La mañana era espléndida, plena de luz mediterránea, y el mar, oscilando levemente bajo el efecto de la brisa, brillaba sereno en el embarcadero de Çanakkale, en el extremo asiático del estrecho de los Dardanelos. Era un perfecto día otoñal para visitar las cercanas ruinas de Troya, a pocos kilómetros de esa ciudad de relajado aire mediterráneo. Hay dos maneras de visitar el famoso yacimiento: con o sin recorrido guiado. Si se opta por la primera, como fue nuestro caso, uno deberá soportar grupos numerosos y un ritmo que no siempre se ajusta al propio. Si se elige la segunda, lo más probable es que, a menos que se sea un iniciado en los oscuros caminos de la arqueología, nos veamos incapaces de interpretar lo que estamos viendo -y en algunos casos no viendo-.
Esperaba poco de Troya. Dada la antigüedad de los restos y el carácter legendario de la historia, pensé que el plato que nos servirían los turcos sería algún cebo cazaturistas a medio camino entre la tomadura de pelo y el parque temático. Pero lo cierto es que fue bastante más interesante de lo que había imaginado, gracias sobre todo a las competentes explicaciones de la joven que ejercía de guía y cuyo padre había estado más de treinta años trabajando como arqueólogo en la mítica ciudad.
El grupo en el que nos vimos sumergidos estaba formado sobre todo por norteamericanos, australianos y algún neocelandés, éstos últimos no tanto interesados en la visita del emplazamiento del legendario conflicto narrado por Homero sino en su personal peregrinación a las tumbas de sus antepasados enterrados en el cercano campo de batalla de Gallipolli. Tras entrar en el recinto y aparcar el autobús en la amplia explanada habilitada para acomodar a miles de visitantes, nos reunimos con la guía junto al horrible caballo de madera que para disfrute de los más horteras se alza al comienzo del recorrido.
- La guerra de Troya comenzó con una disputa femenina- empezó la guía- Las tres principales diosas del Olimpo, Hera, esposa de Zeus; Palas Atenea, diosa de la sabiduría, y Afrodita, deidad del amor, discutían quién de ellas era la más bella y, por tanto, tenía derecho a quedarse con el premio establecido por Zeus, una manzana de oro. Harto del jaleo y la mala sangre que aquella situación estaba generando, el líder del Olimpo nombró un árbitro, Paris, que, aunque hijo de Príamo, rey de Troya, por alguna razón se hallaba ejerciendo de pastor en las montañas.
Las tres diosas no pensaban jugar limpio, claro. Cada una de ellas trató de sobornar al joven con los atributos que representaban. Hera le ofreció poder más allá de sus sueños, Atenea la sabiduría de los siglos y Afrodita, mejor conocedora de la naturaleza masculina, prometió entregarle la mujer más bella del mundo. Por supuesto, Paris no necesitó pensárselo mucho: entregó la manzana de oro a Afrodita. Ésta cumplió su promesa: hizo que Helena, esposa del rey Menelao, se enamorase de él. Ambos se fugaron -con el tesoro real- a Troya y el poderoso rey Agamenón, hermano del agraviado, levantó un ejército para recuperar a su cuñada y lavar el honor familiar.
La gente parecía encantada con esta poética versión de la Guerra de Troya. El grupo se deshizo durante cinco minutos para que los que quisieran pudieran trepar a la panza del feo caballo de madera y asomarse por la ventana que se abría en la panza, saludando al amigo o familiar que se encargaría de tomar la ineludible foto desde el exterior. Como suele suceder, la versión romántica del conflicto cantado por el poeta ciego de Esmirna, tan del agrado de los visitantes, no es más que eso: una fantasía que disfraza acontecimientos más mundanos que tienen que ver con el poder, el comercio, la expansión económica y el elemento común a todos ellos: la guerra.
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Esperaba poco de Troya. Dada la antigüedad de los restos y el carácter legendario de la historia, pensé que el plato que nos servirían los turcos sería algún cebo cazaturistas a medio camino entre la tomadura de pelo y el parque temático. Pero lo cierto es que fue bastante más interesante de lo que había imaginado, gracias sobre todo a las competentes explicaciones de la joven que ejercía de guía y cuyo padre había estado más de treinta años trabajando como arqueólogo en la mítica ciudad.
