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domingo, 20 de diciembre de 2009

Uluru: el corazón rojo de Australia (1)


Después de llegar al corazón de Australia, ese espacio en blanco del centro del mapa, donde no figuran nombres que señalen accidentes geográficos ni mucho menos pueblos o ciudades, se encuentra uno con un resort de lujo. El becerro de oro del turismo seduce a todos y no perdona a nadie.

Como cualquier asentamiento construido con un fin concreto, Ayers Rock Resort (llamado también Yulara), levantado a un coste de 250 millones de dólares, posee una cierta esterilidad prefabricada, pero no es la monstruosidad que podría haber sido. El complejo está a unos sesenta discretos y respetables kilómetros de la Roca, suficiente para no interferir en el entorno de aquélla. Las primeras instalaciones turísticas en este lugar se levantaron de cualquier forma a escasa distancia de Uluru. Como el número de visitantes no cesaba de crecer, pronto resultó obvio que la ampliación del complejo afectaría a la formación natural y al equilibrio ecológico de sus alrededores. Así que se instaló el nuevo resort que, aunque más alejado, ofrece vistas sobre la Roca.

Consiste en una carretera circular a lo largo de la cual se han construido una serie de alojamientos de todas las categorías, desde campings a hoteles de lujo. Hasta hace unos cuantos años, el complejo era gestionado por el Gobierno del Territorio del Norte que, como suele ser la norma entre las administraciones públicas, se las arreglaba para perder dinero de forma inexplicable. Desde que fue traspasado a una compañía privada y tras realizar varios cambios, las cosas han mejorado bastante. Su "shopping center” es una especie de gran escaparate. De qué, no estoy muy seguro, pero parece una especie de pabellón diseñado para una expo que nunca llegó a desmantelarse. La arquitectura tiene cierto aire ochentero y el césped es tan verde que, a pesar de ser auténtico, parece falso. Lo mejor del lugar es que ninguna de las construcciones se alza a más de dos pisos de altura, por lo que el complejo no resulta visible desde los alrededores y no arruina el paisaje. Ahora bien, lo que pueda tener de agradable la sombra de su carpa y de atractivos los artículos de sus tiendas, lo tiene de caro.

Con todo, en mitad de un desierto feroz, aquello es un oasis desde el que poder abordar la exploración de una de las maravillas de Australia. Y, desde luego, aquí se encargan de que no falten opciones: puedes conducir alrededor de Uluru y verlo por tu cuenta; pagar 100 dólares (australianos) y seguir las explicaciones de un guía/ranger durante un par de horas –comida no incluida-; pagar 140 dólares para hacer lo mismo pero con dos guías y tres horas –incluye un sándwich-; pagar una cantidad indecente de dinero por sobrevolar la Roca en helicóptero o avioneta –incluye, gratis, riesgo de accidente-; pagar una cantidad aún más absurda por conducir alrededor de la Roca en una auténtica Harley-Davidson; o, ya puestos y tirándolo todo por la ventana, puedes beber champagne mientras flotas grácilmente en globo sobre la Roca al amanecer. En resumen: pagar.

El nuevo Uluru-Kata Tjuta Cultural Centre, situado en la carretera de acceso un kilómetro antes de La Roca, fue abierto en 1995 para celebrar el décimo aniversario de la entrega de Uluru a sus dueños tradicionales. El centro, construido a base de madera y barro, totalmente integrado en el paisaje y respetando las formas y colores de la región, también alberga un café, una tienda de recuerdos y una galería. Oculto por biombos de cañizo dispuestos hábilmente, el edificio no se ve desde la carretera de circunvalación de Uluru hasta que uno se da de bruces con la puerta de entrada. El diseño impresionantemente innovador no oculta el hecho de que estamos contemplando un entorno muy suavizado de vida aborigen, esterilizado, limpio y con aire acondicionado.

El primer europeo que vio la Roca fue el explorador Ernest Giles, en 1872, pero fue otro aventurero, William Gosse, quien al año siguiente subió a la cima con su guía afgano y completó la primera ascensión demostrada de un europeo. Fue Gosse quien la llamó Ayers Rock, tomando el apellido del entonces gobernador de Australia del Sur, Henry Ayers. Con el asentamiento blanco en el centro de Australia vino el traslado forzoso de sus ocupantes de sus tierras tradicionales, simplemente para permitir que el ganado de los pastores blancos estropeara sin inconvenientes el frágil medio ambiente del desierto.

