span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: TROYA: El sueño de Schliemann. 2ª Parte

miércoles, 15 de abril de 2009

TROYA: El sueño de Schliemann. 2ª Parte


Rozando el medio siglo de vida, Schliemann era inmensamente rico. Y, según cuenta en sus notas autobiográficas, aburrido ya de una existencia que no le proporcionaba ninguna emoción, recuperó su sueño infantil. Llegó a Francia a principios de 1866 con la intención de establecerse en París y estudiar arqueología. Dicha decisión no le impidió viajar a Moscú en marzo de aquel año y viajar por Baviera y Suiza hasta mediados de octubre. Especuló con propiedades en la capital gala e hizo todavía más dinero. Acudió a la Sorbona, donde estudió lenguas asiáticas, sánscrito y egiptología además de filosofía griega y árabe, poesía clásica y literatura contemporánea francesa.

Dejó aparcados sus estudios y marchó en viaje de negocios a Estados Unidos, donde invirtió en ferrocarriles y compró tierras en Cuba. En su diario repleto de números y referencias comerciales, Schliemann alaba el espíritu emprendedor de los norteamericanos, aunque temía que la emancipación de los esclavos reduciría la productividad en un tercio. A finales de enero de 1868, volvía a sentarse en las aulas de la Sorbona, atender a clases en el Collège de France y a reuniones de sociedades científicas.

Durante un viaje de cuatro semanas a Roma, Nápoles y Pompeya así como a otros lugares ricos en restos de imperios pasados, Schliemann sintió despertar en él con fuerza la pasión arqueológica. Viajó a la península griega y a su vuelta a París escribió un libro, "Ítaca, el Peloponeso, Troya", que, a pesar de sus errores, atrajo el interés del mundo universitario. La teoría que el alemán proponía era innovadora: pretendía buscar la Troya homérica en la colina de Hissarlik en el entonces territorio del Imperio Otomano. Se llevaba excavando allí desde 1795, pero como no se había encontrado nada, los trabajos se habían trasladado algo más lejos, hacia la aldea turca de Bunarbashi. Schliemann demostró que aquello era un callejón sin salida. Fuera lo que fuese lo que los expertos creyeran, los escritores de la antigüedad no habían situado la ciudad greco-romana de Ilium –sucesora de la Troya de Homero- en Bunarbashi, cuya topografía no coincidía en absoluto con las descripciones que aparecían en La Ilíada.

Pero el propio Schliemann no estuvo convencido de ello desde el comienzo y, de hecho, al principio creía, como todos los demás, que se debía excavar en Bunarbashi. Comenzó a cambiar su opinión tras su encuentro con el norteamericano Frank Calvert, el hijo del vicecónsul americano en los Dardanelos y un arqueólogo amateur que poseía algunas tierras en Hissarlik. Había hecho algunas excavaciones bastante prometedoras y Schliemann, aunque mencionándolo en su libro, se reservó a sí mismo la parte del león, presentándose como el solitario luchador individualista, lúcido, valiente e intuitivo, enfrentado a la reaccionaria comunidad científica. Sería más correcto decir que el alemán, habiendo estado abierto a las ideas de otros hombres, forjó su propia teoría a través de la reflexión, numerosas lecturas y una nutrida correspondencia con Calvert.

Entusiasmado en el empeño de recuperar los escenarios de la literatura clásica, millonario y famoso, fue recibido por los atenienses con alborozo. Y entonces, Schliemann decidió casarse otra vez y tener una esposa griega. Pasó buena parte del año1869 en los Estados Unidos, país del que había conseguido la nacionalidad, y se trasladó a Indianápolis para aprovechar la legislación local referente al divorcio, que se consumó finalmente en junio. Y se dispuso a buscar esposa. Diseñó para tal propósito una estrategia insólita: puso un anuncio en los periódicos, afirmando que desposaría a aquella muchacha que supiera recitar de memoria, y sin duda ni fallo ninguno, la Ilíada en griego clásico. Se presentaron un buen puñado de ellas y escogió a una chica de diecisiete años de edad llamada Sofía, después de suspender a no pocas de ellas. La joven, que entonces tenía 17 años, era la sobrina de un viejo amigo y antiguo profesor de griego. El alemán nacionalizado americano soñaba con convertirse en el Pigmalión de su esposa, imbuyéndole el conocimiento que completara su belleza.

