Lyab-i Hauz'' (del persa لب حوض , que significa "junto al estanque"), es el nombre que recibe la extensa plaza que rodea a uno de los pocos "Hauz" o estanques que dieron fama a Bujara en la Edad Media. Como ya mencionamos, hasta la era soviética existían muchos de esos estanques públicos, que constituían la principal fuente de abastecimiento de agua para la población. El Lyab-i Hauz sobrevivió gracias a que era la pieza central de un magnífico conjunto monumental levantado entre los siglos XVI y XVII y que ha perdurado hasta nuestros días sin apenas cambios. Éste consta de la medersa '''Kukeldash''' (1568-1569), la mayor de la ciudad, y dos edificios religiosos, el Khanaka Nadir Divan Begi o albergue para sufis itinerantes, y una medersa que hace un ángulo recto con el albergue.
Labi Hauz era el lugar más emblemático de la ciudad antigua, una plaza que, además de la vieja y sucia alberca construida en 1620, conservaba antiguas moreras a cuya sombra sigue reuniéndose hoy un público heterogéneo para jugar al ajedrez, solazarse y matar el tiempo. Todo tenía un aire antiguo y provinciano. La escena que se contemplaba allí, si no fuera por las espantosas sillas y mesas de plástico rojo instaladas junto al agua, podía corresponder perfectamente a cualquier tarde apacible del siglo pasado antes de que se inventara la prisa. Alrededor de la plaza, varias medersas imponían el carácter y la sobriedad de su arquitectura. La plaza goza de bullicio a todas horas, tan sólo alternándose las caras de los paseantes: ancianos durante las horas de sol, familias al atardecer, parejas y turistas por la noche y alegres chiquillos a todas horas correteando entre las vetustas moreras, algunas de las cuales acumulan cinco siglos en sus troncos y se preservan como un auténtico como patrimonio histórico.
La historia de este bello lugar está estrechamente conectada a Nadir Divan-Begi, un importante visir y tío del emir de Bujara. Se dice que cuando este visir construyó el Khanaka que lleva su nombre, cerca del emplazamiento del edificio había una amplia finca propiedad de una anciana viuda judía. Nadir Divan había decidido que ese lugar sería perfecto para un estanque e hizo una oferta a la anciana. Pero ésta se negó a vender. Nadir la llevó hasta el emir, su sobrino, en la esperanza de que presionaría a la mujer a aceptar el dinero. El emir debía ser un buen político porque escurrió el bulto y nombró una comisión de expertos muftís para que estudiaran el problema. Para sorpresa de unos y otros, la conclusión de estos especialistas en ley islámica fue que no había forma legal de expropiar la finca u obligar a la viuda a comprar, puesto que ésta, en su condición de judía que pagaba el impuesto Jizyah (que sólo se aplicaba a los infieles) tenía los mismos derechos que cualquier musulmán.
Así que el visir Nadir recurrió a tretas más arteras. Construyó un depósito cerca de la vivienda de la testaruda judía y, aunque resultó desproporcionadamente caro, cavó una acequia de riego que desembocaba en su estanque, de tal manera que el agua discurría muy cerca de la casa de la mujer, cuyos cimientos no tardaron en tambalearse. Cuando la indignada viuda acudió a Nadir reclamando justicia, éste reiteró su oferta por la casa. La viuda rechazó otra vez el dinero, pero en esta ocasión exigió sus propias condiciones. Prometió abandonar su propiedad si los gobernantes de Bujara le daban otra tierra y un permiso para edificar una sinagoga. Así se hizo. Nadir le regaló una finca en un área residencial que más tarde se conocería como el "Barrio Judío". Sin más tardar, se construyó la sinagoga y el estanque. La gente comenzó a llamarlo "Lyab-i Hauz", que significa "junto al estanque". Pero la memoria de los locales todavía guarda otro nombre: Haus-i Bazur, "construido a la fuerza"
Curiosamente, los judíos utilizaban para sus plegarias, antes de disponer gracias a la viuda de su propia sinagoga, la mezquita de la plaza. Según algunas crónicas, musulmanes y judíos rezaban unos junto a otros en el mismo lugar y al mismo tiempo. Otras fuentes dicen que los judíos ocupaban el templo una vez los musulmanes habían terminado. Esto quizá explica la costumbre de los judíos de Bujara de saludar con la fórmula "Shalom Aleyhim" (la paz contigo) tras la oración de la mañana, una tradición inexistente entre los judíos europeos.
