Teniendo en cuenta su tamaño, Túnez es un país insólitamente rico desde el punto de vista arquitectónico. Como muchos otros lugares, su situación geográfica constituyó tanto fuente de fortuna como causa de desgracia. Por aquí pasaron imperios y culturas que fueron dejando su arte, espíritu y forma de entender el mundo en las estructuras que levantaban. El norte y la costa conservan restos cartagineses y romanos; las invasiones árabes trajeron consigo mezquitas y un nuevo modo de entender la estructura urbana que en buena medida ha perdurado hasta la actualidad; su etapa como colonia francesa le aportó ideas europeas, como las anchas avenidas arboladas o los edificios con fachada frontal (en el mundo islámico las viviendas y sus patios se escondían tras un muro).
Pero los habitantes más antiguos de Túnez no fueron ninguno de esos pueblos, sino los bereberes, presentes en buena parte de la costa norte del continente africano. Su nombre, que proviene del griego barbaroi (término que con el que se hacía referencia a todo aquel que no hablara griego), hacía referencia a un conjunto de tribus nómadas que llegaron aquí con sus rebaños cuatro mil años antes de nuestra era. No es de extrañar por tanto que se consideraran en justicia los pobladores más antiguos de estas tierras y que se resistieran con fiereza a la colonización de otras culturas. Aunque durante los siglos IV y V abrazaran el cristianismo y luego se dejaran conquistar por el Islam (al fin y al cabo, si bien libraron una sangrienta guerra contra los árabes, compartían dos pilares básicos de su modo de vida: un sistema tribal y una cultura nómada), conservaron, aunque arabizada, una identidad étnica y lingüística diferenciada. El rodillo uniformizador del mundo moderno, no obstante, está socavando esa identidad, seduciendo a sus miembros ( que constituyen tan solo un indefenso 1% de la población total de Túnez) con los cantos de sirena de la globalización.
Los bereberes han vivido tradicionalmente en un medio hostil: el desierto. Aunque nómadas en esencia, aquellos que decidían establecerse en un lugar determinado se vieron obligados a hallar la forma de hacerlo en las mejores condiciones para resistir la principal amenaza de estas tierras: el calor. La original solución que hallaron puede contemplarse a 70 km al sur de la ciudad costera de Gabés, una de las principales ciudades de Túnez, en el pueblo de Matmata, llamado así por la tribu bereber que lo habita. Está localizado en una hoz rodeada de montes ocres de 700 m de altitud y formas suaves. La vida discurre a un ritmo lento en este terreno de cauces secos y suelos arrugados de tonos rosados interrumpidos por parches verdes, donde los agricultores locales tratan de cultivar higueras, olivos y palmeras datileras aprovechando las infrecuentes lluvias. Pero en el suelo hay algo más: invisibles desde la distancia, se abren una serie de cráteres o pozos circulares de 6 metros de profundidad y 15 m de anchura: son las viviendas trogloditas.
La entrada a cada vivienda es un túnel excavado en un lateral de las ondulaciones del terreno. Éste se abre al patio central de 12 m de diámetro y 6-8 metros de altura. Otros pasadizos llevan a veces a un patio secundario que hace las veces de cuadra. Al patio principal se asoman diversas estancias de diferente tamaño: dormitorios, almacenes, cocina… Los graneros están situados en un “primer piso” a los que se accede con rudimentarias escaleras, bien de madera, bien talladas en la propia pared. El grano se introducía directamente desde el exterior utilizando una especie de rudimentaria cañería. Cada casa subterránea estaba habitada por una familia y el número de habitaciones se adaptaba al tamaño y prosperidad de ésta.
Una vez en el interior de una de estas casas, la principal ventaja no tarda en hacerse evidente: resguardadas del sol y enterradas bajo tierra, las habitaciones gozan de unas condiciones térmicas perfectas al aislar del calor y del frío, manteniendo una temperatura estable durante todo el año de 17ºC. Pero no solo conseguían conjurar la amenaza del calor. En una tierra a menudo barrida por ejércitos conquistadores y grupos de merodeadores y asaltantes, la ausencia de estructuras que sobresalieran del terreno convertía a estas gentes en invisibles. La única forma de detectar su presencia era llegar hasta el borde mismo del pozo. En caso de ser descubiertos, podían bloquear los túneles de acceso, retirar las escaleras y refugiarse en el interior de las estancias. Tan efectiva fue esta manera de pasar desapercibidos, que el resto del mundo no supo de la existencia de las viviendas trogloditas de Matmata hasta 1967.
