La diana a la mañana siguiente fue a las 4.30, cuando aún era noche cerrada. Ojerosos y bostezantes, desayunamos someramente y recogemos en el camión, a la luz de las linternas, nuestros sacos de dormir y las cajas de alimentos. Nuestro propósito era recorrer los 40 km hasta Uluru para contemplar la salida del sol y el cambio de color de la roca con los primeros rayos del día. Como había sucedido la tarde anterior, lo que podía haber sido una experiencia íntima se convirtió en algo banal y decepcionante. En los arcenes se alineaban interminables filas de autobuses, caravanas, furgonetas, todoterrenos y coches particulares. Grupos nutridos de personas revoloteaban por la estrecha zona habilitada como "mirador", llamándose a gritos, riendo a voces y conformando una masa espesa y ruidosa. Grupos enteros de japoneses parecían más pendientes de los abundantes desayunos servidos en mesas con mantel de lino y cubertería que en el escenario natural que se extendía cientos de kilómetros a su alrededor.
Buscando algo de aislamiento del jaleo general, trepamos al techo de nuestro camión, desde donde gozamos de una amplia perspectiva de la roca. A medida que el cielo se va tiñendo de púrpura con el sol aún bajo la línea del horizonte, Uluru, la Roca, va mutando de color de una forma que, por cotidiana, no es menos milagrosa. Un caleidoscopio de colores tiñe la retina desde el negro al malva oscuro. Al romper los primeros rayos solares, la piedra se incendia de rojos y rosas entrelazados en la superficie con asombrosa rapidez, pasando al rosa y un rojo apagado, mate. La escala de colores va ascendiendo hasta brillar intensamente contra un terreno al que los rayos del sol todavía no han llegado y que aún mantiene el color oscuro, verdoso, azul y púrpura, de la noche. Luego, incluso el terreno se transforma y los tonos fríos comienzan a deslizarse con rapidez hacia los amarillos y naranjas característicos del desierto australiano.
Como suele suceder, la mayor parte de los turistas abandonan el mirador antes de que termine el espectáculo. Las últimas fases de esa metamorfosis cromática sólo son apreciadas por unos cuantos que demoramos nuestra partida hacia la siguiente etapa en la visita de Uluru. La salida del sol había conseguido compensar el mediocre ocaso de la tarde anterior.
Cualquier zona turística de Australia ofrece las más diversas y absurdas posibilidades. Pero dejando las extravagancias a un lado, las dos más tradicionales son ascender a la cima del monolito o caminar a su alrededor.
Es fácil olvidar que Uluru es más que una maravilla natural. No se parece a un templo, a una catedral, no tiene símbolos religiosos… pero es un importante centro espiritual para los aborígenes, que piden a los visitantes que vengan, vean y entiendan, pero que no suban a la roca, puesto que es sagrada para ellos. Además, los accidentes que regularmente tienen lugar sobre lo que para ellos es suelo sagrado, hacen que se sientan responsables. Ya sea por tolerancia o por miedo a las repercusiones que podría tener sobre el turismos, la dirección del Parque no ha prohibido la ascensión, pero sí ha fomentado actividades alternativas al tiempo que intenta concienciar a los visitantes de todo el mundo sobre el sentido que para ellos tiene el lugar.
Buscando algo de aislamiento del jaleo general, trepamos al techo de nuestro camión, desde donde gozamos de una amplia perspectiva de la roca. A medida que el cielo se va tiñendo de púrpura con el sol aún bajo la línea del horizonte, Uluru, la Roca, va mutando de color de una forma que, por cotidiana, no es menos milagrosa. Un caleidoscopio de colores tiñe la retina desde el negro al malva oscuro. Al romper los primeros rayos solares, la piedra se incendia de rojos y rosas entrelazados en la superficie con asombrosa rapidez, pasando al rosa y un rojo apagado, mate. La escala de colores va ascendiendo hasta brillar intensamente contra un terreno al que los rayos del sol todavía no han llegado y que aún mantiene el color oscuro, verdoso, azul y púrpura, de la noche. Luego, incluso el terreno se transforma y los tonos fríos comienzan a deslizarse con rapidez hacia los amarillos y naranjas característicos del desierto australiano.
Como suele suceder, la mayor parte de los turistas abandonan el mirador antes de que termine el espectáculo. Las últimas fases de esa metamorfosis cromática sólo son apreciadas por unos cuantos que demoramos nuestra partida hacia la siguiente etapa en la visita de Uluru. La salida del sol había conseguido compensar el mediocre ocaso de la tarde anterior.
Cualquier zona turística de Australia ofrece las más diversas y absurdas posibilidades. Pero dejando las extravagancias a un lado, las dos más tradicionales son ascender a la cima del monolito o caminar a su alrededor.
