(Continúa de la anterior entrada)
Volvimos al hotel caminando bajo el intenso sol. A nuestra izquierda, en el sur, se vislumbraba una cadena de montañas, una alfombra fabulosamente intrincada de color té, que se extendía hacia las cumbres en pliegues delicados. Era el Kopet Dag –literalmente, “conjunto de montañas”- que alcanzaba más de tres mil metros de altitud y formaba la frontera entre Turkmenistán e Irán, entre los desiertos calinosos, llanos y monótonos de Asia Central, en el norte, y las impresionantes montañas y altiplanicies de Oriente Próximo, en el sur.
La amplia avenida de salida de la ciudad -a pocos kilómetros se encuentra la frontera con Irán- sólo soportaba el tráfico de un puñado de automóviles, Ladas soviéticos que expulsaban ruidosamente un denso humo. Aquella misma tarde vi un camión ruso cuya resistencia había llegado a su final tras años de mínimo o nulo mantenimiento, un clima duro y un uso ininterrumpido. Un grupo de obreros se esforzaba empujando el pesado cacharro ante la impávida mirada del soldado que montaba guardia cerca de uno de los edificios oficiales. Una oxidada máquina soviética, símbolo del pasado más reciente, sufriendo un colapso ante uno de los símbolos del joven país. Toda una metáfora.
En el hotel, aproveché para sentarme en la soleada terraza de mi habitación para disfrutar de la brisa que venía de las montaña. Encendí la televisión. No tardé en apagarla tras descubrir horrorizado que la programación estrella era una de las reuniones televisadas del consejo de ministros de Turkmenbashi. Niyazov las presidía con el aire de un maestro de escuela. Los ministros se ponían en pie nerviosamente cada vez que su líder les interpelaba. Si lo juzgaba oportuno, no dudaba en reprenderlos en público. Hacía poco, había expulsado a uno, gritándole amenazadoramente frente a las cámaras de la televisión: “¡Y jamás volverás a encontrar trabajo en este país!” (no pude evitar pensar lo refrescante que resultaría ver eso en nuestros canales de televisión con nuestros propios ministros). Últimamente, había decidido teñirse el pelo y hubo que sustituir de la noche a la mañana los más de 250.000 carteles que ocupaban todos los lugares estratégicos del país, incluidos carreteras, aeropuertos y ciudades. En algunos de ellos parecía un gordo y burlón Dean Martin; en otros, tenía el aspecto de un consejero delegado de mal carácter con una sonrisa desafiante. La más común, barbilla sobre su mano, con una engañosa e insincera sencillez, como un cantante de variedades. Tenía facciones italianas y algunas veces posaba con un montón de libros, como un insufrible escritor de gira promocional. Para muchos, ese hombre tenía todas las trazas de aspirar a formar parte del club del surrealismo mágico internacional, junto a Castro, Gadafi y compañía.
Era todavía pronto, así que decidí salir y darme otro paseo hasta el mercado. Descubrí otra sección, la que daba nombre al Mercado Ruso, compuesta de pequeños puestos alineados uno junto al otro formando estrechos pasillos, donde se vendían principalmente ropa, calzado, compact-discs, material escolar y algunos libros en ruso, principalmente religiosos. Los puestos estaban atendidos por rusos y era evidente, a tenor de la ropa que vendían, que sus clientes eran exclusivamente de esa etnia. Una situación difícil la de esta gente, apartados de los turkmenos no solamente por sus costumbres y raza sino por la decisión oficial de exaltar todo lo “turkmeno” y excluir lo ruso. El resultado ha sido un éxodo de población rusa desde la promulgación de la independencia, ya que, a todo lo dicho se suma el que cada vez es más difícil encontrar trabajo sin hablar turkmeno. El delirio nacionalista llega hasta el punto de que, si un extranjero quisiera casarse con una turkmena, por ejemplo, ¡está obligado a pagar un impuesto de 30.000 euros! La política de pureza racial y aislamiento alcanza límites enfermizos.
