Lo primero que se ve de Sri Lanka es, obviamente, su nombre. Pero incluso esto no es un asunto fácil. La isla que actualmente se conoce como Sri Lanka ha disfrutado de toda una serie de otras identidades con sus correspondientes nombres y seudónimos. Para el Príncipe Vijaya y los padres fundadores del país fue, en su idioma sánscrito, Tambapanni, nombre de la playa de color cobrizo de la costa occidental en la que desembarcaron por primera vez. Durante el reinado del emperador romano Claudio, un capitán que trabajaba para el recaudador de impuestos Annius Plocamus experimentó en su propio navío la fuerza de los vientos monzones. Fue arrastrado fuera de su ruta y arrojado a nuestra isla quince días después. Para él y sus contemporáneos latinos, el nombre Tambapanni era demasiado complicado de pronunciar y la llamaron Taprobane. El geógrafo Ptolomeo la consignó como Taprobanam en su mapa del siglo II d.C.
Los comerciantes árabes podrían haber explicado al marinero romano que si esperaba al cambio de dirección de los monzones podría haber regresado a Arabia o, si lo deseaba, al este de África. Ellos se confiaban a esos vientos para navegar desde sus puertos de origen hasta la isla que ellos conocían bien y que llamaban Serendib (“isla de joyas”). Este nombre es una corrupción del sánscrito Sinhaladvipa. Cosmas Indicopleustes, el autor bizantino de Topografía Cristiana, dio un nuevo giro a la palabra árabe para transformarla en Sielediba. Sin embargo, el novelista británico del siglo XVIII Horace Walpole se ciñó al original en su cuento de hadas “Los Tres Príncipes de Serendib” y usó el nombre para acuñar una nueva palabra en inglés, “serendipity”, que significa “descubrimiento feliz por accidente”.
Eduardo Barbosa, un capitán portugués que llegó a la isla en 1515, trató de convencer a sus compatriotas de que llamaran al lejano territorio Tennaserim, que en algún antiguo idioma hindú significaba “Tierra de delicias”, pero los portugueses ya habían adoptado el nombre de Celao, que provenía del chino Si-lan y, gracias a los viajeros medievales como Marco Polo, evolucionó hasta Seylan. Los holandeses utilizaron su propia versión, Zeilan, que se transformaría en nuestro Ceilán.
Pero, ¿y cómo llaman los cingaleses a su propio país?. Porque, al final, eso es lo que cuenta. Bueno, pues desde hace mucho tiempo, para ellos la tierra en la que moran es Lanka, el nombre del maléfico rey que, en el poema épico hindú Ramayana, secuestró a Sita, la hermosa mujer del príncipe Rama. En 1972 se adoptó oficialmente el nombre de Sri Lanka (“Sri” significa “sagrado” o “hermoso”). El nombre se complicó en 1978 al anteponer las palabras Prajathantrika Samajavadi Janarajayi (República Democrática Socialista). Para el extranjero, el resultado acaba siendo un trabalenguas de imposible pronunciación y/o memorización.
A menudo se describe a Sri Lanka como el pendiente de la India. Y es que, efectivamente, no sólo su forma y su situación geográfica nos traen esa imagen. Culturalmente, el legado indio está presente en todos los ámbitos: el lenguaje, la comida, las religiones... Sin embargo, la isla ha conseguido despegarse lo suficiente de su hermano mayor como para desarrollar características y personalidad únicas. Sri Lanka se convirtió en un reducto budista cuando esa religión experimentó un pronunciado declive en la India hace un milenio. Asimismo, se erigió como bastión de la cultura tamil a medida que los musulmanes iban ganando terreno al otro extremo del Estrecho de Palk.