Tras pasar la luna de miel en Paris, los Schliemann regresaron a Atenas a principios de febrero de 1870. Allí les esperaba una decepción: el permiso oficial turco habilitándoles para comenzar las excavaciones en Hissarlik no se había materializado. Así que Heinrich se dispuso a pasar una temporada en las islas Cícladas, donde completó su adiestramiento como arqueólogo e incrementó sus conocimientos sobre la cultura y la vida clásicas. Por fin, Schliemann cruzó a Turquía y comenzó sus excavaciones en la colina de Hisarlik. Cuando inspeccionó la zona, entendió que el paisaje cuadraba a la perfección con las descripciones que Homero hacía en la Ilíada sobre “la ventosa Ilión”. Movió todas sus influencias políticas, gastó dinero en comprar las tierras de Hisarlik a sus propietarios y, en el otoño de 1871, dio el primer golpe de piqueta en tierra. Al tercer día de trabajo, en las ruinas de una casa, encontró una moneda con la siguiente inscripción: “Héctor de Troya”. Schliemann casi bailó de alegría, seguro de que la legendaria ciudad estaba enterrada bajo sus pies.

En los dos años siguientes, Troya, mejor dicho, las Troyas, fueron asomando de nuevo a la luz, la primera de ellas fechada entre los años 3000 y 2500 a.C. y la última, entre el 85 a.C. y el 600 d.C. El amateur Schliemann bautizaba a capricho cuanto encontraba y no era muy escrupuloso a la hora de desdeñar aquello que no le parecía de interés, incluso destruyéndolo. Por fortuna, junto a él trabajaba un arqueólogo profesional, Wilhelm Dörpfeld, que reconstruía con mimo cuanto su jefe arrasaba e iba datando las diversas capas de tierra y de ruinas, lo cual suponía una evolución en las técnicas arqueológicas. Así, se estableció, cosa en la que hoy todo el mundo está de acuerdo, que la Troya homérica, alzada sobre Hisarlik entre los años 1250 y 1180 a.C., aproximadamente, era la Troya VII. Mientras que en las ciudades anteriores y posteriores se apreciaba que los temblores de tierra habían sido la causa de su ruina, en los recintos de la VII se encontraron numerosas puntas de flecha, lanzas y esqueletos que presentaban heridas, como una mandíbula rota por un mandoble. En las piedras de las murallas se distinguían huellas de un gran incendio. La Ilión de Homero no era un lugar imaginario.

En la primavera de 1873, hacia las siete de la mañana, Schliemann y Sofía se sentaban junto a una de las zanjas en espera de que se reanudaran los trabajos. El sol asomó sobre las ruinas y algo brilló en la trinchera. De inmediato, Schliemann concedió a los obreros jornada de descanso, engañó al representante del gobierno turco encargado de vigilar las obras y, ya a solas, ayudado por su mujer, comenzó a excavar. Así encontró el mejor hallazgo de todos: una colección fabulosa de joyas de oro, plata y bronce, en la que se contaban, entre otros objetos, casi nueve mil pendientes, además de diademas, collares y vasos de oro. Schliemann decidió llamarlo el “Tesoro de Príamo”, sin reparar, como luego se ha demostrado, que el lugar donde se encontraron aquellas riquezas pertenecía a la Troya II, datada entre el 2500 y el 2300 a.C, muchos años antes de que reinara en la ciudad Príamo, el padre de Héctor.