El grupo en el que nos vimos sumergidos estaba formado sobre todo por norteamericanos, australianos y algún neocelandés, éstos últimos no tanto interesados en la visita del emplazamiento del legendario conflicto narrado por Homero sino en su personal peregrinación a las tumbas de sus antepasados enterrados en el cercano campo de batalla de Gallipolli. Tras entrar en el recinto y aparcar el autobús en la amplia explanada habilitada para acomodar a miles de visitantes, nos reunimos con la guía junto al horrible caballo de madera que para disfrute de los más horteras se alza al comienzo del recorrido.
- La guerra de Troya comenzó con una disputa femenina- empezó la guía- Las tres principales diosas del Olimpo, Hera, esposa de Zeus; Palas Atenea, diosa de la sabiduría, y Afrodita, deidad del amor, discutían quién de ellas era la más bella y, por tanto, tenía derecho a quedarse con el premio establecido por Zeus, una manzana de oro. Harto del jaleo y la mala sangre que aquella situación estaba generando, el líder del Olimpo nombró un árbitro, Paris, que, aunque hijo de Príamo, rey de Troya, por alguna razón se hallaba ejerciendo de pastor en las montañas.
Las tres diosas no pensaban jugar limpio, claro. Cada una de ellas trató de sobornar al joven con los atributos que representaban. Hera le ofreció poder más allá de sus sueños, Atenea la sabiduría de los siglos y Afrodita, mejor conocedora de la naturaleza masculina, prometió entregarle la mujer más bella del mundo. Por supuesto, Paris no necesitó pensárselo mucho: entregó la manzana de oro a Afrodita. Ésta cumplió su promesa: hizo que Helena, esposa del rey Menelao, se enamorase de él. Ambos se fugaron -con el tesoro real- a Troya y el poderoso rey Agamenón, hermano del agraviado, levantó un ejército para recuperar a su cuñada y lavar el honor familiar.
La gente parecía encantada con esta poética versión de la Guerra de Troya. El grupo se deshizo durante cinco minutos para que los que quisieran pudieran trepar a la panza del feo caballo de madera y asomarse por la ventana que se abría en la panza, saludando al amigo o familiar que se encargaría de tomar la ineludible foto desde el exterior. Como suele suceder, la versión romántica del conflicto cantado por el poeta ciego de Esmirna, tan del agrado de los visitantes, no es más que eso: una fantasía que disfraza acontecimientos más mundanos que tienen que ver con el poder, el comercio, la expansión económica y el elemento común a todos ellos: la guerra.
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Los límites geográficos entre Asia y Europa son prácticamente inexistentes, puesto que ésta última no es sino una mera prolongación peninsular del inmenso continente asiático. Sin embargo, una cosa es el mapa físico y otra muy diferente el humano. Las diferencias culturales entre las civilizaciones de uno y otro continente han acabado en muchas ocasiones en guerra.
La península de los Balcanes es una de esas zonas de permanente roce; y otra es la línea marítima que une el Mediterráneo con el mar Negro. Entre ambos mares se abren los estrechos de los Dardanelos –conocidos en la Antigüedad con el nombre de Helesponto- y el Bósforo, dejando entre medias el mínimo ensanche del mar de Mármara, que los griegos llamaban la Propóntide. En algunos puntos la distancia que separa a los dos continentes es de apenas quinientos metros de agua, y en la ciudad de Estambul, la antigua Constantinopla, la más antigua todavía Bizancio, un puente sobre ese hilo de agua es el único lazo físico entre el mundo europeo y el asiático.
Una de las más antiguas tradiciones griegas, que se remonta a la época es la del viaje de Jasón y los Argonautas, quienes a bordo del barco del cual tomaron su nombre, el Argo, partieron desde Grecia en busca del Vellocino de Oro, una legendaria piel de cordero hecha de oro que se encontraba en la lejana Cólquide, custodiado por hechizos y bajo la protección de un reino cuya princesa era Medea. El viaje de ida y vuelta de Jasón y los suyos forma parte del canon de la literatura clásica y de nuestra tradición cultural más antigua. Sin embargo, ese relato tiene un trasfondo muy real que no es otro que la apertura de una ruta comercial que unía el Mediterráneo con las ricas tierras que bordeaban el mar Negro.