De vuelta al hotel, volví a detenerme en la horrible estatua "taurina" de la plaza, donde una chica turkmena se me acercó para preguntarme en perfecto inglés si quería que me hiciera una foto junto al horror parido por Turkmenbashi. Le respondí amablemente que no e intenté trabar conversación con ella, pero aparte de decirme que su inglés provenía de sus estudios en Estados Unidos, se mostró reacia a iniciar cualquier charla, alejándose rápidamente con un ojo puesto en los guardias de los alrededores. La juventud en Turkmenistán no lo tiene fácil. Esta chica, para estudiar fuera, debía disfrutar de contactos dentro de la administración. Tienes que sobornar a mucha gente para conseguir entrar en la universidad, pero sólo se les permite el acceso a los turkmenos. Un ruso, uzbeco o coreano no tienen la más mínima oportunidad. El Líder paralizó la enseñanza en los niveles básicos para la mayoría de la gente. Una vez un político extranjero le preguntó sobre esto y respondió: “La gente sin educación es más fácil de gobernar”.
El gobierno, paranoico hasta el final y heredero de algunas de las peores costumbres del régimen soviético, enviaba a sus jóvenes con becas a Estados Unidos para que cursaran allí sus estudios. Su vuelta estaba asegurada por cuanto las familias pasaban a ser rehenes no oficiales. A su vuelta, el gobierno los empleaba como funcionarios de diferente cualificación y entre sus tareas se encontraba el leer todos los emails que entraban y salían de los servidores del país y escuchar y leer conversaciones y correspondencia.
Turkmenbashi demostraba a cada momento con su estilo de gobierno que se acercaba más a las maneras de la mafia que a las de una democracia, con extorsiones, policía secreta, torturas, prohibición de la libertad de expresión… y así hasta hacer enrojecer a algunos dictadores que a su lado no son más que aprendices. Tan sólo sus familiares y los más allegados gozan aquí de privilegios, como su hijo, a quien regaló el lujoso hotel en el que estábamos alojados y que acabó apostando y perdiendo en el casino. El presidente, herido en su orgullo, lo recompró en un ataque de ira con sólo sabe él qué dinero. La población, amedrentada por tal concentración de poder, tan sólo podía continuar subsistiendo, obviando todo cuanto sucedía a su alrededor.
Aquella noche, antes de regresar al hotel, me quedé atónito ante otro de los horrores urbanos de aquel chiflado: en un parque, iluminado tenuemente, sobre una plataforma se alzaba lo que parecía ser una gran losa de unos 20 metros cuadrados en cuya parte frontal, en grandes letras, se leía Rukhnama, bajo un busto de perfil de nuestro ya viejo conocido Turkmenbashi. Pues bien, se trataba de una especie de monumento-libro que se abría en los días señalados y en cuyo interior se ocultaba una gran pantalla desde la que el líder arengaba y arrojaba sus plúmbeos discursos contra la multitud.
El Rukhnama es un pesado libro sobre historia personal, extrañas tradiciones turkmenas, genealogías, cultura nacional, sugerencias culinarias, propaganda soviética, fanfarronerías megalomaníacas, promesas enloquecidas y sus propias poesías, una de ellas comenzando como “”Oh, mi loca alma…”. El libro contiene más signos de exclamación que un anuncio de “¡hágase millonario en diez días!”, con el cual tiene mucho en común. Parece que lo consideraba como una especie de Corán, una guía personal para los turkmenos que, como diría Mark Twain, no era más que “cloroformo impreso”, un tostón insoportable.
En esta exposición confusa y ecléctica, Niyazov retrocedía 5.000 años (o eso decía) y afirmaba: “La historia turkmena puede ser rastreada hasta el Diluvio Universal”. Después de ese episodio, cuando las aguas se retiraron, el antepasado de los turkmenos, Oguz Khan, apareció. Los hijos y nietos de Oguz dieron lugar a los 24 clanes que existen en Turkmenistán. La figura de Oguz es una de las claves del Rukhnama: Niyazov nos explica cómo los turkmenos llamaron a la Vía Láctea, el Arco de Oguz, al río Amu Darya, el río Oguz; y a la constelación del carro u Osa Mayor, las estrellas de Oguz….
