos filmaban para un trabajo de la escuela. Pero no todo el mundo se podía permitir el lujo de gastar sonrisas aquella noche. En el portal de la mezquita, un niño de unos ocho años, se arrebujaba aterido de frío mientras ofrecía con voz temblorosa y ojos cansados unas cintas luminosas a los viandantes, muchos de ellos los vástagos de familias acomodadas. Fue una de esas imágenes que a uno se le quedan grabadas a fuego en el cerebro y que vuelven una y otra vez con el paso de los meses para hacer reflexionar sobre cuestiones a veces incómodas.
Y, por fin, vimos feces, feces y feces por doquier. Bien es verdad que sus portadores ya no lo llevaban por tradición ni por costumbre –está prohibido por ley-, sino solo como reclamo turístico o comercial. Pero, al menos, uno de los símbolos más característicos del imperio otomano no ha pasado definitivamente a mejor vida.
Todo comenzó una mañana de 1826 cuando el Gran Almirante Koja Husrev Mehmed Pasha de la Flota Imperial Otomana, vestido con un cuidado inusual, había acabado de desembarcar de unos ejercicios navales realizados en las costas de Túnez y se dirigía a una entrevista con el sultán. Llevaba consigo su informe, pero también una serie de objetos que había comprado en los mercados tunecinos. Le había llegado el rumor de que el Sultán estaba pensando en abolir el turbante. Ampliamente conocido como “la corona de los árabes”, el turbante conllevaba una fuerte asociación mental con el Islam y el Oriente: su uso representaba una obstinada resistencia al programa de reformas puesto en marcha por el Sultán Mahmud.
Éste no se preocupada demasiado por la opinión de los musulmanes y mucho menos la de los árabes. Su formación cultural había sido modelada por su madre, una criolla francesa, fallecida algunos años antes, que había sido secuestrada por corsarios en un barco que navegaba no lejos de Mallorca, y enviada a las autoridades otomanas de Argelia para ser finalmente presentada al Sultan Abdul Hamid en Constantinopla, como estimado regalo para su harén. La querida madre de Mahmud había llegado del norte africano y el Gran Almirante tenía la esperanza de que su ofrenda encontraría el favor del Sultán –disparando así su reputación-.
La tradición del harén ordenaba que las concubinas fueran elegidas, no en el corazón otomano en las estepas anatolias, sino en las provincias exteriores como por ejemplo Bulgaria e incluso de más lejos siempre que un capitán corsario, capaz de controlar sus instintos y deseoso de hallar el favor del sultán, se encontrara en sus correrías con una chica hermosa tal como Aimée. Oficialmente, se consideraba por debajo del estatus del Sultán, como administrador de Alá en la tierra y emperador de todos los otomanos, yacer con mujeres turcas. La realidad era que los oficiales y funcionarios más ambiciosos se entregaban con denuedo a la actividad de alimentar la entrepierna de los decadentes sultanes con chicas lo más exóticas posible, en la esperanza de encender la chispa en la mente del monarca.
En el caso de Abdul Hamis, fue Aimée la que inició la deflagración. Pronto, quedó embarazada y tuvo un hijo. Pero Aimée era diferente. Cuando fue secuestrada, acababa de finalizar un periodo de ocho años de educación en Francia y estaba regresando a Martinica convertida en una joven mujer europeizada. Para los elementos más reaccionarios de la corte imperial otomana, era una bomba retardada cargada con el explosivo llamado “cambio”.
Aimée educó a Mahmud de la manera en que hubiera educado a un chico en Francia. Aprendió francés, maneras francesas, comía platos franceses bajo candelabros franceses y creció entre mobiliario francés. Ya vimos antes que los jenízaros, la poderosa y reaccionaria guardia imperial, había comprendido hacía tiempo que su deber no era proteger al propio sultán –especialmente si éste albergaba extrañas ideas de progreso- sino la venerable e inalterable institución del sultatano tal y como ellos la entendían. Lo que convirtió a Mahmud en un “extranjero” y una amenaza a las viejas ortodoxias que habían salvaguardado las prerrogativas de los jenízaros durante siglos. Y, de manera específica, se encontraban aquí con un hombre que había ya expresado intereses heréticos en aquel sombrero francés de tres picos muy popular en Europa (se decía que las tres puntas representaban la Trinidad cristiana). Enterándose de lo que se cocía a sus espaldas, Mahmud tuvo el buen sentido político de dejar de lado el tricornio sin decir una palabra. Al fin y al cabo, su intención era hacer a sus súbditos menos musulmanes, pero no más cristianos.