Es fácil olvidar que Uluru es más que una maravilla natural. No se parece a un templo, a una catedral, no tiene símbolos religiosos… pero es un importante centro espiritual para los aborígenes, que piden a los visitantes que vengan, vean y entiendan, pero que no suban a la roca, puesto que es sagrada para ellos. Además, los accidentes que regularmente tienen lugar sobre lo que para ellos es suelo sagrado, hacen que se sientan responsables. Ya sea por tolerancia o por miedo a las repercusiones que podría tener sobre el turismos, la dirección del Parque no ha prohibido la ascensión, pero sí ha fomentado actividades alternativas al tiempo que intenta concienciar a los visitantes de todo el mundo sobre el sentido que para ellos tiene el lugar.
Con poco éxito hay que decir. Cada año 75.000 turistas (un 70% de los que llegan hasta aquí) suben a la cima en una ascensión que cuesta entre una hora y 90 minutos, dependiendo de la forma física de cada cual. Eso sí, conviene no llamarse a engaño: es más duro de lo que pueda parecer. Un tercio de los que lo intentan se rinden, (muchos no van más allá de la “Chicken Rock”, la roca de los pollos, lo que hace pensar que también hay deserciones que han creado escuela) y una media de un visitante al año muere de un ataque al corazón, desviándose del camino o persiguiendo tapas de objetivo hasta el olvido. El calor hace la subida aún más trabajosa porque la roca refleja la radiación y aumenta la temperatura ambiente.
Hay quien maneja otras estadísticas. Según me dicen, se registra una muerte semanal entre los escaladores de Uluru/Ayers Rock. Horrible, ¿verdad? Lo que sucede –según cuentan- es que los fallecimientos no necesariamente tienen lugar en la Roca misma o incluso en Yulara. A menudo suceden una semana más tarde, en Alice Springs o Darwin, donde el desventurado escalador sufre un ataque al corazón o una apoplejía a consecuencia del esfuerzo. Justo cuando están brindando por su hazaña y contándosela a los amigotes.
Sea como fuere, los rangers abren o cierran el acceso a la cima en función de la previsión meteorológica. Demasiado calor, demasiado viento o riesgo de tormenta (los rayos tienden a caer en la cima; un espectáculo inolvidable) son los motivos por los que las autoridades del parque bloquean el camino de subida. Y ese día fue el viento el que impidió a bastante gente acometer la cima. Por mi parte, no tenía intención de subir. Desde mi punto de vista, se trata de una cuestión de respeto básico. De la misma manera que cuando se entra en una mezquita hay que descalzarse, o que -al menos debería ser así- se debe guardar una actitud respetuosa en un templo de cualquier religión, trepar jadeante a un lugar sagrado para alguien, por mucho que ellos no vayan a apedrearte, mirarte mal o ni siquiera prohibirlo, no me parece correcto.
Así que emprendí la caminata de un par de horas por el cómodo sendero que bordea Uluru, acercándose o alejándose de la roca según la disposición del relieve, la vegetación o los lugares sagrados que todavía utilizan los aborígenes en sus ritos y celebraciones y a los que los visitantes no pueden acceder. Se trata de un paseo precioso durante el cual se puede apreciar en toda su grandeza el inusual monolito.
La razón por la cual Uluru se alza tan espectacularmente sobre el terreno de los alrededores es por su condición de lo que se conoce en geología como monadnock: una masa de roca resistente a la erosión que queda en pie en un lugar donde todo lo demás se ha desgastado. Con unas cuantas roturas provocadas por la erosión, y las capas de piedra arenisca muy dura y de gran grosor inclinadas hasta un plano casi vertical, la roca resiste mucho mejor a la abrasión que el paisaje que la rodea. Se pueden distinguir claramente las capas de roca: Uluru es como un pan cortado con sus estratos dispuestos en rebanadas casi verticales, de modo que por un lado se ven los extremos planos, mientras que por todas partes son evidentes las capas separadas como estrías erosionadas. Cortas pero espectaculares cascadas bajan por esos canales después de las tormentas. En algunos lugares, la superficie del monolito se ha pelado o gastado, esculpiendo elementos extraños y abriendo muchas cuevas, en su mayoría sin fácil acceso.
Los monadnocks no son del todo raros, pero en ningún otro sitio de la Tierra ha sobrevivido una roca con un esplendor tan aislado y espectacular o que, tras cien millones de años, haya adquirido una simetría tan uniforme y agradable.
El material que la compone, la arcosa, es un tipo de arenisca roja con alto contenido de feldespato; también están presentes diversos óxidos de hierro. El impresionante color rojo anaranjado, resaltado por el sol al amanecer y al anochecer, es meramente superficial: el resultado de la oxidación del hierro en la roca, habitualmente gris. Efectivamente, al echar un vistazo al interior de alguna caverna vemos que la roca tiene un tono grisáceo, el color original previo a la oxidación. Si se mira de cerca, la superficie más antigua y expuesta a los elementos presenta un aspecto desconchado, parecido al hojaldre, rojo con manchas grises.