Pero lo que más atrae la atención de la bella plaza es el frontón de la mezquita, en el que lucen unas espléndidas aves, aparentemente fénix o aves del paraíso. Es la primera representación figurativa que hemos visto en varios días de visitas a mezquitas y medersas y no podemos sino sorprendernos. El Corán no había dictado ninguna prohibición formal en relación con la representación figurativa, salvo en lo referente al culto de los ídolos, estatuillas de arcilla o de piedra. Fueron los hadiz, las interpretaciones posteriores del sagrado libro, los que condenaron todas las representaciones, bien fuera en el arte, las telas o las alfombras, aun cuando el propio Profeta adornara con ellas su residencia en Medina. Es más, el mismo Corán, describe con profusión de imágenes el Paraíso.
La razón subyacente en el rigor de los hadiz es que Alá es el único creador. Cualquier intento del hombre de imitar su perfección es un aberrante pecado de orgullo. Incluso los patios columnados de las mezquitas se dejan con alguna imperfección (una columna de tallado desigual, por ejemplo, para que no sean perfectamente simétricos). Esta visión de las cosas hizo que los tejedores hubieran de encontrar maneras diferentes de plasmar su arte con el fin de no disgustar a sus nuevos invasores y clientes musulmanes. Así, las representaciones se hicieron más abstractas, integrando animales y personas entre plantas y flores. O bien, abandonando totalmente la representación figurativa y adoptando formas geométricas. El Islam, por tanto, rechazó artes tan queridas y practicadas en Occidente como la pintura o la escultura, para centrarse en las artes decorativas: el tejido, la iluminación, la cerámica y trabajo de cristal o la marquetería.
El Char Minar es uno de los edificios más característicos de Bujara, situado en mitad de una rejilla de calles de casas bajas algo apartada del conjunto monumental principal. Quizá por ser domingo apenas se ve a gente por la calle con la excepción de algunos muchachos jugando y montando en bicicleta.
No hay más que un solitario visitante occidental en el fotogénico Char Minar. Se trata de un edificio que sirvió de entrada a una mezquita hace ya mucho tiempo desaparecida. Fue construido en 1807 y su estilo arquitectónico tiene más que ver con la India que con cualquier otra cosa de Bujara. Su nombre significa “Cuatro Minaretes” en lengua tayika aunque las cuatro torres que custodian el robusto cuerpo central no son más que eso, torres decorativas sin otra función definida. La construcción se alza dominando una agradable plaza arbolada que parece cuidada por los propios vecinos. El edificio ha sido pulcramente restaurado pero es el orgullo cívico de la población lo que preserva de pintadas y manchas sus ahora limpios muros.
Aunque a primera vista el conjunto parece simétrico, existen sutiles diferencias que deliberadamente lo alejan de la perfección arquitectónica basada en la simetría, algo que, como ya dijimos, sólo puede alcanzar Alá. Así, los remates de los minaretes son todos diferentes en su decoración e incluso forma. El bello edificio, sin embargo, es poco más que una cáscara vacía. El interior no alberga más que una tienda para turistas y un proyecto de museo tradicional en la planta superior en el que aperos de labranza se desparraman sin orden ni concierto por el suelo y sobre polvorientos aparadores. La barata entrada que cobra la dependienta solo merece la pena por la posibilidad de acceder al tejado y contemplar de cerca las abombadas cúpulas de color turquesa.
