span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Stellenbosch: Sudáfrica blanca

lunes, 7 de diciembre de 2009

Stellenbosch: Sudáfrica blanca


La provincia sudafricana de Boland es una región de muchas caras: grandes cordilleras montañosas, valles esmeralda, suaves pastos, viñedos y huertos de árboles cargados de fruta. No extraña que fuera una de las primeras zonas en ser colonizada por los holandeses que comenzaron a infiltrarse en estas tierras, entonces ocupadas por los pastores San y Khoikhoi. Los blancos no tardaron en convertir el rico suelo aluvial en trigales, pastos y, pronto, viñedos. Las granjas se extendieron y surgieron pequeños asentamientos permanentes construidos alrededor de una iglesia protestante.

A medida que estos pioneros prosperaban, extendían los dominios de sus propiedades, cambiaban los tejados de paja por estructuras sólidas, añadían nuevas alas a las viviendas principales, edificios para los esclavos, establos, patios y un muro para protegerse. A finales del siglo XVII empezó a evolucionar un estilo propio de arquitectura que recogía e integraba tradiciones domésticas de un buen número de países –Holanda, Alemania, Francia, Indonesia- y que se desarrolló a lo largo de varias décadas hasta convertirse en lo que hoy se conoce como Cape Dutch.

Separada de Ciudad del Cabo por tan sólo 50 km, Stellenbosch contrasta con aquélla por su aire provinciano y tranquilo. Es el centro de gravedad de la extensa región vitivinícola de Sudáfrica, conocida como Upland (“tierras altas”) en relación a las dramáticas elevaciones montañosas de 1.500 m en cuyas fértiles laderas se extiende un mosaico de viñedos y cultivos frutales. Fundada en 1679, Stellenbosch es la segunda ciudad más antigua de Sudáfrica tras Ciudad del Cabo. Enclavada bajo las imponentes alturas del Papegaaiberg (“montaña del loro”), en las riberas del río Eerste, ha conseguido desarrollarse armónicamente con el entorno. Conserva todavía muchos edificios históricos de estilo georgiano y victoriano y sus avenidas y calles, nunca demasiado anchas ni congestionadas, se benefician de la sombra de centenarios robles plantados por sus primeros residentes en una clarividente apuesta de futuro.

Era temprano por la mañana y disponíamos de casi todo el día para visitar la ciudad. Aparcamos el camión junto a la coqueta oficina de turismo, un antiguo edificio colonial de una sola planta maravillosamente organizado en la que además del puesto de información, se dispone de un mostrador para contratar todo tipo de viajes de aventura, reservas hoteleras, unos baños limpios, cafetería, conexión a internet, tienda de recuerdos… Se trataba de un lugar cómodo en el que refugiarse del calor de las horas centrales del día, preparar las actividades para la jornada o disfrutar de un bocadillo en el tranquilo y centenario patio interior.



Me dirigí en primer lugar al Toy & Miniature Museum, ubicado en el interior de un edificio histórico. Se trata de un pequeño y recogido museo en cuyas habitaciones y pasillos se han instalado vitrinas con antiguos juguetes y detalladas miniaturas, algunas de ellas extraordinariamente elaboradas.




Pasé el resto de la mañana recorriendo las calles del centro, visité alguna librería y me encaminé al Jardín Botánico, un sitio delicioso en el que perderse por sus muchos rincones y vericuetos. La vida vegetal esculpía acogedoras cuevecillas y oasis sombreados a cuyo abrigo sentarse en un banco y disfrutar de la paz, el silencio y el frescor del lugar en compañía de un buen libro. Muchos universitarios habían tenido esa misma idea y repasaban sus apuntes en silencio mientras sorbían un refresco. La cafetería/restaurante del Jardín, situada en un agradable rincón al aire libre, es un sitio ideal para recobrar fuerzas. Su pequeña cocina esta situada en un antiguo edificio que a principios del siglo XX había funcionado como estación militar de radiotransmisiones. Las mesas se disponían aleatoriamente bajo las sombras que proyectaban los bananos. No era el sitio más barato de la ciudad, pero la variedad de la carta y la calidad de la comida, además del acogedor entorno, justificaban el precio. Los clientes, en su mayoría, no eran turistas sino ejecutivos en su pausa de mediodía, estudiantes de la cercana universidad aprovechando un hueco en sus clases, parejas, grupos de señoras de mediana edad…



Toda la ciudad respiraba un aire sereno donde el apresuramiento, el ruido, los agobios y las multitudes parecían pertenecer a otro mundo. El ritmo era pausado, el tráfico fluido y cortés, las tiendas elegantes y de diseño, las calles sombreadas por hermosos robles centenarios de protectoras ramas, los edificios, ya fueran coloniales o modernos, armoniosos, elegantes y limpios. Galerías de arte, tiendas de caras alfombras u objetos para el hogar, restaurantes bohemios de cuidada decoración…