Una de las mujeres nos invita a visitar su casa. Siguiendo la antigua costumbre, lleva el rostro y las manos pintados con dibujos de henna al modo de tatuajes para protegerse de los malos espíritus. Son las mujeres los principales custodios de las tradiciones bereberes. Su indumentaria, muy diferente de la que se ve en las ciudades, se compone principalmente de una pieza de tela sujeta con cinturón y hebillas en los hombros, y frecuentemente un chal. Los colores más típicos de sus vestidos –tejidos por ellas mismas en sus casas- son el rojo oscuro, el morado y el añil y los diseños consisten casi siempre en dibujos con rayas de colores.
La entrada a las estancias está encalada y en algunos dinteles se ve dibujada la “mano de Fátima”, un símbolo protector de los malos espíritus que probablemente tiene su origen en tiempos anteriores al Islam. El interior está cuidadosamente ordenado y limpio. La decoración se funde con el utilitarismo: cazos, perolas y utensilios diversos de uso cotidiano están dispuestos con una sensibilidad estética que no ha sofocado la dura vida en el desierto. La cerámica bereber ocupa también un lugar relevante en el hogar, exhibiendo sus característicos diseños abstractos que recuerdan a los tatuajes. Los colores más populares son el beige, el ocre rojizo y el negro.
Esta tradición constructora se remonta cientos de años atrás, pero hoy sus pobladores le están volviendo la espalda. Las condiciones de vida no son fáciles y los hombres tradicionalmente hubieron de marchar al norte para trabajar en la industria olivarera –básica en la economía tunecina- y conseguir dinero (o aceite en otros tiempos, ya que se les pagaba en especie) para sustentar a sus familias. En 1967 tuvieron lugar unas intensas lluvias que durante 22 días cambiaron la fisonomía de la zona. Las casas, perfectamente adaptadas para el desierto, no estaban preparadas para soportar semejantes volúmenes de agua y muchas de ellas se vinieron abajo. Fue entonces cuando el gobierno edificó en las cercanías el pueblo de Matmata con el fin de recolocar a aquellos que se hubieran quedado sin hogar.
Las familias que decidieron permanecer en Matmata, lo hicieron probablemente por costumbre, pero quizá supieron valorar ya en aquel momento que las casas de ladrillo y cemento no estarían tan bien preparadas como las suyas para hacer frente a los abrasadores veranos. En la actualidad, los bereberes que aún viven “bajo tierra” obtienen la mayor parte de sus ingresos del turismo, enseñando sus casas.
También del turismo vive la que quizá es la estructura más famosa de todas: el Hotel Sidi Driss. El principal responsable de su popularidad –y de toda la zona en realidad- fue George Lucas, el cineasta norteamericano que en 1977, fascinado por este paraje –y definitivamente convencido por lo barato que resultaba rodar aquí- trasladó a Matmata el equipo de filmación de lo que todo el mundo pensaba iba a ser una película estúpida que no iba a interesar a nadie: La Guerra de las Galaxias.
Matmata se convirtió por obra de la magia del cine en el planeta desértico Tatooine y el Hotel Sidi Driss hizo las veces de “hogar” de Luke Skywalker. Su diminuto bar se transformó en la pintoresca cantina del espaciopuerto de Mos Eisley, en la que se encuentran por primera vez Luke, Obi Wan Kenobi, Han Solo y Chewbacca. Exprimiendo todavía la gallina de los huevos de oro, los responsables del hotel dejaron algunas piezas del atrezzo incorporadas a las paredes de los patios para deleite de los aficionados que llegan hasta aquí.
El hotel consiste en una serie de habitaciones subterráneas, auténticas cuevas, en su mayoría dispuestas como dormitorios compartidos. Los precios no son caros pero nadie debería llamarse a engaño y pensar que se trata de un establecimiento similar a los que se pueden hallar en Capadocia, hoteles trogloditas dotados de todas las comodidades. Aquí las puertas no tienen cerrojo ni baño los dormitorios y para satisfacer la llamada de la Naturaleza es necesario cruzar un par de patios hasta llegar a unos cubículos claustrofóbicos y no reseñables por su limpieza. Con todo, siempre podrás decir que has dormido en la casa de Luke Skywalker.