En general, esta roca es bastante resistente a la erosión, que ha actuado de manera uniforme, redondeando elegantemente la superficie. Poco a poco, de forma inexorable, Uluru se deshace por la acción del agua y el oxígeno del aire que, juntos, causan la descomposición química del mineral. La presencia de silicio y hierro en la superficie forma una especie de piel, ralentizando el proceso en relación a lo que ocurre en otros tipos de roca. Se podría pensar que la acción de la arena impulsada por el viento juega un papel importante en el proceso erosivo, pero en realidad no es así en el caso de Uluru. El bombardeo de la arena daría como resultado una superficie pulida, no desconchada, y afectaría solamente a la parte de la roca más cercana al suelo, no a toda ella.
Muchos libros, guías y manuales –incluso en Australia- afirman categóricamente que Uluru es la roca más grande del mundo. Pero en realidad y según se sabe desde hace relativamente poco tiempo, ese honor recae en el Mount Augustus o Burringurrah, localizado en una lejana área de Australia Occidental. Es dos veces y media mayor que Uluru y una de las maravillas naturales menos conocidas. Se alza 858 metros sobre el paisaje circundante y su perímetro supera los 8 km. No sólo es mayor y más alta que Uluru, sino que su roca es mucho más antigua. La arenisca gris que resulta visible es lo que queda del suelo marino de hace 1.000 millones de años. El lecho rocoso que se encuentra bajo la arenisca está datado en 1.650 millones de años. En comparación, los 400 millones de años de la arenisca de Uluru parecen de chiste. Y un dato final en esta digresión: Mount Augustus es un monolito –una sola roca-, mientras que Uluru no lo es. Es sólo la punta de una gran formación rocosa subterránea, de quizá unos seis kilómetros de profundidad.
El camino devocional alrededor de Uluru permite descubrir en toda su dimensión la grandeza de este monolito que para el visitante se va convirtiendo en algo más que una roca, atrapado por el magnetismo que emana de este ser inanimado pero que, sin embargo, da vida a cuanto le rodea. Sucede lo mismo que con esas fotos ampliadas de objetos cotidianos. Esa piel suave y tersa que, a medida que el objetivo se va acercando, revela un complejo micromundo de grietas, fisuras, cicatrices, estrías, protuberancias, formas y estructuras en las que se han querido identificar figuras humanas y animales.
De la misma manera, desde la distancia, Uluru parece una estructura uniforme, casi sin rasgos, bella, pero quizá algo aburrida. De cerca, resulta ser un universo complejo, cautivador e increíblemente diverso. Las fotos que de él se suelen ver en revistas y libros no revelan la asombrosa variedad de formas, colores, cuevas, cavernas, torrenteras, estanques, oquedades y depósitos que ocultan los pliegues de su piel. Aquella temprana hora de la mañana hacía que una cara de la Roca estuviera todavía en sombra, mientras que la otra quedara plenamente expuesta a la luz del sol. Lo que en la faceta occidental, donde comencé el paseo, estaba teñido de colores fríos (verdes, naranjas con un toque de azul, rojos oscuros) en la otra estallaba hacia la zona más "caliente" de la escala cromática: rojos agresivos y amarillos cegadores. Era como si el propio color ejerciera una influencia sobre la temperatura de lo que le rodeaba, y no al revés.
Muchos libros, guías y manuales –incluso en Australia- afirman categóricamente que Uluru es la roca más grande del mundo. Pero en realidad y según se sabe desde hace relativamente poco tiempo, ese honor recae en el Mount Augustus o Burringurrah, localizado en una lejana área de Australia Occidental. Es dos veces y media mayor que Uluru y una de las maravillas naturales menos conocidas. Se alza 858 metros sobre el paisaje circundante y su perímetro supera los 8 km. No sólo es mayor y más alta que Uluru, sino que su roca es mucho más antigua. La arenisca gris que resulta visible es lo que queda del suelo marino de hace 1.000 millones de años. El lecho rocoso que se encuentra bajo la arenisca está datado en 1.650 millones de años. En comparación, los 400 millones de años de la arenisca de Uluru parecen de chiste. Y un dato final en esta digresión: Mount Augustus es un monolito –una sola roca-, mientras que Uluru no lo es. Es sólo la punta de una gran formación rocosa subterránea, de quizá unos seis kilómetros de profundidad.
El camino devocional alrededor de Uluru permite descubrir en toda su dimensión la grandeza de este monolito que para el visitante se va convirtiendo en algo más que una roca, atrapado por el magnetismo que emana de este ser inanimado pero que, sin embargo, da vida a cuanto le rodea. Sucede lo mismo que con esas fotos ampliadas de objetos cotidianos. Esa piel suave y tersa que, a medida que el objetivo se va acercando, revela un complejo micromundo de grietas, fisuras, cicatrices, estrías, protuberancias, formas y estructuras en las que se han querido identificar figuras humanas y animales.