El sol comienza a descender el tercer día cuando, impacientes, nos dirigimos al centro de la parte antigua para realizar la visita que habíamos ido aplazando: subir al imponente minarete Kalon. Los tickets se compraban en la gran mezquita adyacente, desde donde se accede al tejado plano de la misma. De aquí arranca una pequeña pasarela que une la mezquita con la sólida torre, custodiada por un chavalín de aspecto solemne. La escalera de caracol que llevaba a la parte superior era todo menos segura. No había apenas luz, los escalones eran irregulares, estaban desgastados y estropeados por huecos y rebabas. Desde luego no había barandilla y era mejor no intentar apoyarse en la pared teniendo en cuenta la maraña de cables de aspecto amenazador que, como una telaraña, se agarraban a los oscuros muros.
Pero la vista desde la galería de la cima compensaba la azarosa subida: una panorámica espectacular de la ciudad vieja, con las dos medersas de la plaza en primer plano, sus torres rematadas por cúpulas turquesa y sus fachadas de rica decoración refulgiendo con los últimos rayos del día. Los grandes edificios de tiempos pasados, con los colores brotando de sus muros, se alzaban sobre un terreno cubierto por casas de muros arcillosos y pequeñas dimensiones. Más allá se distinguían otras cúpulas, indicando la presencia de medersas, mezquitas, mercados y bazares, estrechos callejones y fachadas austeras que escondían grandes patios. La ciudad vieja se extiende alrededor de estas cúpulas, uno de los conjuntos históricos más impresionantes de Asia.
Construido de ladrillo y terminado en 1127, este mirador, el Kalon se eleva nada menos que 47 metros de altura y fue uno de los primeros de la generación de minaretes gigantes que aparecieron en Asia, desde Ghazni y Jam en Afganistán hasta Nueva Delhi, en India. El Kalon, cuando se completó, era una de las más altas estructuras de Asia, una de las maravillas del continente. Los minaretes son construcciones peculiares: se usaban como atalayas desde las que llamar a los fieles a la oración; eran también un símbolo: el de la escalera que ascendía al cielo señalando la presencia de un lugar sagrado, la mezquita, el eje alrededor del cual giraba el mundo.
Las cenefas y decoraciones geométricas que cubren su estructura muestran aún las heridas dejadas por los bombardeos de los soviéticos cuando tomaron la ciudad. El minarete, gracias a sus cimientos de diez metros de profundidad, ha conseguido no sólo sobrevivir a todos los invasores sino despertar su admiración y respeto. Algo que, desgraciadamente, no lograron las gentes que hubieron de vivir aquellos tiempos difíciles. Hoy nos resulta difícil, por no decir imposible, imaginar lo que hubo de ser enfrentarse a destructores de civilizaciones como los soviéticos, Tamerlán o, quizá el más terrorífico de todos, Gengis Khan.
A comienzos del siglo XIII los turcos selyúcidas habían completado su conquista de Asia Central, desde la actual Turquía hasta la India y China. Promotores del comercio, construyeron carreteras y caminos, edificaron caravasares y favorecieron el comercio, eso sí, impidiendo el acceso al mismo de los mercaderes cristianos, ya fuera por mar a través del océano Índico o por tierra siguiendo la conocida hoy como Ruta de la Seda. El monopolio del comercio y los impuestos derivados del mismo permitieron la construcción de ciudades embellecidas por magníficos monumentos, como Bujara.
Pero de invasores, los turcos pasaron a ser invadidos cuando un pariente étnico, Gengis Khan, quien, tras unificar las tribus mongolas, inició una campaña de conquista hacia sus enemigos tradicionales, los chinos. Tomó Pekín en 1215 antes de dirigir sus ambiciones hacia las riquezas del mundo musulmán. Sus imparables hordas galoparon hacia el oeste, conquistando Samarcanda y Bujara en 1220. Desde el mismo punto en que nos encontrábamos disfrutando de la vista, Gengis Kan se dirigió a una aterrorizada multitud con una afirmación demoledora: “Soy el enviado de Dios para castigar vuestros pecados”. La imagen que conjura una crónica de la época citando el decreto mongol, nos sigue pareciendo terrorífica:
“Todos los habitantes, acompañados de sus mujeres y sus hijos, deberán salir hacia el campo, dejar en sus casas todos sus bienes y no llevar con ellos más que lo puesto. [Se trataba, se decía, de un censo de la población. Por la mañana, los ciudadanos cumplieron las órdenes]. En número eran dos o tres veces más numerosos que los efectivos enemigos. Los mongoles, acompañados por los intérpretes, pasaron primeramente entre la muchedumbre informándose de si entre ellos había algún artesano y preguntando el oficio que ejercían. Después, agruparon a éstos aparte… finalmente, los mongoles buscaron a las mujeres hermosas, las jovencitas y los niños, y los aislaron… Las mujeres fueron violadas ante los ojos de sus padres, y el resto de los habitantes –salvo los hombres jóvenes que podían servir de esclavos y los artesanos- fueron asesinados en el lugar. Cuando los mongoles volvieron hacia las calles desiertas y abandonadas, cuando se dispersaron entre las casas y hubieron cargado sobre sus caballos los objetos saqueados, la ciudad comenzó a arder a la vez por todos los costados”.
El mismo tratamiento recibió Samarcanda. La Ruta de la Seda, los mercaderes, sus caravanas, los caravasares... todo se volatilizó bajo los cascos de los caballos mongoles. Cuando Gengis murió en 1227, su imperio pasó a manos de sus cuatro hijos, que saquearon Rusia y Europa oriental. No sería hasta 1260 que los mongoles serían frenados por los mamelucos egipcios, pero para entonces, los devastadores jinetes de las estepas habían conseguido cambiar la historia. La desintegración del califato abasí tendría enormes consecuencias: el imperio musulmán quedó fragmentado en kanatos y estados independientes y enfrentados, una situación de la que solo se repondrían parcialmente con la ascensión al poder de los otomanos. Sin embargo, Asia Central, aislada del resto del mundo musulmán por desiertos y montañas, retendría durante buena parte de los siguientes siglos su complicado mapa de ciudades-estado con el intervalo de la dinastía chabánida fundada por los turcos uzbecos.
El minarete Kalón perdería su función religiosa y de afirmación política para convertirse en cadalso: desde su cima se arrojaba a los convictos en uno de esos alardes de crueldad pública con finalidad ejemplarizante tan queridos por los kanes asiáticos. Nos olvidamos de esas historias de poder, violencia y sangre en cuanto bajamos de nuevo a la plaza, donde los últimos rayos de sol se reflejan sobre las fachadas de la medersa Mir-i-Arab. Era una hora mágica. Los bazares y mercados habían cerrado sus puertas y la ciudad aparecía vacía, como si a nadie le importara el espectáculo, no por cotidiano menos bello, de la luz poniente sobre los minaretes y las cúpulas esmeraldas.
La despedida de la ciudad tendrá lugar al día siguiente, junto a una construcción muy anterior a los mercados y bazares y, probablemente, la que sea la estructura intacta más antigua de Asia Central, una de las maravillas olvidadas de Asia, un superviviente solitario de la primera edad dorada de Bujara. Se trata del Mausoleo de Ismail Salami, hoy sito en el parque del mismo nombre cerca de la fortaleza del Arca.
Fue construido en el siglo X y, como muchos mausoleos musulmanes, tiene una parte baja de forma cúbica coronada por una cúpula hemisférica. Pero son los detalles los que llaman la atención. Aquí encontramos motivos y formas que luego aparecerían en Europa como parte de los estilos románico y gótico: formas en "v", espirales, arcos simples apuntados... edificios pequeños como este mausoleo tuvieron mucha más relevancia de lo que podríamos imaginar: situados a lo largo de las principales rutas comerciales, influyeron enormemente en viajeros y mercaderes venidos de Occidente. Contemplarían estas formas, las admirarían y las recordarían una vez en casa para, a su vez, influir en los constructores y arquitectos de sus naciones. Las magníficas catedrales europeas quizá tuvieron su diminuta semilla en este monumento de líneas elegantes hecho con ladrillos de terracota intercalados para que las distintas luces del día -y de la noche- le den un aspecto diferente según la hora. Sin duda, estamos ante uno de los caminos por los que la geometría sagrada y los símbolos hallaron su camino de unas culturas a otras durante la Edad Media y el Renacimiento, utilizados por Oriente y Occidente, musulmanes y cristianos.
Labi Hauz era el lugar más emblemático de la ciudad antigua, una plaza que, además de la vieja y sucia alberca construida en 1620, conservaba antiguas moreras a cuya sombra sigue reuniéndose hoy un público heterogéneo para jugar al ajedrez, solazarse y matar el tiempo. Todo tenía un aire antiguo y provinciano. La escena que se contemplaba allí, si no fuera por las espantosas sillas y mesas de plástico rojo instaladas junto al agua, podía corresponder perfectamente a cualquier tarde apacible del siglo pasado antes de que se inventara la prisa. Alrededor de la plaza, varias medersas imponían el carácter y la sobriedad de su arquitectura. La plaza goza de bullicio a todas horas, tan sólo alternándose las caras de los paseantes: ancianos durante las horas de sol, familias al atardecer, parejas y turistas por la noche y alegres chiquillos a todas horas correteando entre las vetustas moreras, algunas de las cuales acumulan cinco siglos en sus troncos y se preservan como un auténtico como patrimonio histórico.
La historia de este bello lugar está estrechamente conectada a Nadir Divan-Begi, un importante visir y tío del emir de Bujara. Se dice que cuando este visir construyó el Khanaka que lleva su nombre, cerca del emplazamiento del edificio había una amplia finca propiedad de una anciana viuda judía. Nadir Divan había decidido que ese lugar sería perfecto para un estanque e hizo una oferta a la anciana. Pero ésta se negó a vender. Nadir la llevó hasta el emir, su sobrino, en la esperanza de que presionaría a la mujer a aceptar el dinero. El emir debía ser un buen político porque escurrió el bulto y nombró una comisión de expertos muftís para que estudiaran el problema. Para sorpresa de unos y otros, la conclusión de estos especialistas en ley islámica fue que no había forma legal de expropiar la finca u obligar a la viuda a comprar, puesto que ésta, en su condición de judía que pagaba el impuesto Jizyah (que sólo se aplicaba a los infieles) tenía los mismos derechos que cualquier musulmán.
Así que el visir Nadir recurrió a tretas más arteras. Construyó un depósito cerca de la vivienda de la testaruda judía y, aunque resultó desproporcionadamente caro, cavó una acequia de riego que desembocaba en su estanque, de tal manera que el agua discurría muy cerca de la casa de la mujer, cuyos cimientos no tardaron en tambalearse. Cuando la indignada viuda acudió a Nadir reclamando justicia, éste reiteró su oferta por la casa. La viuda rechazó otra vez el dinero, pero en esta ocasión exigió sus propias condiciones. Prometió abandonar su propiedad si los gobernantes de Bujara le daban otra tierra y un permiso para edificar una sinagoga. Así se hizo. Nadir le regaló una finca en un área residencial que más tarde se conocería como el "Barrio Judío". Sin más tardar, se construyó la sinagoga y el estanque. La gente comenzó a llamarlo "Lyab-i Hauz", que significa "junto al estanque". Pero la memoria de los locales todavía guarda otro nombre: Haus-i Bazur, "construido a la fuerza"
Curiosamente, los judíos utilizaban para sus plegarias, antes de disponer gracias a la viuda de su propia sinagoga, la mezquita de la plaza. Según algunas crónicas, musulmanes y judíos rezaban unos junto a otros en el mismo lugar y al mismo tiempo. Otras fuentes dicen que los judíos ocupaban el templo una vez los musulmanes habían terminado. Esto quizá explica la costumbre de los judíos de Bujara de saludar con la fórmula "Shalom Aleyhim" (la paz contigo) tras la oración de la mañana, una tradición inexistente entre los judíos europeos.