El alto valor estratégico de ese camino marítimo fue también conocido por otros pueblos además del griego; y uno de los principales, procedente de la orilla asiática, en la región de Anatolia o Asia Menor, fue el que estableció allí una ciudad que recibió el nombre de Ilión –por su rey fundador, Ilo- y a la que los griegos llamaron Troya. Así pues, el origen y la razón de ser de la ciudad no era otro que la riqueza que se derivaba del cobro de un impuesto de tránsito a los navíos que fueran o vinieran por el Helesponto. Podemos imaginar que los antiguos griegos no veían con simpatía el auge y poder de Troya, al fin y al cabo conseguidos gracias al dinero que sus comerciantes se veían obligados a pagar. El enfrentamiento era inevitable.
Hacia el año 1200 a. C. lo que hoy conocemos como Grecia estaba dividido en una serie de ciudades-estado que, aunque compartiendo la misma cultura, eran independientes entre sí. Las más importantes eran Esparta, gobernada por Menelao y Micenas y Argos, lideradas por Agamenón. Las ciudades, continuamente enfrentadas entre sí, decidieron poner fin a sus rencillas y aliarse contra los molestos troyanos. Nació así la Liga Aquea y su consecuencia fue la guerra de Troya, un asedio que según los historiadores no duró diez años, como apunta Homero, sino alrededor de uno, puesto que en aquella época un sitio prolongado estaba más allá de la capacidad organizativa de los ejércitos. La ciudad fue finalmente tomada y quemada y la consecuencia fue el surgimiento del gran poder naval y continental de los griegos sobre todo el Mediterráneo oriental y la apertura de las vías de comunicación hacia el mar Negro y del comercio hacia Asia. Ese poder iba a durar varios siglos y sólo se vería de nuevo seriamente amenazado cuando en Asia se instalara un nuevo y agresivo pueblo: los persas.
Cuatro siglos después de la guerra, hacia el año 850 a. C. los aqueos habían sido barridos de la historia por los invasores dorios. Estos no sólo conservaron la inestable y fragmentada organización política a base de ciudades-estado, sino un sustrato cultural que les sirvió para dotarse de un sentimiento nacional, de un pasado –aunque imaginario- común. Y es en ese contexto donde hay que encuadrar el poema épico de la Ilíada, atribuido de acuerdo con la tradición, a Homero, un poeta ambulante que recorría las ciudades griegas recitando sus versos a los nobles y grandes señores. Homero significa “el ciego” porque, también de acuerdo a la tradición, carecía de vista. Esto no supuso ningún impedimento a su arte, porque su prodigiosa memoria le permitía recitar miles de versos con una sensibilidad que tocó el alma de los griegos. Se dice que nació en Esmirna (aunque otras seis ciudades reclamaban tal privilegio) y que murió en la isla egea de Íos, donde fue enterrado. Heródoto pensaba que había vivido en el siglo IX a. C., aun cuando el estudio de los textos homéricos señala que su vida se pudo desarrollar en la segunda mitad del silgo VIII a. C. Para algunos autores, por el contrario, Homero ni siquiera existió y de haberlo hecho, era analfabeto, pues en su época aún no dominaban los griegos el arte de la escritura. Sea como fuere, el autor de la Ilíada realizó un trabajo de compilación de una tradición oral que se había mantenido viva durante siglos antes de recibir una estructura formal. En el siglo VI a. C., el tirano de Atenas Pisístrato ordenó la redacción de la Ilíada y de la Odisea, cuyos textos hubieron de estudiar y aprender los escolares de Atenas. De esa manera se convirtió Homero en el padre espiritual de los pequeños atenienses.
La península de los Balcanes es una de esas zonas de permanente roce; y otra es la línea marítima que une el Mediterráneo con el mar Negro. Entre ambos mares se abren los estrechos de los Dardanelos –conocidos en la Antigüedad con el nombre de Helesponto- y el Bósforo, dejando entre medias el mínimo ensanche del mar de Mármara, que los griegos llamaban la Propóntide. En algunos puntos la distancia que separa a los dos continentes es de apenas quinientos metros de agua, y en la ciudad de Estambul, la antigua Constantinopla, la más antigua todavía Bizancio, un puente sobre ese hilo de agua es el único lazo físico entre el mundo europeo y el asiático.
