El gobierno y una parte de la población todavía miran a la religión con desconfianza y el ambiente urbano y moderno de la capital, Tashkent, poco tiene que ver con el más tradicional de Bujara. Cuando los rusos acabaron con los imames e instauraron un régimen laico, aun cuando se hizo utilizando métodos crueles y sangrientos, supuso una liberación para mucha gente, especialmente las mujeres. Éstas pasaban a escalar puestos en el cuadro social y mejorar su educación, pero no sin que el proceso se cobrara sus víctimas. Fueron muchos los maridos que asesinaron a sus mujeres e hijas antes que permitir que éstas tuvieran siquiera el atisbo de libertad que otorgaba el nuevo orden. El injusto, despiadado y arbitrario sistema judicial de los kanes fue abolido y la educación se hizo obligatoria para niños y niñas.
Casi un siglo de dominación rusa acabó por apagar la llama religiosa. No del todo, claro. Como sucede en cualquier lugar del mundo, los más desfavorecidos buscan apoyo, material y espiritual, en cualquier mano amiga que se les tienda. La sociedad laica, aspirante a consumista y carente del peso ideológico que, mal que bien, daba el comunismo, no es capaz de dar respuesta a muchos de esos desheredados -o, simplemente, personas con una inquietud espiritual insatisfecha-. La religión, poco a poco, va ganando adeptos, estrechamente vigilada por el gobierno del pseudodictador Karímov.
Pero todos esos nubarrones que oscurecen el futuro más próximo parecían despejarse a la vista de la animación que reinaba en la plaza. Nos sentamos en la escalera de la medersa para disfrutar del espectáculo. Paisanos –la mayoría vestidos a la usanza tradicional- ,se sentaban tranquilamente en taburetes, a la sombra, jugando al ajedrez en un escenario arquitectónico espectacular, pero de proporciones humanas. Un grupo de mujeres de Samarcanda, vestidas con esas túnicas de colores explosivos y pañuelos en la cabeza y cargadas de bolsas de plástico repletas de compras, nos piden que posemos con ellas para una foto de recuerdo de su visita a la ciudad santa, petición a la que accedemos encantados de convertirnos, de repente, en el elemento exótico.
Bujara vivió su época de esplendor gracias al comercio y los múltiples bazares especializados que albergaba: el bazar de los cambistas, el de los sombrereros, el de los joyeros... El de los cambistas está en el extremo del barrio fortificado y se levanta sostenido por cuatro arcos apuntados. Éstos, a su vez, se asientan sobre cuatro plataformas, por lo que, en planta, la cúpula se asienta sobre una base octagonal presidiendo un cruce de calles ocupadas por tiendas y con una cubierta abovedada proporcionando una siempre bienvenida sombra.
En su día, estos espacios abovedados eran mucho más que un lugar de intercambio mercantil. Junto a los edificios públicos adyacentes, formaban una auténtica comunidad, con una pequeña mezquita y una casa de baños en la que relajarse y charlar con tranquilidad. Hoy, estos mercados y sus tiendas siguen gozando de bastante animación aun cuando los cambistas hace tiempo que desaparecieron. Hoy sus puestos están ocupados por alfombras, sombreros típicos uzbecos, artesanías diversas y CD´s.
El comercio está en el aire y en la sangre de los habitantes de Bujara. Todos parecen tener algo que vender. Al volver a la plaza de Hoja Nurabad se nos acercan unas jovencitas, muchas ni siquiera en edad adolescente. Sonríen y tratan de llamar nuestra atención intentando comunicarse en media docena de lenguas con desparpajo, preguntándonos nuestros nombres y memorizándolos para, horas o incluso días después, cuando nos vuelven a ver, dirigirse a nosotros adecuadamente. Todas parecen ser propietarias de tiendas, puestecillos o simples mantas extendidas en el suelo y sobre las que han dispuesto los artículos que ofrecen. Nos resistimos, pero su condición de resuelto vendedor infantil y agradable desenvoltura acaban arrastrándonos a una de las tiendas. Venden piezas de tela, viejas y nuevas, algodón y seda y todo tipo de sombreros, muchos peludos al estilo turkmeno. Estas niñas son vendedoras increíblemente buenas. Y les gusta hacerlo, les gusta regatear. "Esto no es un supermercado. Tienes que regatear", me dicen.