Pero lo que más atrae la atención de la bella plaza es el frontón de la mezquita, en el que lucen unas espléndidas aves, aparentemente fénix o aves del paraíso. Es la primera representación figurativa que hemos visto en varios días de visitas a mezquitas y medersas y no podemos sino sorprendernos. El Corán no había dictado ninguna prohibición formal en relación con la representación figurativa, salvo en lo referente al culto de los ídolos, estatuillas de arcilla o de piedra. Fueron los hadiz, las interpretaciones posteriores del sagrado libro, los que condenaron todas las representaciones, bien fuera en el arte, las telas o las alfombras, aun cuando el propio Profeta adornara con ellas su residencia en Medina. Es más, el mismo Corán, describe con profusión de imágenes el Paraíso.
La razón subyacente en el rigor de los hadiz es que Alá es el único creador. Cualquier intento del hombre de imitar su perfección es un aberrante pecado de orgullo. Incluso los patios columnados de las mezquitas se dejan con alguna imperfección (una columna de tallado desigual, por ejemplo, para que no sean perfectamente simétricos). Esta visión de las cosas hizo que los tejedores hubieran de encontrar maneras diferentes de plasmar su arte con el fin de no disgustar a sus nuevos invasores y clientes musulmanes. Así, las representaciones se hicieron más abstractas, integrando animales y personas entre plantas y flores. O bien, abandonando totalmente la representación figurativa y adoptando formas geométricas. El Islam, por tanto, rechazó artes tan queridas y practicadas en Occidente como la pintura o la escultura, para centrarse en las artes decorativas: el tejido, la iluminación, la cerámica y trabajo de cristal o la marquetería.
El Char Minar es uno de los edificios más característicos de Bujara, situado en mitad de una rejilla de calles de casas bajas algo apartada del conjunto monumental principal. Quizá por ser domingo apenas se ve a gente por la calle con la excepción de algunos muchachos jugando y montando en bicicleta.
No hay más que un solitario visitante occidental en el fotogénico Char Minar. Se trata de un edificio que sirvió de entrada a una mezquita hace ya mucho tiempo desaparecida. Fue construido en 1807 y su estilo arquitectónico tiene más que ver con la India que con cualquier otra cosa de Bujara. Su nombre significa “Cuatro Minaretes” en lengua tayika aunque las cuatro torres que custodian el robusto cuerpo central no son más que eso, torres decorativas sin otra función definida. La construcción se alza dominando una agradable plaza arbolada que parece cuidada por los propios vecinos. El edificio ha sido pulcramente restaurado pero es el orgullo cívico de la población lo que preserva de pintadas y manchas sus ahora limpios muros.
Aunque a primera vista el conjunto parece simétrico, existen sutiles diferencias que deliberadamente lo alejan de la perfección arquitectónica basada en la simetría, algo que, como ya dijimos, sólo puede alcanzar Alá. Así, los remates de los minaretes son todos diferentes en su decoración e incluso forma. El bello edificio, sin embargo, es poco más que una cáscara vacía. El interior no alberga más que una tienda para turistas y un proyecto de museo tradicional en la planta superior en el que aperos de labranza se desparraman sin orden ni concierto por el suelo y sobre polvorientos aparadores. La barata entrada que cobra la dependienta solo merece la pena por la posibilidad de acceder al tejado y contemplar de cerca las abombadas cúpulas de color turquesa.
El sol comienza a descender el tercer día cuando, impacientes, nos dirigimos al centro de la parte antigua para realizar la visita que habíamos ido aplazando: subir al imponente minarete Kalon. Los tickets se compraban en la gran mezquita adyacente, desde donde se accede al tejado plano de la misma. De aquí arranca una pequeña pasarela que une la mezquita con la sólida torre, custodiada por un chavalín de aspecto solemne. La escalera de caracol que llevaba a la parte superior era todo menos segura. No había apenas luz, los escalones eran irregulares, estaban desgastados y estropeados por huecos y rebabas. Desde luego no había barandilla y era mejor no intentar apoyarse en la pared teniendo en cuenta la maraña de cables de aspecto amenazador que, como una telaraña, se agarraban a los oscuros muros.