Una de las más antiguas tradiciones griegas, que se remonta a la época es la del viaje de Jasón y los Argonautas, quienes a bordo del barco del cual tomaron su nombre, el Argo, partieron desde Grecia en busca del Vellocino de Oro, una legendaria piel de cordero hecha de oro que se encontraba en la lejana Cólquide, custodiado por hechizos y bajo la protección de un reino cuya princesa era Medea. El viaje de ida y vuelta de Jasón y los suyos forma parte del canon de la literatura clásica y de nuestra tradición cultural más antigua. Sin embargo, ese relato tiene un trasfondo muy real que no es otro que la apertura de una ruta comercial que unía el Mediterráneo con las ricas tierras que bordeaban el mar Negro.
El alto valor estratégico de ese camino marítimo fue también conocido por otros pueblos además del griego; y uno de los principales, procedente de la orilla asiática, en la región de Anatolia o Asia Menor, fue el que estableció allí una ciudad que recibió el nombre de Ilión –por su rey fundador, Ilo- y a la que los griegos llamaron Troya. Así pues, el origen y la razón de ser de la ciudad no era otro que la riqueza que se derivaba del cobro de un impuesto de tránsito a los navíos que fueran o vinieran por el Helesponto. Podemos imaginar que los antiguos griegos no veían con simpatía el auge y poder de Troya, al fin y al cabo conseguidos gracias al dinero que sus comerciantes se veían obligados a pagar. El enfrentamiento era inevitable.
Hacia el año 1200 a. C. lo que hoy conocemos como Grecia estaba dividido en una serie de ciudades-estado que, aunque compartiendo la misma cultura, eran independientes entre sí. Las más importantes eran Esparta, gobernada por Menelao y Micenas y Argos, lideradas por Agamenón. Las ciudades, continuamente enfrentadas entre sí, decidieron poner fin a sus rencillas y aliarse contra los molestos troyanos. Nació así la Liga Aquea y su consecuencia fue la guerra de Troya, un asedio que según los historiadores no duró diez años, como apunta Homero, sino alrededor de uno, puesto que en aquella época un sitio prolongado estaba más allá de la capacidad organizativa de los ejércitos. La ciudad fue finalmente tomada y quemada y la consecuencia fue el surgimiento del gran poder naval y continental de los griegos sobre todo el Mediterráneo oriental y la apertura de las vías de comunicación hacia el mar Negro y del comercio hacia Asia. Ese poder iba a durar varios siglos y sólo se vería de nuevo seriamente amenazado cuando en Asia se instalara un nuevo y agresivo pueblo: los persas.
Cuatro siglos después de la guerra, hacia el año 850 a. C. los aqueos habían sido barridos de la historia por los invasores dorios. Estos no sólo conservaron la inestable y fragmentada organización política a base de ciudades-estado, sino un sustrato cultural que les sirvió para dotarse de un sentimiento nacional, de un pasado –aunque imaginario- común. Y es en ese contexto donde hay que encuadrar el poema épico de la Ilíada, atribuido de acuerdo con la tradición, a Homero, un poeta ambulante que recorría las ciudades griegas recitando sus versos a los nobles y grandes señores. Homero significa “el ciego” porque, también de acuerdo a la tradición, carecía de vista. Esto no supuso ningún impedimento a su arte, porque su prodigiosa memoria le permitía recitar miles de versos con una sensibilidad que tocó el alma de los griegos. Se dice que nació en Esmirna (aunque otras seis ciudades reclamaban tal privilegio) y que murió en la isla egea de Íos, donde fue enterrado. Heródoto pensaba que había vivido en el siglo IX a. C., aun cuando el estudio de los textos homéricos señala que su vida se pudo desarrollar en la segunda mitad del silgo VIII a. C. Para algunos autores, por el contrario, Homero ni siquiera existió y de haberlo hecho, era analfabeto, pues en su época aún no dominaban los griegos el arte de la escritura. Sea como fuere, el autor de la Ilíada realizó un trabajo de compilación de una tradición oral que se había mantenido viva durante siglos antes de recibir una estructura formal. En el siglo VI a. C., el tirano de Atenas Pisístrato ordenó la redacción de la Ilíada y de la Odisea, cuyos textos hubieron de estudiar y aprender los escolares de Atenas. De esa manera se convirtió Homero en el padre espiritual de los pequeños atenienses.