En 1904 llegaron los geólogos y geógrafos para medirlo y estudiarlo. Entre 1931 y 1946 sólo lo visitaron 24 personas. Bien entrados los años cincuenta, Ayers Rock era inaccesible a todo el mundo excepto a los más devotos excursionistas. En 1958, el parque nacional fue separado de lo que entonces era la Petermann Aboriginal Reserve, pero más tarde, en 1985, se devolvió ampliado a los grupos Yankunytjatjara y Pitjantjatjara después de una batalla legal de diez años. Rebautizado como Uluru, el lugar no cambió mucho en un principio bajo la dirección aborigen y el turismo continuó sin cambios. Sin embargo, desde entonces, la influencia de los gestores aborígenes ha ido permeando los diferentes aspectos del parque. La comunidad aborigen recibe el 20% de cada entrada al parque, además de una cuota anual de 75.000 dólares por los derechos.

A finales de los años cincuenta no se alcanzaron siquiera los 3.000 visitantes. En 1967 ya eran 19.000 y en 1980 la cifra se había disparado hasta los 80.000 anuales. Actualmente, el parque da cobijo a 300.000 turistas cada año, y la cifra no para de crecer. Incluso tiene aeropuerto propio, y Yulara se convierte en la tercera población más grande del territorio en temporada alta.
El Centro Cultural es también un acercamiento a la vida de las tribus aborígenes que habitan este lugar desde hace milenios. Extendernos sobre la llegada del hombre a Australia, un misterio aún sin resolver, y su desarrollo y adaptación a los diferentes ecosistemas de la isla-continente sobrepasa el propósito de este artículo, por lo que me centraré en la relación de los aborígenes con este lugar. Me limitaré a señalar, para que nos podamos hacer una idea del período de tiempo con el que estamos tratando, que los aborígenes podrían haber llegado hace unos 60.000 años. A esta escala, el período total de ocupación de Australia por los europeos representa un 0,3% del total. En otras palabras, durante el 99,7% del tiempo a partir de su llegada, los aborígenes tuvieron Australia para ellos solos. Están allí desde hace un tiempo que se nos hace difícil asimilar.

Uluru y el gigantesco desierto que lo rodea están relacionados con una mitología que busca unir a sus creyentes con el pasado además de proporcionarles una guía para la vida. Las tribus aborígenes creen en un pasado mítico al que conocen como Tiempo del Sueño, una lejana era durante la que los Ancestros, grandes seres con forma de animales y personalidad y comportamiento humanos, vagaban por la tierra creando, en el curso de sus andanzas, luchas y aventuras, los accidentes geográficos, los animales y los elementos de la naturaleza. Liberaron a los humanos, que dormían en forma de embriones bajo la superficie, les enseñaron a sobrevivir y cómo debían relacionarse entre ellos y con sus ancestros... y luego se ocultaron, regresando a las profundidades de la tierra de donde habían surgido. Así, el aborigen vive entre los restos, las señales y los caminos de aquellos ancestros. Para él, todos los lugares, los elementos topográficos, los animales, guardan una conexión directa con la esencia de los antepasados, renovada una y otra vez a través de sus ritos, sus canciones y sus bailes.

Tradicionalmente, para los aborígenes Uluru fue concebido durante el período de la creación del mundo. Su imponente presencia lo convierte en un punto de referencia esencial a la hora de orientarse y así queda plasmado en la mitología aborigen, que lo considera intersección de varios "dreaming trails" (senderos místicos recorridos por los Ancestros). Desde un punto de vista antropológico, su importancia deriva, además, de su carácter de fuente de agua, comida y sombra.

El mundo aborigen es tan diferente al occidental que se nos antoja inabordable. El corredor de entrada del centro muestra una serie de paneles acompañados de bajorrelieves de inspiración nativa en los que se nos cuenta la concepción tradicional de los aborígenes sobre cómo se formó Uluru. No había nada instructivo en un sentido histórico o geológico.

