Llegamos a Bujara siguiendo la Ruta de la Seda desde Jiva, preguntándonos qué nos ofrecerá este antiguo puesto caravanero. Sabemos que desde el punto de vista de la arquitectura, se trata de un lugar fascinante aun cuando sus orígenes se remontan mucho más atrás de lo que se muestra a la vista, ya que toda la ciudad vieja fue reconstruida en el siglo XVI con el comercio en la mente de los gobernantes. La entrada a la ciudad por una avenida repleta de rascacielos se nos antoja un mal presagio. La influencia soviética parece omnipresente aquí y no para mejor. Por poner sólo un ejemplo, antes de 1920 esta ciudad albergaba el mayor bazar de Asia Central, que los soviéticos se encargaron de clausurar al tiempo que quemaban la biblioteca que la población había ido acumulando durante 700 años. Por fortuna, el espíritu tradicional de la ciudad ha conseguido retener todavía parte de su patrimonio cultural.
Bujara tiene una estructura concéntrica en cuyo núcleo se halla el casco histórico, extraordinariamente renovado, accesible y limpio, un conjunto arquitectónico y monumental como pocos en la Ruta de la Seda. Alrededor se extiende un anillo menos aseado, compuesto por un laberinto de casas de adobe o cemento de segunda calidad, cableado al aire y tuberías herrumbrosas, que es, claro, donde vive la gente. Las sinuosas callejuelas estaban sin asfaltar y por la noche no había iluminación, por lo que había que andarse con ojo para no meter el pie en charcos, arquetas o zanjas. Y de éstas últimas no andaban escasos. Todo un sector de ese laberinto estaba surcado de grandes trincheras sin protección en cuyo interior no era difícil caer. Parecían obras de renovación de algo, pero nadie trabajaba en ellas y ancianas cargadas con cestas y niños juguetones sorteaban la carrera de obstáculos con la elegante destreza que da la experiencia.
Cientos de niños, pelados para evitar la proliferación de piojos, corretean por las callejuelas, deteniéndose tan sólo para ver pasar a los pocos extranjeros que se internan en la tortuosa ciudad vieja y saludaban con un sonriente "¡hello!", probablemente la única palabra que sabían decir en inglés; ancianas sentadas a las puertas de sus casas intercambian estridentes gritos con sus vecinas mientras un delicioso aroma a comida se abre paso a través de ventanas y rendijas acariciando nuestro olfato.
Ya cerca de la Bujara histórica y al albur del renacimiento turístico de Uzbekistán, habían surgido no pocos hotelitos y bed & breakfast en la mejor tradición caravanera de la ciudad. Pero en lo más profundo del laberinto, los extranjeros continuábamos siendo una visión poco habitual. Caminábamos orientándonos con ayuda de una brújula y el mapa de la guía Lonely Planet. La primera resultó providencial, puesto que no había manera de obtener referencias en aquel hormiguero de calles sin nombre y de apariencia idéntica.
Bujara tiene una estructura concéntrica en cuyo núcleo se halla el casco histórico, extraordinariamente renovado, accesible y limpio, un conjunto arquitectónico y monumental como pocos en la Ruta de la Seda. Alrededor se extiende un anillo menos aseado, compuesto por un laberinto de casas de adobe o cemento de segunda calidad, cableado al aire y tuberías herrumbrosas, que es, claro, donde vive la gente. Las sinuosas callejuelas estaban sin asfaltar y por la noche no había iluminación, por lo que había que andarse con ojo para no meter el pie en charcos, arquetas o zanjas. Y de éstas últimas no andaban escasos. Todo un sector de ese laberinto estaba surcado de grandes trincheras sin protección en cuyo interior no era difícil caer. Parecían obras de renovación de algo, pero nadie trabajaba en ellas y ancianas cargadas con cestas y niños juguetones sorteaban la carrera de obstáculos con la elegante destreza que da la experiencia.