En cuestión de paraísos remotos y de islas mágicas, Europa queda lejos y suele también mirar los mapas con soberbia ceguera o con profesional indiferencia. Incluso ya con la usual y enfermiza miopía de olvidadizo desdén. Sri Lanka, el antiguo Ceilán, parece con frecuencia borroso y perdido en alguna porción de mar no identificable. En otro tiempo, sin embargo, su presencia y su leyenda estaban mucho más próximas, como si aparecieran anudadas a las mágicas ceremonias lunares llamadas poya que hicieron mítica y famosa esa tierra festiva. Debió de ser probablemente una noche de luna llena cuando, hace ahora cuatrocientos años, Don Quijote o, por mejor decirlo, el escritor manco que se asomaba a su alma, soñó con conquistar aquel fabuloso reino de Taprobana, donde abundaban como guijarros las perlas y los diamantes...
Los comerciantes árabes podrían haber explicado al marinero romano que si esperaba al cambio de dirección de los monzones podría haber regresado a Arabia o, si lo deseaba, al este de África. Ellos se confiaban a esos vientos para navegar desde sus puertos de origen hasta la isla que ellos conocían bien y que llamaban Serendib (“isla de joyas”). Este nombre es una corrupción del sánscrito Sinhaladvipa. Cosmas Indicopleustes, el autor bizantino de Topografía Cristiana, dio un nuevo giro a la palabra árabe para transformarla en Sielediba. Sin embargo, el novelista británico del siglo XVIII Horace Walpole se ciñó al original en su cuento de hadas “Los Tres Príncipes de Serendib” y usó el nombre para acuñar una nueva palabra en inglés, “serendipity”, que significa “descubrimiento feliz por accidente”.
Eduardo Barbosa, un capitán portugués que llegó a la isla en 1515, trató de convencer a sus compatriotas de que llamaran al lejano territorio Tennaserim, que en algún antiguo idioma hindú significaba “Tierra de delicias”, pero los portugueses ya habían adoptado el nombre de Celao, que provenía del chino Si-lan y, gracias a los viajeros medievales como Marco Polo, evolucionó hasta Seylan. Los holandeses utilizaron su propia versión, Zeilan, que se transformaría en nuestro Ceilán.
Pero, ¿y cómo llaman los cingaleses a su propio país?. Porque, al final, eso es lo que cuenta. Bueno, pues desde hace mucho tiempo, para ellos la tierra en la que moran es Lanka, el nombre del maléfico rey que, en el poema épico hindú Ramayana, secuestró a Sita, la hermosa mujer del príncipe Rama. En 1972 se adoptó oficialmente el nombre de Sri Lanka (“Sri” significa “sagrado” o “hermoso”). El nombre se complicó en 1978 al anteponer las palabras Prajathantrika Samajavadi Janarajayi (República Democrática Socialista). Para el extranjero, el resultado acaba siendo un trabalenguas de imposible pronunciación y/o memorización.
A menudo se describe a Sri Lanka como el pendiente de la India. Y es que, efectivamente, no sólo su forma y su situación geográfica nos traen esa imagen. Culturalmente, el legado indio está presente en todos los ámbitos: el lenguaje, la comida, las religiones... Sin embargo, la isla ha conseguido despegarse lo suficiente de su hermano mayor como para desarrollar características y personalidad únicas. Sri Lanka se convirtió en un reducto budista cuando esa religión experimentó un pronunciado declive en la India hace un milenio. Asimismo, se erigió como bastión de la cultura tamil a medida que los musulmanes iban ganando terreno al otro extremo del Estrecho de Palk.
En cuestión de paraísos remotos y de islas mágicas, Europa queda lejos y suele también mirar los mapas con soberbia ceguera o con profesional indiferencia. Incluso ya con la usual y enfermiza miopía de olvidadizo desdén. Sri Lanka, el antiguo Ceilán, parece con frecuencia borroso y perdido en alguna porción de mar no identificable. En otro tiempo, sin embargo, su presencia y su leyenda estaban mucho más próximas, como si aparecieran anudadas a las mágicas ceremonias lunares llamadas poya que hicieron mítica y famosa esa tierra festiva. Debió de ser probablemente una noche de luna llena cuando, hace ahora cuatrocientos años, Don Quijote o, por mejor decirlo, el escritor manco que se asomaba a su alma, soñó con conquistar aquel fabuloso reino de Taprobana, donde abundaban como guijarros las perlas y los diamantes...
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