Después pasamos por una aburrida película que mostraba una inma (ceremonia) anangu, una exposición de objetos cotidianos de hombres y mujeres y grabaciones de testimonios de los ancianos sobre cómo era la vida aquí hace medio siglo. En la siguiente sala se puede jugar con máquinas que nos enseñan la pronunciación correcta de palabras como anangu o Uluru. Uno se marcha un poco saturado del “Dreamtime myths, caring for the land” y las explicaciones, un tanto abstrusas, sobre una vida aborigen que, probablemente, ya no existe tal y como nos la cuentan. En cambio, hay otras cuestiones que me planteaba y que quedaron sin respuesta: ¿qué importancia tienen, si es que la tienen, los valores espirituales antiquísimos para el pueblo aborigen contemporáneo? ¿Cómo es la vida aborigen aquí y ahora? ¿Cuál fue el origen y evolución geológicos de Uluru? ¿Cómo llega una de las rocas más grandes que existen a una llanura vacía? ¿Cómo funciona su ecosistema? ¿Qué relación guardan entre sí los seres vivos que aquí habitan?

Una hora después, otra vez montados en nuestro camión, entramos en el camino de circunvalación de Uluru para contemplarla en todo su esplendor por primera vez. Ocurre algo curioso con Ayers Rock. Da igual donde te encuentres en Australia, no pasa día sin que veas su imagen en un centenar de ocasiones. Camisetas, postales, cubiertas de libros, carteles de agencias de viajes, postales… un bombardeo gráfico que acaba saturando y, en cierta medida, banalizando el icono que pretende ensalzar. Así que uno acaba teniendo la impresión de que ya conoce bien el sitio, que no se va a sorprender cuando se enfrente a la Roca en persona. Y ahí estábamos, después de haber atravesado 2.000 kilómetros de desierto por carretera desde Perth, durmiendo en el suelo en mitad de ninguna parte, soportando las insufribles moscas y atizándonos jornadas de carretera de ocho horas. Y todo para ver un gran pedrusco que has visto retratado mil veces.

Pero entonces, llegas junto a él y te olvidas de todo lo que has visto. Es imposible no sentirse hechizado por esa roca de medidas excepcionales (348 m de altura, 3,6 km de largo, 9,4 km de circunferencia) y color cambiante que se eleva en mitad de una formidable llanura desértica. Es un recordatorio de la antigüedad del continente, el más viejo y erosionado del planeta. La serie de estratos de roca sedimentaria alineados verticalmente que forman Uluru son los supervivientes de una era de grandes montañas y actividad geológica que acabó mucho antes de que comenzaran a formarse los Himalayas o los Alpes.

Nuestro guía Terry nos guió en un corto paseo en la vertiente oriental de la Uluru, un milagroso oasis alimentado por las fuentes de agua que, al abrigo del sol, manan todo el año para dar vida a animales y hombres. En la entrada a una de las pequeñas gargantas que moldean la roca, se abre una caverna en cuyo interior vemos un conjunto de pinturas rupestres. Detrás de esos dibujos hay historias y leyendas que vienen transmitiendo de generación en generación quizá desde hace 25.000 años, fundiendo la naturaleza con la mitología. Muchos salientes, depresiones, protuberancias, rajas y manchas de la roca conmemoran episodios señalados del pasado mítico de la tribu aborigen que ocupa estas tierras. Es por eso que no ellos no han vuelto a subir a la roca: sería como mancillar su recuerdo, pisar a sus propios antepasados.

Nos alejamos un poco de la cueva para tener una perspectiva más amplia de las paredes a nuestro alrededor, de una docena de tonalidades rojas, rosadas y anaranjadas. El sendero se internaba un poco por entre los pliegues de las rocas, que configuraban una especie de cañón donde la presencia de árboles embellecía la vista con un tono de verde que contrastaba con el escarlata. Al final del sendero se encontraba el estanque de agua, la fuente de vida. Las lluvias en este lugar tienen una importancia extraordinaria. De carácter irregular y torrencial, pueden poner punto y final a una sequía y recuperar las reservas de la capa freática, salvando así la vida de plantas y animales. Las precipitaciones de estas características no son algo frecuente, pero cuando tienen lugar, el paisaje cambia de forma espectacular. En marzo de 1989, 500 mm de precipitaciones inundaron la zona de Uluru en tan solo tres días. Durante tres meses fue imposible salir de las carreteras asfaltadas.