El subtítulo del Rukhnama (entonces llamado el Sagrado Rukhnama) podría ser “La Segunda Venida”, aunque su auténtico subtítulo es “Reflexiones sobre los valores espirituales de los Turkmenos”. Niyazov enfatiza que él es una especie de reencarnación de Oguz Khan, poderoso y sabio, y para probarlo ha bautizado ciudades y montañas, ríos y calles, con su nombre. Ha ordenado que el turkmeno sea escrito en caracteres latinos y afirmado que, como ha dedicado su vida a hacer de Turkmenistán una gran nación, debería ser su presidente por el resto de su vida.
Más tarde en el Rukhnama, se pone sentimental sobre su madre y las madres en general, lo que acaba convirtiéndose en un programa para venerar la maternidad. “La madre es un ser sagrado… Uno puede comprender el valor de lo sagrado sólo después de haberlo perdido” (él era huérfano). Después pasa a explicar que el padre proporciona soporte material, pero que la madre da amor.
“¡Sonríe!” era una orden de Turkmenbashi. Destacaba que los turkmenos debían sonreír. Escribió: “Como dice un antiguo dicho: “Nunca habrá arrugas en un rostro que sonríe”. Y después: “A menudo recuerdo a mi madre. Su sonrisa aún aparece ante mis ojos. La sonrisa es visible para mi incluso en la oscuridad de la noche, incluso aunque tenga mis ojos cerrados”. Una sonrisa es poderosa: “Una sonrisa puede hacer que un enemigo se convierta en un amigo. Cuando la muerte te mira a la cara, sonríele y puede que te deje libre”. Incluso la naturaleza sonreía: “La primavera es la sonrisa de la Tierra”. Incluso puede ser un lenguaje: “Sonreíros… Hablaos con sonrisas”.
Páginas y páginas de esto, la mayoría autolaudatorias. A su sonrisa debía Niyazov mucho de su éxito como líder nacional. “Esa sonrisa que heredé de mi madre es mi tesoro”. Esto era por lo que, quizá, la mayoría de los retratos de Niyazov por todos sitios en Turkmenistán lo mostraban sonriendo, aunque nunca parecía menos honesto y feliz que cuando lo hacía. Su sonrisa –y esto es igualmente cierto para todos los líderes políticos- era su más siniestra característica.
A la orden de Niyazov, su libro era estudiado en todas las escuelas de Turkmenistán. Se exigía un profundo conocimiento del mismo para entrar en la universidad y para progresar en el funcionariado. Aquellos oficiales de inmigración que atemorizaban a los recién llegados al país en el aeropuerto difícilmente comprendían los entresijos de lo que hacían, pero probablemente podrían haber citado: “Una sonrisa puede hacer que un enemigo se convierta en amigo”. También es cierto que nadie sonreía en el aeropuerto.
Una significativa omisión de todas las ediciones del libro (del que se imprimieron más de un millón de copias en más de treinta lenguas, incluyendo zulú y japonés) es cualquier mención al intento de asesinato que sufrió en 2002. En aquel año, en lo que pudo haber sido un golpe de Estado fallido, casi murió cuando le dispararon en su comitiva motorizada a través de la ciudad. Esto resultó en una ola de represión, los responsables y sus colaboradores fueron arrestados, ejecutados o encarcelados. Familias enteras fueron a parar a las cárceles y nunca se volvió a saber de ellos. Los rumores decían que habían sido sus propios ministros los que habían planificado el magnicidio y el plan hubiera sido secuestrarlo, tomarlo como rehén y deponerlo en lugar de matarlo.