Aunque Matmata no es el único pueblo troglodita (existen otras comunidades similares en Beni Aissa, Chembali, Techine y Hedege, quizá más genuinas por haber sido menos tocadas por el turismo) sí es la más accesible y conocida, un ejemplo perfecto de cómo el ser humano ha conseguido utilizar los recursos disponibles y utilizarlos para crear una arquitectura que le permitió sobrevivir en un medio donde la naturaleza y el propio hombre eran hostiles.
Pero los habitantes más antiguos de Túnez no fueron ninguno de esos pueblos, sino los bereberes, presentes en buena parte de la costa norte del continente africano. Su nombre, que proviene del griego barbaroi (término que con el que se hacía referencia a todo aquel que no hablara griego), hacía referencia a un conjunto de tribus nómadas que llegaron aquí con sus rebaños cuatro mil años antes de nuestra era. No es de extrañar por tanto que se consideraran en justicia los pobladores más antiguos de estas tierras y que se resistieran con fiereza a la colonización de otras culturas. Aunque durante los siglos IV y V abrazaran el cristianismo y luego se dejaran conquistar por el Islam (al fin y al cabo, si bien libraron una sangrienta guerra contra los árabes, compartían dos pilares básicos de su modo de vida: un sistema tribal y una cultura nómada), conservaron, aunque arabizada, una identidad étnica y lingüística diferenciada. El rodillo uniformizador del mundo moderno, no obstante, está socavando esa identidad, seduciendo a sus miembros ( que constituyen tan solo un indefenso 1% de la población total de Túnez) con los cantos de sirena de la globalización.
Los bereberes han vivido tradicionalmente en un medio hostil: el desierto. Aunque nómadas en esencia, aquellos que decidían establecerse en un lugar determinado se vieron obligados a hallar la forma de hacerlo en las mejores condiciones para resistir la principal amenaza de estas tierras: el calor. La original solución que hallaron puede contemplarse a 70 km al sur de la ciudad costera de Gabés, una de las principales ciudades de Túnez, en el pueblo de Matmata, llamado así por la tribu bereber que lo habita. Está localizado en una hoz rodeada de montes ocres de 700 m de altitud y formas suaves. La vida discurre a un ritmo lento en este terreno de cauces secos y suelos arrugados de tonos rosados interrumpidos por parches verdes, donde los agricultores locales tratan de cultivar higueras, olivos y palmeras datileras aprovechando las infrecuentes lluvias. Pero en el suelo hay algo más: invisibles desde la distancia, se abren una serie de cráteres o pozos circulares de 6 metros de profundidad y 15 m de anchura: son las viviendas trogloditas.
La entrada a cada vivienda es un túnel excavado en un lateral de las ondulaciones del terreno. Éste se abre al patio central de 12 m de diámetro y 6-8 metros de altura. Otros pasadizos llevan a veces a un patio secundario que hace las veces de cuadra. Al patio principal se asoman diversas estancias de diferente tamaño: dormitorios, almacenes, cocina… Los graneros están situados en un “primer piso” a los que se accede con rudimentarias escaleras, bien de madera, bien talladas en la propia pared. El grano se introducía directamente desde el exterior utilizando una especie de rudimentaria cañería. Cada casa subterránea estaba habitada por una familia y el número de habitaciones se adaptaba al tamaño y prosperidad de ésta.
Una vez en el interior de una de estas casas, la principal ventaja no tarda en hacerse evidente: resguardadas del sol y enterradas bajo tierra, las habitaciones gozan de unas condiciones térmicas perfectas al aislar del calor y del frío, manteniendo una temperatura estable durante todo el año de 17ºC. Pero no solo conseguían conjurar la amenaza del calor. En una tierra a menudo barrida por ejércitos conquistadores y grupos de merodeadores y asaltantes, la ausencia de estructuras que sobresalieran del terreno convertía a estas gentes en invisibles. La única forma de detectar su presencia era llegar hasta el borde mismo del pozo. En caso de ser descubiertos, podían bloquear los túneles de acceso, retirar las escaleras y refugiarse en el interior de las estancias. Tan efectiva fue esta manera de pasar desapercibidos, que el resto del mundo no supo de la existencia de las viviendas trogloditas de Matmata hasta 1967.