La manera en que Schliemann se las arregló para trasladar el hallazgo a Grecia provocó un escándalo. Para evitar los engorrosos procedimientos legales, sobornó al gobierno turco ofreciéndoles 50.000 francos a cambio de que renunciaran a su derecho de propiedad sobre el tesoro, por lo que se convirtió en el dueño de las joyas. Meses más tarde, el tesoro estaba en el Museo de Berlín y Turquía aún sigue soñando con que algún día le sea devuelto. Las exposiciones tuvieron un éxito enorme aun cuando el bombardeo publicitario que orquestó el arqueólogo hizo sospechar a otros colegas de la autenticidad de los objetos. Pero eran reales, y en Inglaterra una serie de sociedades científicas invitaron a Schliemann a reunirse con sus miembros. El alemán convenció a todo el mundo.

Entre aventura y aventura, el matrimonio tuvo dos hijos, a los que bautizaron como Agamenón y Andrómaca. Schliemann se hizo construir una casa en Atenas, con vistas a la Acrópolis, una suntuosa mansión adornada con estatuas de héroes y de dioses. El matrimonio recibía a sus huéspedes vestidos con túnicas, al modo de los tiempos clásicos. Y hablaban con ellos en griego homérico.

Schliemann siguió excavando, esta vez en el Peloponeso, y encontró el palacio de Agamenón en Micenas, junto a muchos objetos de oro y varias máscaras mortuorias, a una de las cuales, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, bautizó como “Máscara de Agamenón”. Era un hombre de suerte: donde clavaba la piqueta encontraba un tesoro o despejaba seculares dudas históricas. Excavó también en Tirinto, no lejos de Micenas, y destruyó los bellos frescos aqueos, tomándolos por bizantinos. Por fortuna, sus ayudantes lograron reconstruirlos luego. Y también quiso hincar el pico en Cnosos, pero la resistencia de las autoridades le hizo desistir. La gloria de los palacios cretenses quedó para el inglés sir Arthur Evans

Siguió recorriendo el mundo en su afán por revivir el pasado: Ítaca y Orcómenos, en Beocia, con resultados poco espectaculares; las Termópilas y Maratón, también sin demasiado éxito; América Central y Cuba y por último Egipto. Su sueño era descubrir la tumba de Alejandro Magno en Alejandría, algo que no consiguió. Agasajado e invitado por toda Europa, Schliemann estaba en la cúspide de su fama. Él mismo admitió que de las inmensas rentas que percibía cada año de sus inversiones, se gastaba anualmente la mitad en sus investigaciones arqueológicas.

A él se debe el nacimiento de la arqueología “de investigación”, si bien a estas alturas comenzaba a darse cuenta de que su método y objetivo –casar los restos arqueológicos con los textos clásicos- tenía sus límites. Nunca dejó de ser una figura polémica. Celosos y resentidos por sus hallazgos, académicos y estudiosos atacaron sus orígenes y el poco ortodoxo sendero intelectual que había seguido. Para dar publicidad a sus descubrimientos, eligió no las revistas especializadas, sino las publicaciones más populares. Y los ataques que sufría a menudo eran más personales que profesionales: se cuestionó el origen de su fortuna, se habló de compras subrepticias y falsificaciones.

Es cierto, sin embargo, que Schliemann compró a periodistas y expertos para que escribieran en su favor. Esta ansia de fama y publicidad acabaría minando su prestigio de cara al público. En 1881, Adolf Furtwängler, prestigioso conservador de los museos de Berlín, emitió su veredicto condenatorio: “Schliemann goza de una gran fama aquí. Sin embargo sigue siendo una persona medio loca, un hombre de ideas confusas que no tiene ni idea del valor de sus descubrimientos”. El arqueólogo descubridor de Troya y Micenas jamás sería admitido en la Academia de Berlin, un honor que sólo se reservaba a universitarios. Pero para su resarcimiento, en julio de 1881, con gran pompa, se le nombró ciudadano honorario de Berlín.