¿Cómo es posible que no haya un movimiento de oposición, una resistencia que llame la atención del mundo sobre su causa? En primer lugar, claro, está el miedo. Un caso típico del que informaron fuentes extranjeras, fue el de Ogulsapar Muradova, 58 años, madre de dos hijas y reportera de Radio Free Europe. Fue arrestada, juzgada sin abogado en una sesión secreta y condenada a seis años de cárcel. En septiembre de 2006, un mes después de ser encerrada en Ashgabat, Muradova fue encontrada muerta en su celda (“herida en la cabeza”, dijeron los informes oficiales) y su cadáver devuelto a sus hijas.
Pero hay más que el simple temor. El disidente que se centra en valores universales como los derechos humanos requiere una sociedad urbana, y los turcomanos eran un pueblo nómada, tribal. Aún vestían ropas tradicionales y ni siquiera conocían los nombres de las calles; tal vez porque conocer los nombres de las calles requiere un razonamiento abstracto e impersonal que no se basa en los hábitos. Las personas que sabían distinguir una calle de otra eran por lo general empleados de hotel rusos, taxistas armenios, comerciantes azeríes… o sea, extranjeros urbanizados.
A Turkmenistán le acechaba la desintegración. No era ni siquiera una “nación fósil”, como la cercana Georgia. Con cuatro quintas partes de su territorio invadidas por el desierto, la población del país está compuesta exclusivamente por clanes de invasores nómadas: los tekke en el centro (a los que pertenecían Turkmenbashi y sus ministros), los ersri en el sureste y los yomuts en el norte y el oeste. Pero vale más el actual estancamiento que el caos.
Y, ciertamente, a pesar de la aparente fiebre inmobiliaria, había estancamiento. El canal de Karakum se estaba obstruyendo por acumulación de sedimentos, lo que ponía en peligro el abastecimiento de agua del país. Se había reducido la educación obligatoria. Se habían cerrado todos los hospitales fuera de Ashgabat, reemplazando a miles de profesionales de la salud por conscriptos del ejército y había ordenado a los médicos del país jurarle lealtad a él en lugar de realizar el juramento hipocrático. No se gastaba dinero en infraestructuras; a pesar del espectacular despliegue en edificios hipermodernos, muchas casas y carreteras se hallaban en estado ruinoso. Si uno abría un pequeño negocio, al momento acudía un enjambre de recaudadores de impuestos que exigían sobornos a cambio de autorizaciones. No se veían multitudes, tráfico ni vida callejera. Pero, en cambio, había casinos y nightclubs nuevos, llenos de extranjeros que trabajaban en la industria petrolera y de mujeres rusas. Estas últimas probablemente pretendían salir del país a través del matrimonio.
A pocos kilómetros se hallaba Irán, un país con una fuerte tradición monárquica. Los ayatolás constituían una autocracia organizada, evolucionada e impresionante comparada con la de Turkmenistán. En Irán la democracia –en su imperfecta forma- fue posible porque la sociedad iraní era ya una sociedad refinada y avanzada. En cambio, los turcomanos nunca conocieron una forma de gobierno. Era la tierra de la anarquía.
Históricamente, las monarquías han demostrado ser una forma relativamente estable y benigna de tiranía en regiones donde no había clase media para proveer de personal a las instituciones democráticas. Por eso en Asia Central, donde aún no existen clases medias, los kanes medievales como Turkmenbashi volvieron tras el colapso del comunismo. El fundamentalismo islámico de Teherán horroriza a los turcomanos y, por este motivo, aquí la influencia de Irán es limitada.
El Turkmenistán de Niyazov merecía otros nombres. Quizá Absurdistán; o Chifladistán, un enorme manicomio dirigido por su interno más desequilibrado. Su capital, una mezcla de Las Vegas y Pyongyang, era un ejemplo de lo que ocurre cuando el poder político, el dinero, el nacionalismo, el vacío tradicional y la enfermedad mental se combinan en una sola paranoia.
viernes, 11 de noviembre de 2011
Ashgabat: espejismo en el desierto (4)
Etiquetas:
Turkmenistan
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario