Si hay algún lugar sagrado para los turcos en Ankara es el lugar de reposo eterno del padre de la patria, el Anit Kabir. Edificado en lo alto de una colina preservada de la urbanización por extensos jardines y con accesos fuertemente custodiados, el mausoleo de Mustafá Kemal, "Atatürk" no puede por menos de sorprender. Arquitectónicamente es mediocre, el tipo de monumento funerario que le hubiera gustado a Hitler o Stalin, con ese aspecto tan austero como grandioso, de líneas rectas y sobrias, amplios espacios e intención intimidatoria. Una vía procesional jalonada por estatuas de leones, símbolo hitita del valor y la fuerza, conduce al visitante a un amplio patio embaldosado rodeado por alas porticadas. El mausoleo propiamente dicho se eleva sobre una plataforma que se salva con una larga escalinata, en lo alto de la cual soldados de las tres armas del ejército velan por la seguridad y solemnidad del lugar.
¿A quién se le prestan tales honores de héroe de la patria? ¿Un santo? ¿Un rey? Pues a ninguna de las dos cosas, sino todo lo contrario. Pero antes hemos de remontarnos algo en el tiempo.
A comienzos del siglo XX, el Imperio Otomano agonizaba. La organización militar del gobierno, el sistema de propiedad y la influencia conservadora del Islam habían provocado severos retrasos en los ámbitos social, militar, científico y económico, retrasos que no habían podido recuperarse con las reformas comenzadas y nunca culminadas por varios sultanes. A todo ello se unía el derrumbe del sistema multicultural que había permitido convivir -juntos pero sin mezclarse- a diferentes comunidades étnicas. Los nacionalismos griego, armenio, árabe, albanés, rumano o serbio, entre otros, deshicieron la unidad política.
A río revuelto, ganancia de pescadores. Eso es lo que pensaron las potencias europeas (Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y Rusia), que esperaban con los ojos puestos en un posible reparto de las sobras. Utilizando la religión como excusa, declararon que era su obligación proteger a católicos y protestantes del caos y la anarquía, asegurándose así de interferir en los asuntos turcos. Contemplando la debacle, un grupo de turcos pertenecientes a la elite de la sociedad se agruparon en sociedades secretas cuyo objetivo era derrocar al sultán. En 1908, ese movimiento, conocido como Jóvenes Turcos ya contaba con suficiente poder como para obligar a reinstaurar la constitución.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano cometió un error fatal: aliarse con Alemania y las potencias centrales. Durante esos años, aunque el sultán aún ocupaba el trono, el imperio estaba gobernado por tres miembros de los Jóvenes Turcos bajo la forma del Comité de Unión y Progreso. Puede que por fin instauraran una autoridad fuerte en el vasto imperio, pero sus políticas violentas y genocidas empeoraron aún más la situación. Fue entonces, entre 1915 y 1923 cuando tuvieron lugar las masacres de armenios en el este.
Con la derrota de las potencias centrales en el conflicto mundial, el imperio otomano se colapsó. Estambul y zonas de Anatolia fueron ocupadas por los ejércitos europeos y el sultán se convirtió en una marioneta de los vencedores. Desde el principio de la contienda los aliados habían estado planeando el desmembramiento del imperio e incluso prometiendo trozos del mismo a diferentes pueblos y facciones con el fin de ganarse su apoyo en la guerra, desde los judíos hasta los árabes pasando por los armenios. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir: se encontraron con más promesas que territorios y decidieron partir Anatolia para satisfacer las ambiciones de los diferentes aliados. Se trataba de repartirse el pastel entre los cristianos, dejando a los musulmanes arrinconados en Anatolia, una región árida y sin acceso al mar.
Las cosas se presentaban mal para los turcos habida cuenta de que sus ejércitos se habían disuelto y que los aliados habían asumido el control del país. Pero entonces, una catástrofe dio la vuelta a la tortilla.
Desde su independencia en 1830, los helenos habían acariciado la idea de la Gran Grecia, un nuevo imperio que incluyera todas las tierras que un día habían estado bajo dominio griego (en realidad, la refundación del Imperio Bizantino). Durante la Primera Guerra Mundial, los aliados habían ofrecido a Grecia la ciudad de Esmirna (hoy rebautizada como Izmir) y el 15 de mayo de 1919, los griegos desembarcaron en esa ciudad de la costa turca. Para los turcos aquello fue la gota que colmó el vaso: sus antiguos súbditos capturando una ciudad otomana y avanzando hacia el interior a gran velocidad. Incluso antes de la invasión griega, Mustafa Kemal, el oficial que había dirigido con éxito las tropas turcas en la campaña de Gallipolli, ya había decidido que un nuevo gobierno debía reemplazar al sultán y había organizado una resistencia armada. La invasión griega fue sólo el revulsivo necesario para atraer al pueblo hacia sus planteamientos.
La guerra turca de independencia se prolongó de 1920 a 1922. En septiembre de 1921 los griegos casi habían llegado a Ankara, el cuartel general nacionalista, pero los turcos consiguieron hacerles frente en campo abierto en Sakarya y mantenerlos a raya. Un año después dio inicio la contraofensiva, empujando a los griegos de vuelta a Esmirna y expulsándolos de Anatolia en septiembre de 1922.
La victoria sobre los griegos confirmó a Mustafa Kemal como héroe nacional. Tenía las riendas del país en sus manos. El sultanato y el imperio otomano fueron abolidos y se estableció una República en Anatolia y Tracia oriental. Los humillantes tratados firmados tras la Guerra Mundial fueron renegociados y por el tratado de Lausana (1923) Turquía abandonaba sus reclamaciones sobre territorios en los que no hubiera mayoría de turcos a cambio de recobrar un par de islas y Tracia oriental, en la orilla europea del estrecho del Bósforo.
Se produjo entonces una limpieza étnica organizada: los turcos de Grecia fueron expulsados de ese país, y los griegos de Turquía fueron privados de sus propiedades y enviados a Grecia. Los libros a menudo despachan esta cuestión en cuatro líneas sin dar idea de la tragedia humana que supuso y que hoy parece haberse olvidado. Durante los meses subsiguientes a la ocupación de Esmirna por los turcos, más de 800.000 griegos regresaron a “su” país, un país del que no sabían nada, cuyo idioma difería tremendamente del suyo y sin llevar consigo más que lo que podían acarrear. Cargamento tras cargamento, llegaban apiñados en las cubiertas y las bodegas de los barcos, muchos de ellos desnudos y famélicos. Algunos llevaban aún entre sus brazos los cuerpos de criaturas muertas que no habían podido sepultar. Con ellos llegaron los gérmenes del tifus y la viruela. Destrozados por la guerra, en la ruina total, debilitados por la falta de comida y diezmados por la carencia de medicinas, eran recibidos por Grecia. En los presurosamente improvisados campos de refugiados morían como moscas. En las afueras de Atenas, del Pireo y de Salónica, una multitud informe yacía congelándose en medio del frío del invierno griego. Finalmente, el desastre humanitario fue solucionado gracias a un esfuerzo conjunto de varias naciones que acudieron en ayuda de los refugiados.
Mientras tanto, en Turquía, Mustafá Kemal, rebautizado Ataturk (“padre de los turcos"), proclamó la república en 1923 y emprendió una serie de reformas que cambiaría la historia de su país de un modo radical.
A cada lado de la gran entrada a su mausoleo hay colgados dos paneles de piedra pulida en los que están inscritos extractos del discurso que Ataturk dio con ocasión del aniversario de la República en 1932. Las masivas puertas son de cobre, es necesario descubrirse y adoptar una actitud de profundo respeto a tenor de las severas miradas de los soldados y el ambiente reinante de solemnidad. Dentro del mausoleo continúa una austeridad de diseño que choca con la riqueza de los materiales: mármoles policromados de tonos oscuros cubren los suelos, los altos techos los soportan vigas doradas y los muros son de granito. Varias personas limpian y abrillantan continuamente los suelos. Grandes candelabros proporcionan un leve resplandor. La tumba se halla al fondo, un sepulcro de soldado, un sarcófago de mármol sin decoración alguna. Se alza sobre un pedestal tras el cual se abre un enorme ventanal que ilumina la estancia. Las dimensiones del recinto permiten a las aves entrar y salir del lugar a voluntad.
Todo el lugar irradiaba un sentimiento de reverencia abrumador. Un numeroso grupo de alumnos de instituto, todos uniformados con camisas escarlata, formaban al estilo militar al pie de la escalinata esperando su turno para rendir homenaje al fallecido líder. Por delante de ellos, una delegación diplomática de rusos escoltados por sus fornidos guardaespaldas y militares turcos, depositaban una corona de flores a los pies de la tumba, poniéndose firmes a continuación mientras sonaba el himno de la patria. A lo largo de la mañana, un número inmenso de gente desfiló por aquí. Cuando volví al lugar al día siguiente la afluencia de visitantes, todos turcos, era la misma. Abundaban los grupos de escolares acompañados por sus profesores, una especie de peregrinación institucionalizada que todo turco parecía tener que realizar, el equivalente laico a la peregrinación a la Meca. Y es que, efectivamente, todo tenía un aire religioso que no estoy seguro que el laico Atatúrk hubiera aprobado.
Los subterráneos de las alas porticadas albergaban un extenso museo en el que se guardaban los objetos personales de Atatürk, desde los inevitables uniformes y condecoraciones hasta un primitivo equipo de fitness, objetos de aseo personal, pijamas, chisteras, su biblioteca completa -muy extensa y con numerosos volúmenes en francés- e incluso su perro favorito disecado. Una vitrina iluminada mostraba una figura de cera muy bien conseguida del personaje. No muy alto, ya envejecido pero con un aspecto orgulloso y vestido con frac, casi se podía sentir el magnetismo de aquel turco poco convencional, de penetrantes ojos azules enmarcados por unas cejas que resaltaban aún más la mirada. Quizá fue su poco convencional aspecto lo que en parte podría explicar la fascinación que ejerce aún hoy sobre su pueblo.
Recorrí a continuación una serie de salas en las que básicamente se exponían grandes cuadros de calidad variable y con más interés mitificador que estético, en los que se ilustraba la lucha de Turquía por su independencia.
Grandes dioramas que mezclaban pinturas con modelos y maniquíes a escala natural reproducían episodios gloriosos de la Primera Guerra Mundial. Allí, Ataturk aparecía en lo alto de una colina, rodeado por sus generales como Jesucristo de sus apóstoles, mientras sus soldados daban muestras de heroísmo sin límite e insólita humanidad, rescatando a soldados enemigos australianos y transportándolos sobre sus hombros para ponerlos a salvo. Las mujeres, jóvenes y ancianas, acarreaban cestas de tierra para construir parapetos... todo ello ambientado con una atronadora música patriótica punteada por cañonazos y disparos. Atatürk y sus generales, Atatürk saliendo de la Asamblea Nacional en loor de multitudes, el pueblo turco (con profusión de mujeres) entregando alegre y desinteresadamente contribuciones en especie al esfuerzo de guerra... un lienzo del gran hombre dominaba el final de un pasillo, un retrato de 4 metros de altura flanqueado por banderas. La delegación soviética recorría las salas acompañada de un intérprete. Todos aquellos rusos tenían edad suficiente como para que aquel culto a la personalidad, deformación histórica y exaltación patriótica les resultara familiar.
Pensé que por mucho que Turquía quiera ofrecer una imagen de país moderno y preparado para ingresar en el club europeo, aquella muestra de culto ciego a la personalidad tenía más en común con las tiranías del Próximo y Medio Oriente que con una aséptica democracia parlamentaria. Ese mismo despliegue publicitario se puede ver en Siria con Asad y su prole, o en el Iraq de la preguerra con el omnipresente Sadam Hussein; o en Irán y su ceñudo Jomeini. Esta alabanza del poder, del líder, tiene también conexiones con las dictaduras comunistas y, en cualquier caso, no es un signo de flexibilidad librepensadora. Es cierto que el amor a la patria une al país y le da una base común pero, al mismo tiempo, sirve de excusa para acallar cualquier crítica, cualquier revisión histórica. Ello es especialmente sangrante en el caso del genocidio armenio o, ya puestos, en la limpieza étnica de griegos tras la Primera Guerra Mundial.
(Continúa en la siguiente entrada)
viernes, 13 de abril de 2012
ANIT KABIR: El mausoleo sagrado de un héroe laico (1)
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