No lejos de la plaza se levanta la imponente fortaleza del Arca, con sus altos muros de formas orgánicas y torres bulbosas que surgen del suelo. Se trata de un complejo de edificios palaciegos y militares de aire siniestro desde el que ejercieron su tiranía los emires de la dinastía shaybanida hasta su caída en el siglo XVII. La edad de oro de la ciudad se desvanecía con rapidez. Las rutas caravaneras terrestres que unían Oriente con Occidente cayeron en desuso tanto a causa del aislamiento en que se sumió China como por los avances en la navegación y los descubrimientos geográficos que permitieron a los europeos establecer rutas marítimas con la India y China. Asia Central se convirtió entonces en un lugar aislado del resto del mundo, hostil a los extranjeros y fragmentado en ciudades-estado dirigidas por emires déspotas rodeados de un lujo decadente. Pocos fueron los occidentales que llegaron hasta aquí desde el siglo XVIII y no hallaron nada bueno que contar. Y la siguiente historia fue la que contribuyó a consolidar definitivamente la mala fama de la ciudad.
En 1753, Bujara ya se hallaba fuera de los circuitos comerciales del mundo. El gobernador local del reino persa se declaró a sí mismo emir y fundó la dinastía Mangit, que mandaría sobre vidas y haciendas hasta la llegada de los bolcheviques. Lo que siguió fue una sucesión de gobernantes depravados, el peor de los cuales fue Nasrullah Khan (también llamado “el Carnicero”) que ascendió al trono en 1826 tras asesinar a sus hermanos y a otros 28 parientes.
Fue bajo su despótico mandato que llegó a la ciudad el lugarteniente británico Charles Stoddart en misión de paz en 1839. Enviado por las autoridades inglesas de la India para asegurar al emir de que no habría invasión británica de Afganistán, no había sido adiestrado en diplomacia y carecía de conocimientos orientales. La desgracia no tardó en abatirse sobre él. Nada más llegar ofendió al emir al no desmontar de su caballo cuando lo encontró frente a la fortaleza. Esto le valió la reprimenda de uno de los asistentes de Nasrullah que le conminó a arrodillarse en señal de disculpa. Stoddart, viendo en ello una humillación, se negó, haciendo enfurecer al emir. Para colmo, las autoridades inglesas, subestimando la vanidad del tirano, no habían provisto a Stoddart de regalos y la carta que portaba no era de la reina Victoria (a la que Nasrullah Khan consideraba su igual) sino del gobernador general de la India). El previsible resultado de tal cadena de torpezas no se hizo esperar: el emir lo envió inmediatamente a las mazmorras.
La prisión subterránea que hoy los visitantes pueden visitar no es sino una versión limpia e higiénica del infierno que hubo de sufrir el inglés, cuando varios prisioneros se amontonaban en un nimio espacio rodeados de toda clase de insectos y alimañas regularmente alimentadas por los carceleros para que continuaran atormentando a los presos. Stoddart pasó tres años entre arrestos domiciliarios y estancias en aquel tenebroso calabozo. El inglés, de hecho, ni siquiera tuvo la suerte de languidecer en una de esas terribles celdas, sino en un pozo infecto y húmedo de 7 metros de profundidad, lleno de repugnante fauna local, de donde sólo se salía para morir ejecutado. De las paredes de una habitación adyacente habilitada como pequeño museo, cuelgan fotografías de desgraciados que sufrieron crueles castigos por faltas ridículas: latigazos por no observar estrictamente el ramadán; o encarcelamiento en las mortales celdas de la fortaleza por hablar mal de un personaje adinerado. Lo más escalofriante es que esto no sucedía en los crueles siglos de la Edad Media. Tales medidas se tomaban a finales del siglo XIX, poco antes de que los rusos conquistaran la región. Las caras de los reos plasmadas en las fotografías de las paredes reflejaban la miseria e indefensión que sufrían ante un sistema despiadado y arbitrario.
Finalmente, en 1841, apareció el capitán Arthur Conolly, enviado por el gobierno inglés para rescatar a un Stoddart demacrado y consumido por las enfermedades. Al principio sus relaciones con el emir discurrieron cordialmente hasta que los británicos fueron derrotados en Afganistán. Nasrullah, seguro entonces de que no podría recibir represalias de los británicos, mandó a Conolly a hacer compañía a Stoddart en el pozo. Transcurrieron seis largos meses en aquel lugar de pesadilla hasta que fueron sacados del agujero, obligados a desfilar delante de una enfurecida multitud congregada frente al Arca, forzados a cavar sus propias tumbas y finalmente decapitados.
La reacción en Inglaterra al llegar la noticia fue furibunda, pero el gobierno decidió olvidar el asunto. Amigos y parientes de ambos militares recaudaron suficiente dinero como para enviar a su propio emisario, un extraño clérigo llamado Joseph Wolff, con la misión de verificar las muertes de sus predecesores. El propio Wolff sólo escapó de la muerte gracias a que el emir lo encontró divertido vestido en sus ropajes litúrgicos. Pocos se dirigieron a Bujara tras toda esta colección de trágicos episodios. No sería hasta la conquista rusa cuando volverían a llegar los viajeros extranjeros para visitar aquella ciudad de ensueño.