Cientos de niños, pelados para evitar la proliferación de piojos, corretean por las callejuelas, deteniéndose tan sólo para ver pasar a los pocos extranjeros que se internan en la tortuosa ciudad vieja y saludaban con un sonriente "¡hello!", probablemente la única palabra que sabían decir en inglés; ancianas sentadas a las puertas de sus casas intercambian estridentes gritos con sus vecinas mientras un delicioso aroma a comida se abre paso a través de ventanas y rendijas acariciando nuestro olfato.
Ya cerca de la Bujara histórica y al albur del renacimiento turístico de Uzbekistán, habían surgido no pocos hotelitos y bed & breakfast en la mejor tradición caravanera de la ciudad. Pero en lo más profundo del laberinto, los extranjeros continuábamos siendo una visión poco habitual. Caminábamos orientándonos con ayuda de una brújula y el mapa de la guía Lonely Planet. La primera resultó providencial, puesto que no había manera de obtener referencias en aquel hormiguero de calles sin nombre y de apariencia idéntica.
Al fin, sorteando una última zanja y franqueando un derruido muro de piedra, llegamos al corazón de Bujara y su parte más monumental. En la plaza a la que salimos, un nutrido grupo de niños (nótese que utilizo el género masculino. Las niñas no participaban de la diversión) disfrutaban del agua achocolatada que llenaba una de las piscinas que antaño abundaron en la ciudad. En la Bujara medieval existían muchos canales y hauz, piscinas públicas que servían de centro de esparcimiento y encuentro social, donde la gente se reunía para chismorrear, beber y bañarse. En el siglo XIX se contaban más de 200 hauz de piedra, cuyas nefastas condiciones higiénicas provocaron numerosas plagas. Los habitantes de Bujara se lavaban, bebían y hacían sus necesidades en la misma agua, contrayendo todo tipo de infecciones. No puede extrañar que la mayoría de los viajeros victorianos que llegaron aquí a finales del siglo XIX enfermaran durante su estancia, contaminados por las descompuestas aguas de canales y estanques. La esperanza media de vida de la población en aquella época apenas superaba los treinta años. El problema fue solucionado por los bolcheviques, quienes drenaron la mayor parte de las aguas y cubrieron los depósitos.
Durante dos días y medio, vagabundeamos al azar por Bujara, recorriendo las limpias calles, curioseando en los antiguos caravanserais y medersas, hoy ocupados por puestos para turistas y talleres de artesanos y echando un vistazo, con cierto disgusto, a la zona más puramente soviética.
La historia de Bujara se inicia 2.500 años atrás, pero sería la llegada del Islam la que le proporcionaría su edad dorada gracias a la afluencia de artistas y pensadores que la convirtieron en rival de Bagdad como imán cultural. Durante este periodo, que comprendió los siglos IX y X y durante el que ostentó el rango de capital de los persas samánidas, no menos de 300.000 habitantes vivían a la sombra de sus numerosas mezquitas y más de 250 medersas o escuelas coránicas. La biblioteca, que llegó a sumar 45.000 volúmenes, se convirtió en lugar de encuentro de poetas, filósofos, científicos y religiosos cuyos nombres eran conocidos a todo lo largo y ancho del mundo islámico.
