Poco ha quedado del mundo bizantino en Estambul, al menos en lo que a arquitectura se refiere. Un puñado de iglesias en su mayoría en pobre estado de conservación (con la llamativa excepción de Hagia Sofia), las famosas murallas de Constantinopla levantadas por Teodosio, el acueducto de Flavio Valente, algunos mosaicos y poco más… Ni una casa, ni un palacio… todo fue borrado o tapado por una alfombra otomana que no reconocía a Constantinopla, sus grandes emperadores, su arte o su religión como tradiciones propias.
Hay un pequeño reducto que ha conseguido llegar hasta nuestros días pasando desapercibido. Paradójicamente, es algo que ninguno de los monarcas bizantinos, obsesionados por el lujo, la pompa y la grandiosidad, pensaron que sobreviviera a los grandes templos o los impresionantes palacios construidos para durar hasta la eternidad: la hoy conocida como Basílica de la Cisterna.
El cobro de una entrada nada barata y la poca vistosidad del acceso -una simple construcción de piedra con una taquilla seguida de escaleras descendentes-, hace que no sean muchos los turistas que se aventuren en este refrescante oasis subterráneo en el que un bosque de antiguas columnas se pierden en la oscuridad, semisumergidas en una laguna que refleja la tenue iluminación hábilmente dispuesta para crear un ambiente atemporal, una especie de imagen que no hubiera desentonado en una película de fantasía.
Esta cisterna, la más grande de las sesenta construidas en Constantinopla jamás estuvo pensada para convertirse en uno de los símbolos de su gobierno imperial en la ciudad. Se terminó en pocos meses, en el año 532, empleando 336 columnas romanas procedentes de templos paganos de Anatolia, la mayoría de origen corintio y que yacían por doquier abandonadas tras los saqueos, los terremotos o la ausencia de creyentes. Ocupa un área de 10.000 metros cuadrados y tiene 8 metros de altura con una capacidad para 30 millones de litros. Su función original era evitar la vulnerabilidad que significaba para la ciudad depender durante un asedio del acueducto de Valente. Se utilizó hasta finales del siglo XIV como cisterna de agua y a mediados del siglo XIX se restauró después de ser usada como almacén de madera.
No era más que una obra de ingeniería, como hoy podría considerarse una subestación eléctrica o un colector de agua. No pretendió ser un monumento perdurable, un símbolo. Durante muchos años, ya antes de la conquista otomana de la ciudad, la cisterna fue olvidada, lo que probablemente la salvó de ser derruida para reutilizar sus materiales en nuevos trabajos de construcción. Toda la porquería y el cieno que cubría el depósito fue limpiado y hoy su exhibición puede ser considerada como un triunfo en la presentación de monumentos antiguos. Las hileras de antiguas columnas surgen de la oscuridad a medida que el visitante camina por las pasarelas de madera tendidas sobre el agua, envuelto en una penumbra poblada de ecos que hace que uno sienta que es la primera persona que descubre el lugar.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Basílica de la Cisterna: los sótanos de la historia
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