Una de las mujeres nos invita a visitar su casa. Siguiendo la antigua costumbre, lleva el rostro y las manos pintados con dibujos de henna al modo de tatuajes para protegerse de los malos espíritus. Son las mujeres los principales custodios de las tradiciones bereberes. Su indumentaria, muy diferente de la que se ve en las ciudades, se compone principalmente de una pieza de tela sujeta con cinturón y hebillas en los hombros, y frecuentemente un chal. Los colores más típicos de sus vestidos –tejidos por ellas mismas en sus casas- son el rojo oscuro, el morado y el añil y los diseños consisten casi siempre en dibujos con rayas de colores.
La entrada a las estancias está encalada y en algunos dinteles se ve dibujada la “mano de Fátima”, un símbolo protector de los malos espíritus que probablemente tiene su origen en tiempos anteriores al Islam. El interior está cuidadosamente ordenado y limpio. La decoración se funde con el utilitarismo: cazos, perolas y utensilios diversos de uso cotidiano están dispuestos con una sensibilidad estética que no ha sofocado la dura vida en el desierto. La cerámica bereber ocupa también un lugar relevante en el hogar, exhibiendo sus característicos diseños abstractos que recuerdan a los tatuajes. Los colores más populares son el beige, el ocre rojizo y el negro.
Esta tradición constructora se remonta cientos de años atrás, pero hoy sus pobladores le están volviendo la espalda. Las condiciones de vida no son fáciles y los hombres tradicionalmente hubieron de marchar al norte para trabajar en la industria olivarera –básica en la economía tunecina- y conseguir dinero (o aceite en otros tiempos, ya que se les pagaba en especie) para sustentar a sus familias. En 1967 tuvieron lugar unas intensas lluvias que durante 22 días cambiaron la fisonomía de la zona. Las casas, perfectamente adaptadas para el desierto, no estaban preparadas para soportar semejantes volúmenes de agua y muchas de ellas se vinieron abajo. Fue entonces cuando el gobierno edificó en las cercanías el pueblo de Matmata con el fin de recolocar a aquellos que se hubieran quedado sin hogar.
Las familias que decidieron permanecer en Matmata, lo hicieron probablemente por costumbre, pero quizá supieron valorar ya en aquel momento que las casas de ladrillo y cemento no estarían tan bien preparadas como las suyas para hacer frente a los abrasadores veranos. En la actualidad, los bereberes que aún viven “bajo tierra” obtienen la mayor parte de sus ingresos del turismo, enseñando sus casas.
También del turismo vive la que quizá es la estructura más famosa de todas: el Hotel Sidi Driss. El principal responsable de su popularidad –y de toda la zona en realidad- fue George Lucas, el cineasta norteamericano que en 1977, fascinado por este paraje –y definitivamente convencido por lo barato que resultaba rodar aquí- trasladó a Matmata el equipo de filmación de lo que todo el mundo pensaba iba a ser una película estúpida que no iba a interesar a nadie: La Guerra de las Galaxias.
Matmata se convirtió por obra de la magia del cine en el planeta desértico Tatooine y el Hotel Sidi Driss hizo las veces de “hogar” de Luke Skywalker. Su diminuto bar se transformó en la pintoresca cantina del espaciopuerto de Mos Eisley, en la que se encuentran por primera vez Luke, Obi Wan Kenobi, Han Solo y Chewbacca. Exprimiendo todavía la gallina de los huevos de oro, los responsables del hotel dejaron algunas piezas del atrezzo incorporadas a las paredes de los patios para deleite de los aficionados que llegan hasta aquí.
El hotel consiste en una serie de habitaciones subterráneas, auténticas cuevas, en su mayoría dispuestas como dormitorios compartidos. Los precios no son caros pero nadie debería llamarse a engaño y pensar que se trata de un establecimiento similar a los que se pueden hallar en Capadocia, hoteles trogloditas dotados de todas las comodidades. Aquí las puertas no tienen cerrojo ni baño los dormitorios y para satisfacer la llamada de la Naturaleza es necesario cruzar un par de patios hasta llegar a unos cubículos claustrofóbicos y no reseñables por su limpieza. Con todo, siempre podrás decir que has dormido en la casa de Luke Skywalker.
Aunque Matmata no es el único pueblo troglodita (existen otras comunidades similares en Beni Aissa, Chembali, Techine y Hedege, quizá más genuinas por haber sido menos tocadas por el turismo) sí es la más accesible y conocida, un ejemplo perfecto de cómo el ser humano ha conseguido utilizar los recursos disponibles y utilizarlos para crear una arquitectura que le permitió sobrevivir en un medio donde la naturaleza y el propio hombre eran hostiles.
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