Pero la gloria de los reinos humanos está condenada a ser efímera y en aquella ocasión fueron Gengis Khan y sus invencibles jinetes los que se ocuparon de demostrarlo. Arrasaron totalmente la ciudad que, sin embargo, encontró fuerzas para renacer a la sombra de otro asesino de masas, Tamerlán. Éste concentró sus esfuerzos constructivos en Samarcanda pero Bujara se benefició del auge de su vecina y en el siglo XVI, Abdallah Khan II, a la sazón gobernante de la ciudad -que para entonces había vuelto a recobrar la capitalidad-, supervisó la reconstrucción de los mercados de la ciudad de una forma racional y orientada no sólo a la belleza, sino al comercio. Los bellos edificios que nos rodean datan de esa época
Bujara no sólo volvió a reivindicar su papel de centro intelectual (contaba con 360 mezquitas y 80 medersas en cuyas celdas estudiaban 30.000 estudiantes venidos de todo el mundo musulmán); aquél, unido a su relevancia comercial dentro de las rutas caravaneras, le llevó al poder político. Dominaba un territorio que comprendía lo que hoy es Uzbekistán y Tayikistán, parte de Irán, Afganistán y Turkmenistán. Es importante destacar que aunque a raíz del irracional trazado de fronteras soviético Bujara se encuentre hoy en Uzbekistán, comparte con Samarcanda un alma persa. Buena parte de todos aquellos sabios y estudiantes que dieron vida a sus medersas, eran persas y aún hoy una parte no despreciable de la población es de etnia tayika, una raza persa que habla un dialecto del farsi. Aunque su pasaporte sea uzbeco, su identidad está mucho menos clara, incluso para ellos mismos.
En la plaza de Hoja Nurabad se levantan dos de las principales joyas de la ciudad. La mezquita de Kalon, con una capacidad de 10.000 personas, es la mayor de la ciudad. Las mezquitas en Asia Central originalmente seguían en su construcción las pautas de la casa de Mahoma, aunque el diseño fue cambiando con el tiempo. Lo más habitual es atravesar una entrada ricamente decorada, que conduce a un amplio espacio columnado, a veces abierto al aire libre y a una zona cubierta que sirve como sala de oración. El precepto musulmán de rezar cinco veces al día suele ser atendido por los fieles en las mezquitas de cada barrio, mientras que el viernes, el día sagrado, mucha gente suele acudir a la jami o mezquita del viernes, un templo de mayor tamaño. Ese fue el papel de la mezquita de Kalon durante siglos hasta que con la llegada de los soviéticos fue rebajada a la categoría de almacén, reabriéndose al culto de nuevo en 1991.
Enfrente, la medersa de Mir-i-Arab. Las medersas o escuelas coránicas son por regla general edificios sólidos y diseño práctico. Constan de dos plantas rectangulares con un enorme frontón ojival que puede doblar en altura al resto del edificio. El interior está presidido por un gran patio central rodeado de celdas en las que los estudiantes viven y se educan durante cinco años, memorizando el Corán y las leyes islámicas. Aunque en la actualidad muchas medersas han perdido su función original reconvirtiéndose en elegantes "centros comerciales" cuyas celdas han pasado a estar ocupadas por tiendas de souvenirs para turistas, la Mir-i-Arab ha venido desempeñando su labor ininterrumpidamente desde su apertura, incluso durante el periodo comunista.
Dado que es un edificio vivo, los turistas no pueden pasar más allá de la entrada, a ambos lados de la cual sobresalen dos cúpulas de color turquesa, el color de los turcos, un color inventado en Asia Central y que también tiñe el perfil urbano de Jiva o Samarcanda. El trasiego es continuo; jóvenes tocados con el típico gorrito islámico cubriendo su coronilla (de diferente color según su grado de avance en los estudios) entran y salen de sus clases dedicadas a desentrañar los secretos del Corán bajo la supervisión de ancianos mullahs. Cinco veces al día cruzan la plaza para entrar en la mezquita Kalon, orar y regresar a continuación, bromeando y charlando despreocupadamente, como hace cualquier grupo de estudiantes en todo el mundo. Vienen de todas partes del país, e incluso de las naciones colindantes, donde la religión musulmana carece de cualquier tipo de ortodoxia, supeditada a otras tradiciones nómadas.