Recorremos la fortaleza, hoy en proceso de rehabilitación integral, caminando por sus rampas y calles, visitando el patio que albergaba el palio bajo el cual se sentaba el emir a despachar los asuntos públicos y que servía también de lugar de coronación, el harén, la mezquita y las diferentes dependencias para la corte y el séquito del khan y que hoy han sido destinadas a albergar museos de poco interés.
Casi un siglo de dominación rusa acabó por apagar la llama religiosa. No del todo, claro. Como sucede en cualquier lugar del mundo, los más desfavorecidos buscan apoyo, material y espiritual, en cualquier mano amiga que se les tienda. La sociedad laica, aspirante a consumista y carente del peso ideológico que, mal que bien, daba el comunismo, no es capaz de dar respuesta a muchos de esos desheredados -o, simplemente, personas con una inquietud espiritual insatisfecha-. La religión, poco a poco, va ganando adeptos, estrechamente vigilada por el gobierno del pseudodictador Karímov.
Pero todos esos nubarrones que oscurecen el futuro más próximo parecían despejarse a la vista de la animación que reinaba en la plaza. Nos sentamos en la escalera de la medersa para disfrutar del espectáculo. Paisanos –la mayoría vestidos a la usanza tradicional- ,se sentaban tranquilamente en taburetes, a la sombra, jugando al ajedrez en un escenario arquitectónico espectacular, pero de proporciones humanas. Un grupo de mujeres de Samarcanda, vestidas con esas túnicas de colores explosivos y pañuelos en la cabeza y cargadas de bolsas de plástico repletas de compras, nos piden que posemos con ellas para una foto de recuerdo de su visita a la ciudad santa, petición a la que accedemos encantados de convertirnos, de repente, en el elemento exótico.
Bujara vivió su época de esplendor gracias al comercio y los múltiples bazares especializados que albergaba: el bazar de los cambistas, el de los sombrereros, el de los joyeros... El de los cambistas está en el extremo del barrio fortificado y se levanta sostenido por cuatro arcos apuntados. Éstos, a su vez, se asientan sobre cuatro plataformas, por lo que, en planta, la cúpula se asienta sobre una base octagonal presidiendo un cruce de calles ocupadas por tiendas y con una cubierta abovedada proporcionando una siempre bienvenida sombra.
En su día, estos espacios abovedados eran mucho más que un lugar de intercambio mercantil. Junto a los edificios públicos adyacentes, formaban una auténtica comunidad, con una pequeña mezquita y una casa de baños en la que relajarse y charlar con tranquilidad. Hoy, estos mercados y sus tiendas siguen gozando de bastante animación aun cuando los cambistas hace tiempo que desaparecieron. Hoy sus puestos están ocupados por alfombras, sombreros típicos uzbecos, artesanías diversas y CD´s.
El comercio está en el aire y en la sangre de los habitantes de Bujara. Todos parecen tener algo que vender. Al volver a la plaza de Hoja Nurabad se nos acercan unas jovencitas, muchas ni siquiera en edad adolescente. Sonríen y tratan de llamar nuestra atención intentando comunicarse en media docena de lenguas con desparpajo, preguntándonos nuestros nombres y memorizándolos para, horas o incluso días después, cuando nos vuelven a ver, dirigirse a nosotros adecuadamente. Todas parecen ser propietarias de tiendas, puestecillos o simples mantas extendidas en el suelo y sobre las que han dispuesto los artículos que ofrecen. Nos resistimos, pero su condición de resuelto vendedor infantil y agradable desenvoltura acaban arrastrándonos a una de las tiendas. Venden piezas de tela, viejas y nuevas, algodón y seda y todo tipo de sombreros, muchos peludos al estilo turkmeno. Estas niñas son vendedoras increíblemente buenas. Y les gusta hacerlo, les gusta regatear. "Esto no es un supermercado. Tienes que regatear", me dicen.
No lejos de la plaza se levanta la imponente fortaleza del Arca, con sus altos muros de formas orgánicas y torres bulbosas que surgen del suelo. Se trata de un complejo de edificios palaciegos y militares de aire siniestro desde el que ejercieron su tiranía los emires de la dinastía shaybanida hasta su caída en el siglo XVII. La edad de oro de la ciudad se desvanecía con rapidez. Las rutas caravaneras terrestres que unían Oriente con Occidente cayeron en desuso tanto a causa del aislamiento en que se sumió China como por los avances en la navegación y los descubrimientos geográficos que permitieron a los europeos establecer rutas marítimas con la India y China. Asia Central se convirtió entonces en un lugar aislado del resto del mundo, hostil a los extranjeros y fragmentado en ciudades-estado dirigidas por emires déspotas rodeados de un lujo decadente. Pocos fueron los occidentales que llegaron hasta aquí desde el siglo XVIII y no hallaron nada bueno que contar. Y la siguiente historia fue la que contribuyó a consolidar definitivamente la mala fama de la ciudad.