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En cualquier caso, la Ilíada de Homero no narra la guerra de Troya, sino sólo un episodio concreto acontecido diez años después de que ésta empezara al desembarcar los aqueos dirigidos por Agamenón, con la intención de rescatar a Helena. El conflicto narrado comienza con el enfrentamiento entre Agamenón y Aquiles, el más grande de los guerreros aqueos, a causa de una mujer capturada con el botín y que ambos codician. Aquiles, enfurecido, se retira a su tienda y decide no combatir más para el rey que le ha ofendido.
En el siguiente choque entre aqueos y troyanos, éstos salen de su ciudad encabezados por el príncipe Paris, que acaba huyendo acobardado ante la furia de Menelao, el esposo de Helena. Avergonzado por los reproches de su hermano y primer héroe de Troya, Héctor, Paris reta a Menelao a un combate singular con Helena como trofeo. Gane quien gane, los aqueos deberán dar media vuelta y regresar a sus ciudades.
El esposo deshonrado tenía todas las de ganar gracias a su mayor experiencia y fortaleza física pero Afrodita, la diosa beneficiada por la decisión del joven príncipe tiempo atrás, interviene y salva a Paris llevándolo al palacio de su padre en Troya. Se suceden las luchas, los duelos y las batallas. La lista de muertos, incluso entre los héroes, no para de crecer. La ausencia de Aquiles del campo de batalla inclina la balanza a favor de los troyanos.
Patroclo, amigo íntimo de Aquiles, le ruega que se una al ejército aqueo en la cada vez más desesperada lucha. El guerrero no cede, pero consiente en que Patroclo vista su armadura y, haciéndose pasar por él, dirija una nueva carga contra los troyanos. La treta da resultado. Propios y extraños creen que el gran Aquiles ha vuelto al combate y, con su moral restaurada, hacen retroceder al enemigo hasta las puertas Esceas de la ciudad. Pero he aquí que Héctor se enfrenta a Patroclo, matándolo en combate. La furia de Aquiles al enterarse de la muerte de su amigo es tal que jura destruir a Héctor, olvidando su orgullo y haciendo las paces con Agamenón.
El resultado de la batalla es favorable a los aqueos. Aquiles se enfrenta al príncipe troyano y lo atraviesa con su lanza, arrastrando luego el cadáver con su carro para finalmente llevarlo a su campamento y dejarlo expuesto a las fieras y las aves carroñeras. El anciano Príamo logra entrar en el campamento de los aqueos y suplica al héroe que le permita llevar a su hijo a la ciudad para poder celebrar un funeral adecuado, petición a la que Aquiles, conmovido, accede. La Ilíada termina precisamente con las exequias de Hector dentro de Troya
Probablemente, los turistas que alegremente se hacen fotos dentro y fuera del caballo de madera, el caballo de Troya, ignoran que en el relato de Homero no existe mención alguna. No sólo eso, sino que tampoco se dice nada del mismo en el otro gran poema épico del griego de Esmirna, la Odisea, protagonizada por Odiseo o Ulises, rey de la isla de Ítaca e inventor de la estratagema del caballo que permitió a los griegos conquistar Troya. ¿Cuál es el origen de ese mito?
Los historiadores que rechazan la verdad literal de la historia del caballo de madera han interpretado el relato de los escritores de la Antigüedad en formas diversas. Una es que el caballo fue una especie de torre de asedio o ariete que se empleó contra las murallas de Troya. Pero aunque hubo cercos en la Edad de Bronce, no hay pruebas de que se utilizaran máquinas de asalto. Otra teoría es que, puesto que Homero se refiere a los barcos como “caballos del mar”, el “caballo de madera” representa la flota griega.