Ambos edificios, mezquita y medersa, se miran el uno al otro, como si cada cual fuera un reflejo de su vecino, en una tradición arquitectónica muy extendida en estas regiones. Es el corazón religioso de Bujara, la que fuera "Pilar del Islam", un corazón que, como ya hemos ido apuntando, quedó gravemente herido con la llegada del comunismo ateo; las escuelas coránicas fueron clausuradas, algunas de ellas derribadas, y tan sólo se permitió reabrir una en el periodo estalinista, siempre bajo el control del Estado, para ganarse el apoyo de la población nativa en la lucha contra el invasor alemán. En los años veinte se prohibieron el ayuno del Ramadán y la peregrinación a la Meca. La poligamia, el velo y la escritura árabe –que es la del Corán- fueron asimismo puestas fuera de la ley. Todas las tierras propiedad de las diferentes congregaciones, ya fueran cristianas, musulmanas, judías o budistas, fueron confiscadas y los tribunales islámicos cuyo derecho se basaba en la sharia o ley coránica, desmantelados.
De 1932 a 1936, Stalin ordenó una limpieza religiosa en Asia Central en virtud de la cual las mezquitas fueron cerradas y demolidas y los mullahs arrestados y ejecutados con acusaciones de saboteadores o espías. A principios de la década de los cuarenta sólo 2.000 de los 47.000 mullahs seguían vivos. El control de los lugares santos y educativos que no fueron destruidos se pasó a la Unión de los Ateos, que los transformó en museos, salones de baile, almacenes o talleres.
Durante la Segunda Guerra Mundial las cosas mejoraron un poco. En 1943 se crearon cuatro “Directorios Espirituales”, cada uno dirigido por un mufti o líder religioso; algunas mezquitas se reabrieron y un puñado de mullahs estrechamente vigilados recibieron autorización para llevar a cabo su peregrinación a Arabia en 1947. Pero en el fondo, las cosas seguían igual. Cualquier actividad religiosa practicada fuera de las mezquitas oficiales estaba estrictamente prohibida. A principios de los sesenta, bajo el gobierno de Kruschev, se cerraron otras 1.000 mezquitas en Asia Central y la situación en la era de Gorbachov era todavía peor: sólo permanecían abiertos entre 150 y 250 templos y dos medersas –una de ellas, la Mir-i-Arab de Bujara.
Tras la violencia étnica desatada en el valle de Fergana en 1989 y 1990, las autoridades soviéticas decidieron flexibilizar su postura y permitieron la construcción de nuevas mezquitas y, desde la independencia de las repúblicas centroasiáticas, aquéllas han surgido como champiñones financiadas con dinero iraní o saudí, sirviendo no sólo como centros religiosos sino también como canalizadoras del descontento político, algo a lo que el gobierno de Uzbekistán teme por encima de todo, temeroso de un integrismo islámico que pudiera desestabilizar el país y arrebatarle el poder absoluto que ahora ostenta. Las autoridades se encargaron de cerrar la mayoría de medersas que los habitantes habían reabierto creyendo que el nuevo gobierno respetaría sus libertades. Y así, una población ilusionada con los nuevos tiempos de independencia, se desalienta viendo cómo sigue sin tener libertades, con un cambio de forma, pero no de fondo, con el agravante de la disminución del poder adquisitivo.
Hoy existen medersas para hombres y mujeres. Eso sí, la religión no se enseña en las escuelas estatales. A la edad de los nueve años, los niños que así lo desean -más bien sus padres- acuden a la medersa, donde se les enseña una variedad de asignaturas: el Corán y los Hadij, por supuesto, Filosofía, Álgebra, idiomas, Historia... En caso de que quisieran seguir estudiando esta especie de "carrera religiosa", pueden continuar haciéndolo en la Universidad Islámica de Tashkent, al término de la cual podrán servir en el ámbito religioso como imames al frente de una mezquita o algún otro cargo religioso. Toda la estructura está dirigida por un Consejo de Imames que, a su vez, elige al Imam de Uzbekistán, quien cuenta con total autonomía en cuanto a interpretación doctrinal, fijación del calendario religioso, etc, con independencia respecto a las decisiones tomadas por otros países o autoridades religiosas.
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