Schliemann murió en 1890, en Nápoles, y sus restos, según sus deseos, fueron trasladados a Atenas, donde reposan en un pretencioso panteón de aire clásico. La fortuna que amasó a lo largo de su vida no fue suficiente para él. Dos cosas más le empujaban: el ansia de reconocimiento social y la sed de saber. Su trabajo expandió la visión que hasta ese momento se tenía de la historia del hombre en el Mediterráneo oriental. Antes de él, la Edad del Bronce era prácticamente inexistente. Su descubrimiento de la civilización micénica dio inicio al estudio de la protohistoria del Egeo.

A estas alturas el lector ya se habrá percatado de que el alemán era un personaje con grandes manchas en su biografía. Biografía que, por otra parte, él se encargó de manipular y reinventar de manera tan romántica como los poemas épicos que a él le apasionaban. Su relación con su primera esposa, su tacañería, su afán de gloria, su desprecio por los derechos de los gobiernos en los que realizaba sus hallazgos, son aspectos poco amables de su vida. Y aunque sus métodos de excavación han sido muy criticados por los daños que causaron, también es cierto que intentó mejorarlos contratando a expertos en la materia. Se dio cuenta también de que captar el interés del público por el mundo antiguo podía ayudar a financiar los trabajos de excavación. Así, su Atlas de las Antigüedades Troyanas fue uno de los primeros libros en reproducir fotografías y las exposiciones que realizó orientadas al público en general animaron el turismo y acabaron protegiendo los intereses económicos de los países propietarios de los yacimientos. Y ese turismo, a su vez, promueve nuevas vocaciones y pasiones. Después de todo, fue la propia visita de Schliemann a Pompeya la que encendió la chispa de su amor por el pasado.

Asombrosamente, Troya y su tesoro, después de tres mil años, siguen siendo fuente de historias dignas de ser recordadas. Al final de la II Guerra Mundial, las joyas troyanas, que se exhibían en Berlín, desaparecieron, y durante décadas se pensó que estaban en poder de algún jerarca nazi huido a Latinoamérica…

Un día de septiembre de 1987, Grigori Kozlov, que había sido nombrado recientemente conservador del nuevo Museo de Colecciones Privadas de Moscú –una rama del Museo Pushkin- recibió una petición de un colega que implicaba fotocopias de algunos documentos. En 1987 en la Unión Soviética, esto era una tarea formidable: las fotocopiadoras no eran comunes en el país y en el Museo Pushkin no contaban con ninguna. Pero Kozlov había trabajado en el Ministerio de Cultura y tenía amigos allí, así que pensó que podía hacer uso de sus contactos para conseguir una fotocopiadora.

Cuando Kozlov alcanzó la cuarta planta, donde se hallaba el Departamento de Artes Visuales, vio columnas de papeles y libros en completo desorden. Al principio creyó que había sucedido algún accidente hasta que encontró a un antiguo colega que se dirigía hacia él con otro montón de viejos documentos bajo sus brazos. Le contó que el jefe del Departamento de Museos había decidido hacer limpieza de morralla. Ya había echado al fuego toneladas de documentos y pidió a Kozlov que le echara una mano para trasladar una pila de ellos al sótano. Kozlov accedió y acompañó a su amigo hasta una puerta que fue abierta por una mujer llevando una bata blanca, mascarilla y guantes de goma además de un largo cuchillo en su mano. La habitación estaba tenuemente iluminada por un par de bombillas desnudas y la atmósfera aparecía opacada por el polvo. Otra mujer con el mismo vestuario estaba sentada junto a una mesa llena de papeles atados con cordeles. Tras cortar éstos, arrojaban los montones a una máquina trituradora.

La mujer les indicó dónde poner los montones. Kozlov vio entonces que una hoja de papel que había en el suelo llevaba el membrete del Museo Pushkin. La cogió y empezó a leer. Su corazón se aceleró ante lo que tenía delante. Su amigo tenía prisa y le dejó leyendo. Pidió permiso a las mujeres para revisar algunos de aquellos documentos. Había encontrado una palabra marcada en rotulador rojo en aquella hoja: “Restitución”.