Pero la vista desde la galería de la cima compensaba la azarosa subida: una panorámica espectacular de la ciudad vieja, con las dos medersas de la plaza en primer plano, sus torres rematadas por cúpulas turquesa y sus fachadas de rica decoración refulgiendo con los últimos rayos del día. Los grandes edificios de tiempos pasados, con los colores brotando de sus muros, se alzaban sobre un terreno cubierto por casas de muros arcillosos y pequeñas dimensiones. Más allá se distinguían otras cúpulas, indicando la presencia de medersas, mezquitas, mercados y bazares, estrechos callejones y fachadas austeras que escondían grandes patios. La ciudad vieja se extiende alrededor de estas cúpulas, uno de los conjuntos históricos más impresionantes de Asia.
Construido de ladrillo y terminado en 1127, este mirador, el Kalon se eleva nada menos que 47 metros de altura y fue uno de los primeros de la generación de minaretes gigantes que aparecieron en Asia, desde Ghazni y Jam en Afganistán hasta Nueva Delhi, en India. El Kalon, cuando se completó, era una de las más altas estructuras de Asia, una de las maravillas del continente. Los minaretes son construcciones peculiares: se usaban como atalayas desde las que llamar a los fieles a la oración; eran también un símbolo: el de la escalera que ascendía al cielo señalando la presencia de un lugar sagrado, la mezquita, el eje alrededor del cual giraba el mundo.
Las cenefas y decoraciones geométricas que cubren su estructura muestran aún las heridas dejadas por los bombardeos de los soviéticos cuando tomaron la ciudad. El minarete, gracias a sus cimientos de diez metros de profundidad, ha conseguido no sólo sobrevivir a todos los invasores sino despertar su admiración y respeto. Algo que, desgraciadamente, no lograron las gentes que hubieron de vivir aquellos tiempos difíciles. Hoy nos resulta difícil, por no decir imposible, imaginar lo que hubo de ser enfrentarse a destructores de civilizaciones como los soviéticos, Tamerlán o, quizá el más terrorífico de todos, Gengis Khan.
A comienzos del siglo XIII los turcos selyúcidas habían completado su conquista de Asia Central, desde la actual Turquía hasta la India y China. Promotores del comercio, construyeron carreteras y caminos, edificaron caravasares y favorecieron el comercio, eso sí, impidiendo el acceso al mismo de los mercaderes cristianos, ya fuera por mar a través del océano Índico o por tierra siguiendo la conocida hoy como Ruta de la Seda. El monopolio del comercio y los impuestos derivados del mismo permitieron la construcción de ciudades embellecidas por magníficos monumentos, como Bujara.
Pero de invasores, los turcos pasaron a ser invadidos cuando un pariente étnico, Gengis Khan, quien, tras unificar las tribus mongolas, inició una campaña de conquista hacia sus enemigos tradicionales, los chinos. Tomó Pekín en 1215 antes de dirigir sus ambiciones hacia las riquezas del mundo musulmán. Sus imparables hordas galoparon hacia el oeste, conquistando Samarcanda y Bujara en 1220. Desde el mismo punto en que nos encontrábamos disfrutando de la vista, Gengis Kan se dirigió a una aterrorizada multitud con una afirmación demoledora: “Soy el enviado de Dios para castigar vuestros pecados”. La imagen que conjura una crónica de la época citando el decreto mongol, nos sigue pareciendo terrorífica:
“Todos los habitantes, acompañados de sus mujeres y sus hijos, deberán salir hacia el campo, dejar en sus casas todos sus bienes y no llevar con ellos más que lo puesto. [Se trataba, se decía, de un censo de la población. Por la mañana, los ciudadanos cumplieron las órdenes]. En número eran dos o tres veces más numerosos que los efectivos enemigos. Los mongoles, acompañados por los intérpretes, pasaron primeramente entre la muchedumbre informándose de si entre ellos había algún artesano y preguntando el oficio que ejercían. Después, agruparon a éstos aparte… finalmente, los mongoles buscaron a las mujeres hermosas, las jovencitas y los niños, y los aislaron… Las mujeres fueron violadas ante los ojos de sus padres, y el resto de los habitantes –salvo los hombres jóvenes que podían servir de esclavos y los artesanos- fueron asesinados en el lugar. Cuando los mongoles volvieron hacia las calles desiertas y abandonadas, cuando se dispersaron entre las casas y hubieron cargado sobre sus caballos los objetos saqueados, la ciudad comenzó a arder a la vez por todos los costados”.