Una posible explicación es que el caballo que los troyanos arrastraron al interior de sus murallas fuera un dramático símbolo de cómo los habitantes de la ciudad atrajeron la destrucción sobre sí mismos. Los egipcios tenían una historia sobre la oculta introducción en una ciudad de soldados metidos en sacos que los habitantes tomaron por regalos, y la historia del caballo de madera puede haber nacido de ésta. El caso es que desde el mismo momento en que apareció el poema –que, como hemos dicho, tuvo en un principio forma oral- los rapsodas o recitadores profesionales no cesaron de añadir nuevas anécdotas. El episodio del caballo apareció en textos posteriores al siglo VII a. C. Otros episodios muy conocidos de la leyenda, como la muerte de Aquiles a consecuencia de una flecha disparada por Paris a su talón, son también añadidos posteriores de época griega o romana. Según estos "apéndices", el destino final de Troya tras diez años de guerra fue el fuego y el saqueo, la matanza y sus mujeres repartidas entre los vencedores. Helena regresó con Menelao, Príamo murió en las llamas que devoraron su palacio, Ulises, en su regreso a casa, emprendió su particular Odisea; y Eneas logró escapar con su familia hasta llegar a unas tierras lejanas donde fundó una ciudad que, con el tiempo, sería conocida como Roma. Sea como fuere, la obra de Homero ha conseguido cabalgar a través de los siglos fascinando a todas las generaciones con una historia que es madre y raíz de todas las aventuras épicas que en Occidente fueron apareciendo con el transcurso del tiempo.
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Pero volvamos al mundo real, al polvo y la piedra que pisan nuestros pies en la colina Hisarlik, sobre la cual se edificaba la ciudad. Troya no fue una, sino muchas. Nada menos que nueve encarnaciones. Los hallazgos arqueológicos nos dicen que la ciudad fue destruida y reconstruida en muchas ocasiones antes de ser definitivamente abandonada. La Troya de Homero corresponde al nivel VIIa, esto es, seis ciudades vivieron y murieron sobre ella y si todavía pueden verse restos antiguos fue gracias a que los romanos enterraron muchas de las estructuras más antiguas para construir sobre ellas. Un sendero de tierra discurre entre arbolillos de ramas retorcidas por el viento que sopla con fuerza sobre la colina. A los lados se encuentran esparcidos en aparente desorden muros, cimientos, pedruscos, sillares corroídos por el tiempo y exiguos restos de edificaciones, todo ello no mejor conservado que lo que se puede encontrar en otras antiguas ciudades griegas y romanas de todo el Próximo Oriente. Pero, asombrosamente, uno de los testigos pétreos que se mantiene extrañamente íntegro son las Puertas Esceas, mencionadas en el poema homérico y a través de las cuales los héroes troyanos salían a combatir. Fue a los romanos a quienes les debemos su supervivencia ya que decidieron cubrir de tierra y piedra el perímetro y edificar encima un templo.
Desde uno de los extremos de la colina de Hisarlik la guía nos explica cómo se cree que estaba configurada originalmente. El mar queda hoy mucho más lejos de las murallas que en tiempos históricos y resulta difícil hacerse una idea precisa del perímetro de una ciudad que, además, fue alterando su forma con el pasar de los siglos. Dicen que unas colinas que se divisan desde el altozano pasan por ser las tumbas de Patroclo y Aquiles, aunque nadie ha emprendido la tarea de excavar en un túmulo de tierra en el que no se puede abrir un túnel sin que se venga abajo.
Troya es terreno de sueños, de leyendas, un lugar donde los románticos vienen a perseguir sus fantasmas, más imaginarios que reales. Quizá fue por aquel agujero en el muro por donde Eneas huyó de la matanza; es posible que por esta calleja caminara Paris mostrando a Helena su nuevo hogar; aquellas piedras pudieron formar parte un lejano día del palacio de Príamo, desde el que el rey contemplaba el choque de los ejércitos y los héroes... El poder pasear entre ruinas completadas por la fantasía se lo debemos a alguien cuya pasión por el poema de Homero, rozando la obsesión, sólo fue superada por su tenacidad a la hora de demostrar que Troya existió, quizá en otro tiempo, pero desde luego en nuestro mundo.