Aquella palabra hacía referencia a la devolución a Alemania Oriental por parte de la Unión Soviética, en 1955, de las obras maestras que habían sido secuestradas por los rusos de la Galería Dresden a finales de la Segunda Guerra Mundial. El “rescate” de la Galería Dresden había sido uno de los eventos culturales más importantes de la Unión Soviética en aquella época y su restitución diez años más tarde se convirtió en una pieza importante de la política y las relaciones entre ambos países. ¿Podía aquel documento en aquella polvorienta habitación significar que todavía había obras de arte escondidas en los almacenes de la Unión Soviética? Kozlov comenzó a cortar febrilmente las cuerdas que ataban las pilas de documentos.

Media hora después, encontraba lo que estaba buscando: las actas de las negociaciones ruso-germanas para la devolución de los cuadros y los documentos referentes a su exposición en Moscú justo antes de dicha devolución. Y allí, entre aquellas gastadas hojas, había una titulada “Lista de las Más Importantes Piezas Artísticas depositadas en el Almacén Especial del Museo Pushkin”. Y otra hoja, titulada “Objetos Únicos del Tesoro Troyano”, estaba firmada por Nora Eliasberg, conservadora jefe del Museo Pushkin y datada en marzo de 1957. Kozlov había encontrado, por pura casualidad y a punto de ser destruidas, las pruebas de que el tesoro misteriosamente desaparecido de Berlín no había sido destruido ni robado por los nazis, sino ocultado en la Unión Soviética durante más de cuarenta años. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había llegado hasta allí?

En 1881, Schliemann había presentado el tesoro a la nación alemana para “su posesión perpetua y custodia inalienable” y los responsables del museo prometieron que exhibirían los objetos en Berlín para siempre. Y allí permanecieron, primero en el Museo Etnográfico y después en el Museo de Prehistoria e Historia Antigua. En 1939, cuando la guerra se hizo inminente, los responsables de los museos de Berlín recibieron órdenes de poner a cubierto las obras de arte. Todos los objetos fueron empaquetados y guardados en los sótanos. Aquellos hechos de metales preciosos y los considerados irreemplazables –incluido el tesoro de Troya-, fueron repartidos en tres cajas. Se hizo una lista inventario que se cosió a cada una de las cajas y a continuación se sellaron. En enero de 1941, la mayor parte de las exposiciones de los museos, incluyendo las tres cajas, fueron trasladadas a la cámara acorazada del Banco Prusiano para salvaguardarlas de los bombardeos. Más tarde en aquel año, fueron trasladadas otra vez a una de las nuevas torres fortificadas antiaéreas que los ingenieros de Albert Speer habían diseñado para proteger la capital del Reich. Dos de esas colosales construcciones, consideradas impenetrables, fueron designadas como almacenes para los tesoros culturales de Berlín.

Desde la torre situada en el zoo, la Luftwaffe dirigía la defensa de Berlín disparando ensordecedores cañones de 128 mm. Los objetos del museo fueron guardados allí hasta 1945, fecha en la que toda la zona circundante había sido reducida a la nada. El zoo había sido destruido y la mayoría de los animales habían muerto. Un equipo de veterinarios troceó los cuerpos de los elefantes para utilizarlos como sopa y carne y se dice que los hambrientos berlineses cocinaron colas de cocodrilo y salchichas de oso.

En febrero de 1945, los directores de los museos de Berlín recibieron la orden de evacuar todas las colecciones a una zona al oeste del Elba que había sido designada como área de ocupación americana y británica en el caso de que se produjera la rendición. Los alemanes no querían que sus tesoros cayeran en manos soviéticas. Pero los responsables de aquellas piezas se resistieron a acatar la orden: no veían seguro transportarlas por autopistas o vías férreas continuamente azotadas por los bombardeos. El mismo Hitler tuvo que pronunciarse al respecto para que la directriz fuera acatada.