En 1753, Bujara ya se hallaba fuera de los circuitos comerciales del mundo. El gobernador local del reino persa se declaró a sí mismo emir y fundó la dinastía Mangit, que mandaría sobre vidas y haciendas hasta la llegada de los bolcheviques. Lo que siguió fue una sucesión de gobernantes depravados, el peor de los cuales fue Nasrullah Khan (también llamado “el Carnicero”) que ascendió al trono en 1826 tras asesinar a sus hermanos y a otros 28 parientes.
Fue bajo su despótico mandato que llegó a la ciudad el lugarteniente británico Charles Stoddart en misión de paz en 1839. Enviado por las autoridades inglesas de la India para asegurar al emir de que no habría invasión británica de Afganistán, no había sido adiestrado en diplomacia y carecía de conocimientos orientales. La desgracia no tardó en abatirse sobre él. Nada más llegar ofendió al emir al no desmontar de su caballo cuando lo encontró frente a la fortaleza. Esto le valió la reprimenda de uno de los asistentes de Nasrullah que le conminó a arrodillarse en señal de disculpa. Stoddart, viendo en ello una humillación, se negó, haciendo enfurecer al emir. Para colmo, las autoridades inglesas, subestimando la vanidad del tirano, no habían provisto a Stoddart de regalos y la carta que portaba no era de la reina Victoria (a la que Nasrullah Khan consideraba su igual) sino del gobernador general de la India). El previsible resultado de tal cadena de torpezas no se hizo esperar: el emir lo envió inmediatamente a las mazmorras.
La prisión subterránea que hoy los visitantes pueden visitar no es sino una versión limpia e higiénica del infierno que hubo de sufrir el inglés, cuando varios prisioneros se amontonaban en un nimio espacio rodeados de toda clase de insectos y alimañas regularmente alimentadas por los carceleros para que continuaran atormentando a los presos. Stoddart pasó tres años entre arrestos domiciliarios y estancias en aquel tenebroso calabozo. El inglés, de hecho, ni siquiera tuvo la suerte de languidecer en una de esas terribles celdas, sino en un pozo infecto y húmedo de 7 metros de profundidad, lleno de repugnante fauna local, de donde sólo se salía para morir ejecutado. De las paredes de una habitación adyacente habilitada como pequeño museo, cuelgan fotografías de desgraciados que sufrieron crueles castigos por faltas ridículas: latigazos por no observar estrictamente el ramadán; o encarcelamiento en las mortales celdas de la fortaleza por hablar mal de un personaje adinerado. Lo más escalofriante es que esto no sucedía en los crueles siglos de la Edad Media. Tales medidas se tomaban a finales del siglo XIX, poco antes de que los rusos conquistaran la región. Las caras de los reos plasmadas en las fotografías de las paredes reflejaban la miseria e indefensión que sufrían ante un sistema despiadado y arbitrario.
Finalmente, en 1841, apareció el capitán Arthur Conolly, enviado por el gobierno inglés para rescatar a un Stoddart demacrado y consumido por las enfermedades. Al principio sus relaciones con el emir discurrieron cordialmente hasta que los británicos fueron derrotados en Afganistán. Nasrullah, seguro entonces de que no podría recibir represalias de los británicos, mandó a Conolly a hacer compañía a Stoddart en el pozo. Transcurrieron seis largos meses en aquel lugar de pesadilla hasta que fueron sacados del agujero, obligados a desfilar delante de una enfurecida multitud congregada frente al Arca, forzados a cavar sus propias tumbas y finalmente decapitados.
La reacción en Inglaterra al llegar la noticia fue furibunda, pero el gobierno decidió olvidar el asunto. Amigos y parientes de ambos militares recaudaron suficiente dinero como para enviar a su propio emisario, un extraño clérigo llamado Joseph Wolff, con la misión de verificar las muertes de sus predecesores. El propio Wolff sólo escapó de la muerte gracias a que el emir lo encontró divertido vestido en sus ropajes litúrgicos. Pocos se dirigieron a Bujara tras toda esta colección de trágicos episodios. No sería hasta la conquista rusa cuando volverían a llegar los viajeros extranjeros para visitar aquella ciudad de ensueño.
Recorremos la fortaleza, hoy en proceso de rehabilitación integral, caminando por sus rampas y calles, visitando el patio que albergaba el palio bajo el cual se sentaba el emir a despachar los asuntos públicos y que servía también de lugar de coronación, el harén, la mezquita y las diferentes dependencias para la corte y el séquito del khan y que hoy han sido destinadas a albergar museos de poco interés.
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