Al día siguiente, la ciudad se mostraba animada a primera hora de la mañana mientras paseaba por las calles principales y los centros comerciales, contemplando el ir y venir de los locales en sus tareas diarias. Mis compañeros habían optado por apuntarse a un tour de cata de vinos por las bodegas de la región. Los vinos sudafricanos llevan fama mundial y muchas de las bodegas de la zona circundante ocupan desde hace doscientos o incluso trescientos años antiguas instalaciones cuya sola visita ya resulta de interés. De igual manera que los americanos han sacado provecho de sus viñedos californianos, los sudafricanos asentados en estas tierras de suave clima han optado por abrir las puertas de sus haciendas a los turistas y ofrecerles –previo pago- probar una breve muestra de los caldos producto de su trabajo. Como no soy aficionado a la cata de vinos y aun cuando los edificios y plantaciones propiamente dichas podían ser interesantes, juzgué preferible explorar un poco más Stellenbosch, tomarle el pulso y disfrutar de una jornada de descanso tras tres semanas de tragar kilómetros en Sudáfrica.



Saliendo de la Oficina de Turismo, crucé el Braak, una gran extensión cuadrangular de césped que ocupa lo que sería el centro de la ciudad y en cuyos límites se levanta el templo neogótico de St.Mary´s on the Braak (1852) y la VOC Kruithuis (1777) construida como polvorín de la ciudad y hoy sede de un pequeño museo militar.



Hacía un día maravilloso, con una temperatura ideal. El sudoeste del país, alrededor de la península de El Cabo, es excepcional en términos africanos. Aquí, el clima es templado y agradable, ideal para una amplia variedad de cultivos agrícolas. Comparable al entorno mediterráneo, las largas temporadas veraniegas dan paso a otoños e inviernos fríos y lluviosos. El clima aquí en gran parte resultado de la influencia del océano: la helada corriente de Benguela, proveniente de la Antártida, se atempera a su encuentro con la corriente de Agulhas, más cálida, en las aguas del Cabo de Buena Esperanza. No resulta sorprendente que esta región fuera la primera en ser colonizada por los europeos.



Me deleité tanto del sol como de la bienvenida sombra que los frondosos robles regalaban a los peatones, volví a visitar un par de tiendas de libros y me senté a media mañana para darme el capricho de tomar un apetitoso pastel de chocolate y un batido en la terraza de una moderna cafetería abierta a la sombra de un centenario árbol y contemplar a las gentes, la mayor parte blancas. Esto tiene una explicación: el campus universitario.

La universidad afrikaner de Stellenbosch fue fundada en 1918 y continúa jugando un papel activo e importante en la política y cultura blancas. Hay más de 17.000 estudiantes, lo que implica que la ciudad cuenta con una enorme animación nocturna durante el curso escolar y multitud de instalaciones y locales destinados a la gente joven y blanca. El campus era un conjunto de modernos edificios alternados con otros de la época colonial, dispuestos en un extremo de la ciudad y levantados a ambos lados de una ancha y sombreada avenida, integrados entre los árboles y sin destacar en exceso sobre el entorno.

Pasee por allí a la hora del almuerzo, al tiempo que cientos de estudiantes salían de las facultades escapando hacia sus casas para comer. Me llamó la atención que todos ellos eran muy pero que muy blancos. No era de extrañar. Dado su estatus de símbolo de la cultura afrikaner, esta universidad es poco apreciada por mestizos y negros, que han sufrido durante décadas los planteamientos radicales de ese sector de la población y que, por otro lado, no serían muy bienvenidos en estas aulas.

Me encaminé a continuación hacia el río, a cuyas riberas se extendían sendos paseos de ambiente tranquilo y escaso tráfico. Iglesias y edificios construidos hace cien o doscientos años lucían en sus desnudas y austeras fachadas un blanco cegador. Ni un grafitti, calles limpias, jardines cuidados, contraventanas y puertas recién pintadas, tiendas exquisitamente montadas…¿Era ésta la misma Sudáfrica de los ghettos, los criminales, el racismo y la miseria? La tozuda realidad asomaba no obstante por entre las esquinas del espejismo: bancos y oficinas de cambio contaban con guardas fuertemente armados, comercios y viviendas lucían el disuasorio letrero de “Armed Response” y en el Kraal grupos de desheredados y desocupados mataban el tiempo ajenos a la industriosa laboriosidad de los locales.

Sudáfrica es una tierra antigua, pero la nueva Sudáfrica es todavía una recién nacida. Tiene paisajes y entornos naturales tan variados como bellos: montañas, desiertos, praderas, costas, vida salvaje… Pero el brillo de todo ello queda empañado por una sombra de violencia y crimen que asusta a propios y extraños. Es la herencia del apartheid y su política de exclusión y condena a la pobreza y la desesperanza de la mayor parte de la población. Los asesinatos y las violaciones amenazan ahora las aspiraciones de libertad de los sudafricanos: sin seguridad no hay libertad. Aún con todo, es necesario no olvidar que Sudáfrica es un país estimulante, único y hermoso, un lugar de contrastes que harán reflexionar a cualquier espíritu inquieto y cuyo futuro nadie puede aún discernir.

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