Nuestra guía mencionó de pasada algo sobre este novelesco personaje, Heinrich Schliemann, datos fríos como la fecha del descubrimiento de la ciudad o algunos de los tesoros que halló. Pero esos someros comentarios no hacían en absoluto justicia a la fascinante historia moderna de Troya y las tribulaciones por las que pasaron los objetos aquí encontrados. La biografía de Schliemann es, de hecho, tan fascinante como la de Aquiles: un hombre que superó una infancia difícil para convertirse, merced a su talento, esfuerzo y perseverancia, en un empresario inmensamente rico y un arqueólogo que se ganó el reconocimiento de todo el mundo.
El joven Schliemann había nacido en 1822 en Mecklenburgo, en el nordeste de Alemania, en el seno de una familia de escasos recursos económicos, hijo de un párroco protestante de dudosa reputación (todo el mundo conocía sus escarceos con una sirvienta y cómo se casó con otra al poco de morir su mujer de parto. De hecho, sus superiores le acabaron obligando a abandonar su ministerio). En su diario, Schliemann describe a su padre como un perro loco, un tirano, un personaje violento e hipócrita. Dejado al cuidado de su tío, el joven ingresó en una escuela donde cursó estudios durante tres años antes de abandonarla al tener que ponerse a trabajar como aprendiz para ayudar a sacar a su familia de las deudas que la asediaban. Cuando no escobaba y fregaba, vendía sardinas, mantequilla, azúcar, alcohol y aceite.
Fue en aquella dura infancia, trabajando en un comercio, cuando entró en la tienda un alemán borracho. El Schliemann niño le escuchó recitar de memoria versos de Homero en griego clásico. Según él mismo relató en sus memorias -y esto hay que tomarlo con mucho cuidado dado el carácter teatral y algo megalomaníaco del Schliemann adulto- aquella extraña lengua lo fascinó hasta tal punto que decidió aprenderla. Cuando por fin fue capaz de comprender los poemas épicos en su lengua original, decidió dedicar sus esfuerzos y recursos a encontrar los lugares que Homero menciona: Troya, Micenas, Ítaca...
Pero para eso aún quedaría un largo camino. En 1841 tuvo que dejar el trabajo al herirse mientras transportaba un pesado barril. Soñaba con marchar a Nueva York, pero su padre se oponía. Acabó aprendiendo contabilidad, alistándose en un mercante –que no le llevó más lejos de Ámsterdam- y entrando a trabajar en un almacén. Ya entonces era consciente de que el mundo está regido por aquellos que pueden manipular los números y las palabras y no tardó en ponerse manos a la obra. Empleó su tiempo libre en aprender idiomas y en el curso de unos cuantos meses era capaz de hablar inglés, francés, portugués e italiano.
En marzo de 1844, Schliemann fue empleado por una firma holandesa como chico de oficina. Su paga era minúscula, pero era un trabajador duro y su dedicación dio resultados. Empezó a estudiar ruso con la ayuda de una gramática y un diccionario. A finales de enero de 1846, la compañía lo envió como representante comercial a San Petersburgo. El joven tenía entonces 24 años y llevó a cabo con éxito su labor, cerrando además negocios a título particular relacionados con el índigo. Hasta tal punto fueron bien sus asuntos que llegó a inscribirse como comerciante particular. Su único punto negro fue un chasco sentimental: animado más por su mejora de estatus social que por su cuenta bancaria, pidió la mano de su amor juvenil, Minna. Era demasiado tarde: ella ya se había casado.
En 1850, Schliemann marchó a California, donde hizo varios negocios antes de regresar a San Petersburgo dos años después, donde se casó con Katerina Petrovna Lyshin, la hija de un abogado local. Fue un matrimonio infeliz que dejó tres hijos. La Guerra de Crimea (1854-1856) que enfrentó a Rusia y Turquía (aliada con Gran Bretaña y Francia) supuso la fortuna para Schliemann. Suministró alimentos, equipo militar y productos estratégicos (plomo, azufre…) a los ejércitos del zar. Al término de la contienda había doblado su fortuna.
Con Rusia de nuevo en paz y su porvenir asegurado, nuestro hombre se centró en sus estudios de griego. En pocos meses ya era capaz no solo de hablar griego moderno, sino que también se manejaba con soltura en el clásico y La Ilíada y La Odisea se convirtieron en textos familiares.