De la misma manera, desde la distancia, Uluru parece una estructura uniforme, casi sin rasgos, bella, pero quizá algo aburrida. De cerca, resulta ser un universo complejo, cautivador e increíblemente diverso. Las fotos que de él se suelen ver en revistas y libros no revelan la asombrosa variedad de formas, colores, cuevas, cavernas, torrenteras, estanques, oquedades y depósitos que ocultan los pliegues de su piel. Aquella temprana hora de la mañana hacía que una cara de la Roca estuviera todavía en sombra, mientras que la otra quedara plenamente expuesta a la luz del sol. Lo que en la faceta occidental, donde comencé el paseo, estaba teñido de colores fríos (verdes, naranjas con un toque de azul, rojos oscuros) en la otra estallaba hacia la zona más "caliente" de la escala cromática: rojos agresivos y amarillos cegadores. Era como si el propio color ejerciera una influencia sobre la temperatura de lo que le rodeaba, y no al revés.
Y no solo los colores y los juegos de sombras y luces cambiaban cada cincuenta metros. También lo hacía el propio aspecto de aquel coloso de piedra. Las formas rectilíneas trazadas en negro por las torrenteras y cascadas que se forman tras las -escasas- lluvias, contrastaban con las retorcidas siluetas dejadas por la erosión y que la imaginación del hombre ha bautizado con nombres como El Cerebro, los Labios o el Bastón, creando además historias épicas que explican su origen. Es ahora, curioseando por entre la vegetación que se arrima a la humedad que destila la roca, aprovechando la sombra que proyecta durante la mitad del día, contemplando los pozos de agua y oyendo los sonidos de animales que hacen de Uluru su hogar -verlos era mucho más difícil- cuando se comprende el por qué del carácter sagrado de esta roca. Tras varios días recorriendo las polvorientas pistas del desierto de Australia Occidental, Uluru es un oasis, un lugar donde abundaba el agua, la caza, la sombra, un gigante de roca cuya presencia en mitad de una llanura achicharrada por el sol sin otro relieve destacable, parecía algo milagroso, extraterrestre, obra deliberada de alguna inteligencia superior y no un capricho geológico. Uluru daba la vida en un lugar donde la muerte era una presencia nunca demasiado lejana.
Los anangu han vivido desde hace 22.000 años en Uluru y de milenio en milenio, la historia del enfrentamiento entre las dos serpientes, Lira, la venenosa que habita en los mulgas, y Kuniya, la mujer pitón, que se cobija en el interior de la roca gigante, fue contada por los ancianos y escuchada por los niños en las tranquilas noches del desierto. Conseguían su alimento de la tierra, cazando y recolectando, sin cultivar nada ni criar animales. Sabían leer la tierra. Por eso se desplazaban ligeros por el desierto rojo sin cargar agua ni provisiones. Para ellos el paisaje era el mapa.
Las historias de los blancos relacionadas con Uluru son bastante más vulgares, como aquella de la compañía turística sin escrúpulos que, contraviniendo todas las leyes nativas y regulaciones del parque, se llevó piedras de la Roca para venderlas muy lejos de allí, en ciudades de la costa este tan horteras como Surfers Paradise. Se dice que los compradores de las piedras comenzaron justo después a experimentar una suerte miserable. Ante las protestas de los clientes, la compañía tuvo que volver a Uluru para depositar un cargamento de sobres con trozos de piedras en su interior.
Fue un acierto comenzar el paseo al amanecer. La temperatura fue aumentando rápidamente y cuando recorrí la zona de sombra y pasé a la soleada, comencé a sentir sobre la piel el ataque directo de un sol inclemente. No solamente hay que ir bien embadurnado de protector solar, sino hacer acopio de una buena dosis de paciencia para resistir el insistente ataque de las moscas.
Antes de las diez, cuando el calor amenazaba con ser realmente insoportable, nos ponemos de nuevo en camino a través del desierto. Mientras nos alejábamos del parque nacional, aproveché para mirar por última vez la masa naranja que se alzaba sobre el liso horizonte. Muchas personas se preguntan si merece la pena recorrer tantos kilómetros para ver una piedra grande. Al fin y al cabo, uno podría pensar que coger un avión desde Sydney para bajarse, echar un vistazo a la gran roca, quizá hacer el esfuerzo de escalarla y tomar otro avión de vuelta es gastar tiempo y dinero en balde. Pero desde luego, Uluru es mucho más que eso, no en vano es el símbolo de Australia, su corazón geográfico y, para sus primitivos habitantes, espiritual.
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