Mahmud estaba todavía dándole vueltas al asunto del tocado tradicional turco cuando el Gran Almirante regresó de Túnez con la respuesta. Entre sus regalos había una serie de sombreros de fieltro rojo, sin ala y con una borla. Mientras eran desempaquetados ante sus ojos, el sultán vio en ellos el compromiso al que, con un poco de persuasión, podría atraer a las autoridades religiosas más influyentes. Y, si bien estos feces no eran tan occidentales como él habría deseado, al menos sí supondrían una ruptura con el turbante.
En junio de 1826 se presentó un nuevo uniforme para las unidades más selectas del ejército otomano. Incluía un prototipo de fez. Dos días más tarde, los jenízaros se levantaron contra el sultán en apoyo del orden tradicional, pero, como vimos, fueron derrotados por las fuerzas leales a Mahmud en un solo día. El sultán puso en circulación el rumor de que los cadáveres de los jenízaros muertos se habían convertido en vampiros y acechaban por las noches en las calles de Constantinopla. Mientras las tumbas eran profanadas y estacas clavadas en los corazones de los antiguos soldados por aquellos súbditos más impresionables, Mahmud rogó por que las fuerzas reaccionarias no volvieran a molestarle.
Sin embargo, el sultán no tardaría en descubrir que unas cuantas estacas no bastarían para mantenerlas a raya. Su sugerencia de que el fez militar fuera modificado con el añadido de una visera para proteger a su portador del sol, se encontró con la desaprobación de las autoridades religiosas, que alegaban que dicho aditamento impediría que el fiel tocara el suelo con su cabeza cuando orase. En un intento de reforzar su posición, Mahmud se aseguró de que los recalcitrantes líderes religiosos fueran sentados de cara al sol en su siguiente audiencia imperial y los tuvo allí mucho más tiempo que el acostumbrado. Pero una simple insolación no iba a apartar a los mullahs de sus convicciones y, al final, un fez sin visera fue el que se introdujo en 1827.
El resultado fue que la infantería otomana fue a la batalla, no con un casco que les pudiera proteger la cabeza, sino con un sombrerito cuyo diseño original remedaba una alfombrilla de oración con salida de emergencia celestial en la forma de borla colgante. Y dado que no pocas veces el fez les impedía ver bien a sus enemigos, lo mejor era que rezaran. No es broma. Casi cien años más tarde, la insolación continuaba siendo un serio problema entre las tropas turcas en la batalla de Gallipoli.
Un verano a mitad de la década de los treinta del siglo XIX, Thomas Allom llegó a Constantinopla desde Inglaterra para dibujar y escribir. Allom describió la abolición del turbante como “la más desagradable acción de todas y una que ciertamente ha soliviantado los ánimos de los mahometanos hacia su soberano en un grado mayor que el de cualquier otro de sus importantes cambios”. Así de fuerte era el peso del Islam en la Turquía del siglo XIX, a pesar de Mahmud II, su madre, la eliminación de los jenízaros y el mobiliario francés. El Imperio gobernaba gran parte del mundo islámico en aquellos tiempos pero lo hacía por consentimiento de sus gobernados. El Sultán era considerado automáticamente como el Califa, el líder religioso de todos los musulmanes. De hecho, el símbolo islámico por antonomasia, la luna creciente, proviene, como vimos de la leyenda que cuenta cómo el macedonio Filipo vio frustrados sus intentos de conquistar Constantinopla (entonces Bizancio) en el 340 a.C. al ser detenidos por Hécate, diosa de la Luna, cuando se ocultó y negó la luz necesaria para el ataque nocturno. Incluso en aquellos lejanos orígenes se pueden vislumbrar dos ideas que continúan presentes en el Islam contemporáneo: la constante amenaza exterior del Occidente cristiano y la creencia en la protección divina.
Por ley, puedes tomar el sol en top less en las playas de este país del Oriente Medio casi exclusivamente musulmán. Pero no puedes llevar fez. Estas reflexiones llevan a confusas asociaciones donde se mezclan los pechos con los sombreros. Parece que pocas cosas forman parte de nuestro imaginario colectivo sobre los turcos de una manera tan contundente como los feces; y, al contrario, apenas se puede encontrar algo menos representativo de esta nación que los pechos al aire en una playa. ¿Estaba siendo una de ellas prohibida mientras la otra era permitida e incluso apoyada? ¿Se sentía Turquía más cómoda con los pechos al aire que con aquel sombrerito? Era como si la búsqueda de este país de su propia identidad –oriental u occidental, islámica o secular, tradicional o liberal- estuviera encapsulada entre estos dos objetos antagónicos. ¿Carne rosada o fieltro escarlata?
2 comentarios:
your blog is very nice
Todo el blog es muy interesante pero este artículo me parece fantàstico. A ver si escribes más :)
Publicar un comentario