El mariscal Georgi Zhukov, comandante supremo del Ejército Rojo y líder del asalto a Berlín, lanzó el ataque final el 16 de abril de 1945. Para entonces, la mayor parte de los tesoros artísticos habían abandonado la ciudad de camino a diversas minas de sal. Muchos terminaron en Merkers, donde fueron encontrados por el Tercer Ejército del general Patton. Varios miles de cajas llenas de cuadros, esculturas y piezas arqueológicas, fueron descubiertas en Grasleben por el Primer Ejército americano. Pero las tres cajas que contenían el oro de Troya tuvieron un destino diferente….

El Dr.Wilhelm Unverzagt, director del Museo de Prehistoria e Historia Antigua, como leal nazi, había obedecido las órdenes de Hitler y había enviado su colección fuera de Berlín. Excepto las tres valiosas cajas troyanas. No quería que abandonaran la ciudad y cuando el Ejército Rojo atacó la torre del zoo, permaneció con ellas, durmiendo incluso sobre las mismas. El ruido de la batalla era todavía más horrible debido a los lamentos y gritos de los heridos que habían sido alojados en un hospital de campaña en una habitación cercana. Los cadáveres y los miembros amputados se apilaban en los pasillos. Civiles aterrorizados se apiñaban en espacios tan reducidos que apenas se podían mover. La ciudad estaba en llamas.

El devoto Unverzagt permaneció en la torre incluso cuando todo el mundo ya se había marchado. El primero de mayo, el día siguiente al suicidio de Hitler, se produjo su rendición a los rusos. Los soldados rojos entraron en la torre, subiendo y bajando escaleras y registrándolo todo a la búsqueda de botín. Unverzagt aguantó en su puesto hasta que apareció un oficial. Le reveló la existencia del tesoro escondido en las cajas y pidió su ayuda. El oficial apostó guardias en la puerta de la habitación y unos días más tarde el coronel Nikolai Berzarin, el militar al mando de la ciudad de Berlín, llegó para inspeccionar la torre y asegurar a Unverzagt que las cajas serían llevadas a un lugar seguro. A finales de mayo, las tres cajas con el Tesoro de Príamo fueron cargadas en un camión Studebaker y llevadas a Moscú. Unverzagt nunca las volvió a ver.

Durante cuarenta años, el secreto constituyó un desafío para estudiosos y uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial hasta que un funcionario encontró por casualidad una hoja en el suelo de un sótano…



Y así fue transcurriendo la visita, deteniéndonos aquí y allá para escuchar nuevas explicaciones, desgraciadamente no tan detalladas como a algunos nos hubiera gustado.

- ¿Todavía se sigue excavando para encontrar nuevos restos?–preguntó una rolliza canadiense ya dando por sentada la respuesta.

- La verdad es que no mucho. En la actualidad los trabajos de excavación son residuales porque lo único que sacan a la luz son restos romanos y ya sabemos lo suficiente de esa época. Así que lo dejamos estar.

La expresión de la canadiense intentando asimilar desde su perspectiva de ciudadana de un país de trescientos años de historia que los restos de una civilización de hace 2.000 no resultaban interesantes, era merecedora de una fotografía.

El autobús que nos devolvería a Çanakkale dejó atrás una ciudad aparentemente muerta. Hace muchos siglos que los hombres la abandonaron y la olvidaron y tan solo poco menos de ciento cincuenta años desde que sus restos físicos se recuperaron para el patrimonio universal de nuestra especie. Pero en aquel largo lapso en el que Troya permaneció dormida bajo la colina de Hisarlik su nombre y el de los personajes que sellaron su destino, Aquiles, Héctor, Paris, Áyax, Andrómaca, Helena, Menelao, Odiseo, Néstor, Eneas... no sólo no se olvidaron, sino que permanecieron en el imaginario colectivo occidental inspirando a escritores, poetas, pintores y músicos.

En la historia de Troya los héroes pusieron su valor, su lanza y su leyenda, Homero su talento y poesía inmortal y Schilemann su fortuna y su excéntrico y apasionado romanticismo. Lo que queda en manos del resto de nosotros, humildes mortales, no es poco: honrar y conservar un mito que ha acompañado al hombre desde hace más de tres mil años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

he disfrutado mucho con la lectura.
Enhorabuena