El mismo tratamiento recibió Samarcanda. La Ruta de la Seda, los mercaderes, sus caravanas, los caravasares... todo se volatilizó bajo los cascos de los caballos mongoles. Cuando Gengis murió en 1227, su imperio pasó a manos de sus cuatro hijos, que saquearon Rusia y Europa oriental. No sería hasta 1260 que los mongoles serían frenados por los mamelucos egipcios, pero para entonces, los devastadores jinetes de las estepas habían conseguido cambiar la historia. La desintegración del califato abasí tendría enormes consecuencias: el imperio musulmán quedó fragmentado en kanatos y estados independientes y enfrentados, una situación de la que solo se repondrían parcialmente con la ascensión al poder de los otomanos. Sin embargo, Asia Central, aislada del resto del mundo musulmán por desiertos y montañas, retendría durante buena parte de los siguientes siglos su complicado mapa de ciudades-estado con el intervalo de la dinastía chabánida fundada por los turcos uzbecos.
El minarete Kalón perdería su función religiosa y de afirmación política para convertirse en cadalso: desde su cima se arrojaba a los convictos en uno de esos alardes de crueldad pública con finalidad ejemplarizante tan queridos por los kanes asiáticos. Nos olvidamos de esas historias de poder, violencia y sangre en cuanto bajamos de nuevo a la plaza, donde los últimos rayos de sol se reflejan sobre las fachadas de la medersa Mir-i-Arab. Era una hora mágica. Los bazares y mercados habían cerrado sus puertas y la ciudad aparecía vacía, como si a nadie le importara el espectáculo, no por cotidiano menos bello, de la luz poniente sobre los minaretes y las cúpulas esmeraldas.
La despedida de la ciudad tendrá lugar al día siguiente, junto a una construcción muy anterior a los mercados y bazares y, probablemente, la que sea la estructura intacta más antigua de Asia Central, una de las maravillas olvidadas de Asia, un superviviente solitario de la primera edad dorada de Bujara. Se trata del Mausoleo de Ismail Salami, hoy sito en el parque del mismo nombre cerca de la fortaleza del Arca.
Fue construido en el siglo X y, como muchos mausoleos musulmanes, tiene una parte baja de forma cúbica coronada por una cúpula hemisférica. Pero son los detalles los que llaman la atención. Aquí encontramos motivos y formas que luego aparecerían en Europa como parte de los estilos románico y gótico: formas en "v", espirales, arcos simples apuntados... edificios pequeños como este mausoleo tuvieron mucha más relevancia de lo que podríamos imaginar: situados a lo largo de las principales rutas comerciales, influyeron enormemente en viajeros y mercaderes venidos de Occidente. Contemplarían estas formas, las admirarían y las recordarían una vez en casa para, a su vez, influir en los constructores y arquitectos de sus naciones. Las magníficas catedrales europeas quizá tuvieron su diminuta semilla en este monumento de líneas elegantes hecho con ladrillos de terracota intercalados para que las distintas luces del día -y de la noche- le den un aspecto diferente según la hora. Sin duda, estamos ante uno de los caminos por los que la geometría sagrada y los símbolos hallaron su camino de unas culturas a otras durante la Edad Media y el Renacimiento, utilizados por Oriente y Occidente, musulmanes y cristianos.
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