La crisis de 1857 pasó por su lado sin tocarle y, aunque tentado de liquidar sus intereses comerciales, decidió en cambio conservarlos y dedicarse a viajar. Se dirigió primero a Suecia y Dinamarca para continuar luego hacia el este mientras llevaba un diario en seis idiomas. Visitó Constantinopla, el Danubio, El Cairo, el Nilo, Jerusalén, Petra, Siria, Atenas, España… Tuvo que volver a retomar la actividad comercial –algo que hacía siempre personalmente, trabajando en el almacén y tratando con vendedores y compradores directamente-. Para entonces, no sólo el índigo figuraba en la lista de mercancías con las que trataba, sino que mercadeaba a gran escala con aceite, te y algodón –éste último especialmente rentable debido al bloqueo de los puertos del sur de Estados Unidos durante la Guerra Civil en ese país-.
Con su fortuna más que asegurada, se lanzó a viajar de nuevo en 1864. Durante seis meses recorrió la India, China y Japón para terminar en San Francisco. Este viaje –que resultó decisivo en su desarrollo intelectual- representó una doble ruptura: por un lado con el mundo de negocios ruso en el que había conseguido su posición económica y social; y, por otro, con su mujer, con quien la relación hacía ya tiempo se había deteriorado –de hecho, ella le odiaba y, según el propio Schliemann cuenta en una de sus cartas, tenía que violarla para que le diera hijos- Haciendo bueno el tópico de que todos los ricos son tacaños, Schliemann compró sólo billetes de segunda clase en los ferrocarriles indios, se quejaba si la comida no era de su gusto y regateaba las tarifas de los hoteles. (CONTINUA...)
En 1850, Schliemann marchó a California, donde hizo varios negocios antes de regresar a San Petersburgo dos años después, donde se casó con Katerina Petrovna Lyshin, la hija de un abogado local. Fue un matrimonio infeliz que dejó tres hijos. La Guerra de Crimea (1854-1856) que enfrentó a Rusia y Turquía (aliada con Gran Bretaña y Francia) supuso la fortuna para Schliemann. Suministró alimentos, equipo militar y productos estratégicos (plomo, azufre…) a los ejércitos del zar. Al término de la contienda había doblado su fortuna.
Con Rusia de nuevo en paz y su porvenir asegurado, nuestro hombre se centró en sus estudios de griego. En pocos meses ya era capaz no solo de hablar griego moderno, sino que también se manejaba con soltura en el clásico y La Ilíada y La Odisea se convirtieron en textos familiares.
La crisis de 1857 pasó por su lado sin tocarle y, aunque tentado de liquidar sus intereses comerciales, decidió en cambio conservarlos y dedicarse a viajar. Se dirigió primero a Suecia y Dinamarca para continuar luego hacia el este mientras llevaba un diario en seis idiomas. Visitó Constantinopla, el Danubio, El Cairo, el Nilo, Jerusalén, Petra, Siria, Atenas, España… Tuvo que volver a retomar la actividad comercial –algo que hacía siempre personalmente, trabajando en el almacén y tratando con vendedores y compradores directamente-. Para entonces, no sólo el índigo figuraba en la lista de mercancías con las que trataba, sino que mercadeaba a gran escala con aceite, te y algodón –éste último especialmente rentable debido al bloqueo de los puertos del sur de Estados Unidos durante la Guerra Civil en ese país-.
Con su fortuna más que asegurada, se lanzó a viajar de nuevo en 1864. Durante seis meses recorrió la India, China y Japón para terminar en San Francisco. Este viaje –que resultó decisivo en su desarrollo intelectual- representó una doble ruptura: por un lado con el mundo de negocios ruso en el que había conseguido su posición económica y social; y, por otro, con su mujer, con quien la relación hacía ya tiempo se había deteriorado –de hecho, ella le odiaba y, según el propio Schliemann cuenta en una de sus cartas, tenía que violarla para que le diera hijos- Haciendo bueno el tópico de que todos los ricos son tacaños, Schliemann compró sólo billetes de segunda clase en los ferrocarriles indios, se quejaba si la comida no era de su gusto y regateaba las tarifas de los hoteles. (CONTINUA...)
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