Los manantiales que brotan de las laderas de Ayers Rock en épocas de lluvia han hecho posible la supervivencia de los aborígenes y de un centenar largo de especies animales –pájaros en su mayoría- en una zona marcadamente desértica a la que Uluru, como si de un poderoso corazón se tratara, irriga vitalidad. Él y sólo Él permite que esta zona no sea tan árida como podría parecer y que en la llanura que lo rodea coexistan árboles y plantas de una sorprendente variedad de acacias a eucaliptos, de algas a líquenes.

El sol comenzaba a descender cuando llegamos a Sunset Point, el lugar desde el que, teóricamente, mejor se divisaba el efecto del ocaso sobre la roca, con el sol a nuestras espaldas y Uluru enfrente, el punto ideal para disfrutar del cambio de colores, del carmesí al negro. La experiencia resultó algo decepcionante. Cuando uno ve las postales y las fotografías de los libros, se imagina en una especie de comunión mística con la naturaleza, una relación intensa e íntima con el aura espiritual de la Roca. Falso. El lugar hervía de turistas en el sentido más peyorativo del término: autobuses de alemanes densos, italianos gritones, españoles inquietos… los conductores y guías de los rebaños japoneses preparaban mesas con cena regada con champán, los niños se perseguían ruidosamente, los matrimonios gritaban y se hacían estúpidas fotos para no olvidar aquel especial momento, grupos de algo que supuse serían checos y cuya presencia allí era tan intrigante como la de la propia Roca, parecían intercarlarse con todos los demás, jovencitas norteamericanas posaban coquetas para sus teléfonos móviles… en fin, que pasé la mayor parte del tiempo intentando encontrar un rincón tranquilo en aquel zoológico en el que nadie parecía sentir un respeto sereno y admirativo por lo que le rodeaba.



Por otro lado, la publicidad, como suele ocurrir, contribuye a la decepción del personal cuando la realidad no se ajusta a lo que muestran las fotos de los folletos. Muchas de ellas han sido tomadas en circunstancias muy especiales que hacen refulgir a Uluru con una paleta de colores extraordinaria. Y esto no suele suceder con la regularidad que a los turistas les gustaría.

Los colores que el atardecer extrae de Uluru dependen de las condiciones de la atmósfera, la humedad y las nubes. La atmósfera, como si fuera un prisma gigante, se encarga de dividir los rayos del sol en el espectro de colores. Cuando el sol está bajo sobre el horizonte, ya sea al amanecer o al atardecer, el extremo rojo de ese espectro es el predominante. Demasiadas nubes, polvo ambiental o calima, bloquearán los rayos del sol y el ocaso no será demasiado brillante. Los colores más vívidos se pueden disfrutar cuando hay suficientes nubes para que refracten los rayos solares, sin llegar a bloquearlos. El óxido de hierro que cubre la Roca potencia aún más el color rojo.
Dado que estos factores siempre varían, resulta imposible saber cuán espectacular va a ser la puesta de sol. Uluru, así, tiene muchas caras. Con lluvia, adquiere una pátina plateada al tiempo que multitud de cascadas se forman en sus lomos. Tras la lluvia, si el cielo permanece cubierto, la roca se vuelve gris metalizado. Estos colores, dicen, pueden ser tan bellos como el característico rojo. Aquel día en particular, la cosa no fue para tirar cohetes. Crucé los dedos y esperé que el amanecer nos ofreciera una compensación.
Por la noche, en el camping de Yulara, tras la cena, sombras furtivas rondaban a nuestro alrededor, una presencia que sería habitual durante los días siguientes. Se trataba de dingos, que penetraban en el camping buscando apoderarse de cualquier resto de comida. Si se les deja en paz y no se los persigue, no constituyen un peligro. Su aspecto de atléticos perros, sin embargo, no debe llamar a engaño, porque son salvajes y conviene no tomarse confianzas: nada de tratar de acariciarlos o darles de comer.


Pero hay otros invitados, más notorios y ruidosos, cuya visita recibíamos todas las noches: insectos a miles, desorientados por la luz de nuestros faroles de gas o, como aquella noche, de los fluorescentes de la pérgola. No sólo mosquitos, sino bichos voladores de todo tamaño y textura, que a veces teníamos que sacudirnos de la ropa, de la cabeza o que atraían nuestra atención por el sordo sonido de su vuelo, como bombarderos en misión suicida.

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