Turkmenistán irradia un sentimiento de tristeza. Su capital, Ashgabat, luce modernos edificios de un ecléctico estilo que no desentonarían en Las Vegas, pero sus calles, patrulladas por aburridos policías cada doscientos metros, tienen la animación de una ciudad fantasma del Lejano Oeste. Se diría que el único habitante de aquella ciudad sin público era el presidente, al que se podía contemplar en fotos, anuncios, bustos y estatuas con las que la dictadura intentaba reafirmar su poder sobre un país del que nadie se acuerda y al que los organismos internacionales dejan gobernar como si fuera su cortijo particular. Saliendo de la capital, viejos bloques residenciales de hormigón de la época comunista en el centro e infraestructuras fabriles corroidas por el aire del desierto sirven de preludio a una tierra árida, de vegetación escasa y raquítica y carreteras que se pierden en el infinito sin vehículos que las recorran. Tan solo camellos solitarios o rebaños de cabras proporcionan una tímida sensación de vida al paisaje.
Nada más salir de la ciudad hemos de detenernos en un control de carretera, el primero de muchos. Se me ocurre que quizá tengan la misión de examinar los camiones cargados de droga que, en un corrompido revival de la Ruta de la Seda, salen de Afganistán con destino a Europa. Pero tal idea resulta absurda ya en la primera parada. Son policías adolescentes, de ínfima preparación y que ni siquiera hablan ruso. Apostados en desvencijados chamizos con apenas cuatro maderas para protegerlos del sol y que no perezcan de insolación, sólo cuentan con una silla, una mesa, un fajo de papeles arrugados y un bolígrafo mordisqueado. No parecen tener ni el adiestramiento ni la motivación necesarios para combatir el tráfico de drogas. Por el contrario, lo más probable es que se limiten a detener al vehículo, cobrar un soborno, dejarle continuar y volver a holgazanear en la caseta, que, por otra parte, es lo único que aquí se puede hacer. En cuanto a nosotros, la impuesta presencia de nuestro guía/espía gubernamental nos allanaba el camino, librándonos tanto de los sobornos como de dar interminables explicaciones.
Antes de darnos cuenta, la arena se había adueñado de todo el paisaje a excepción de la fina e irregular línea de la carretera. Atravesábamos el desierto de Karakum, cuyo nombre significa "Arenas Negras". Este entorno de lejanos horizontes difuminados y colores sofocados por el brillo del sol proporcionaba un indicio para entender la impresión de soledad, de aislamiento y pesadumbre que contagia Turkmenistán, un desolado territorio que parece haberse separado del resto del planeta y vivir en una dimensión alternativa. Sólo el ocasional cruce con algún jadeante y maltratado camión de mercancías y los postes eléctricos que alimentan las explotaciones de gas natural nos indicaban que, en alguna parte a lo largo de esa vacía carretera, vivían otros seres humanos.
Y a propósito de la carretera, saliendo de Ashgabat su estado era razonablemente bueno, con un asfalto parcheado y agrietado que, de todas formas, permitía circular a cierta velocidad. Pero a medida que nos internábamos en el desierto dirigiéndonos hacia la frontera norte con Uzbekistán, la faja de alquitrán comenzó a desintegrarse. Los camellos, auténticos dueños del desierto, cruzaban la carretera de vez en cuando, por lo que había que tener cierta precaución. Al menos, el calor era soportable. En pleno verano este mismo recorrido puede convertirse en un infierno, como bien aprendieron los rusos cuando su política expansionista les trajo hasta aquí…
Los rusos desembarcaron en la actual Turkmenbashi, en la costa oriental del mar Caspio en el año 1717. Su objetivo era conquistar el sanguinario kanato de Jiva, en la actual Uzbekistán, a ochocientos kilómetros al noreste. La misión fracasó estrepitosamente y el líder de la expedición, el príncipe Alexander Békovich, fue sumariamente asesinado a puñaladas en presencia del kan al que habían querido destronar. La experiencia fue tan nefasta que los rusos tardaron más de cien años en olvidarla y reanudar su intento. En 1869 levantaron un fuerte en la costa, Krasnovodsk (Aguas Rojas), como avanzadilla en un territorio salvaje y peligroso.
Los pueblos nómadas de estas inhóspitas tierras parecían vivir en una especie de caos permanente donde todos luchaban contra todos. Algunos clanes turcomanos habían solicitado ayuda a los rusos para protegerse de los desmanes del kan de Jiva. A su vez, los turcomanos -descendientes de los tártaros que llegaron aquí en los siglos X y XI y cuya lengua es un dialecto del turco-, llevaban siglos saqueando, violando y matando por toda la región, desde Persia hasta Afganistán. Atacaban las caravanas que cubrían la Ruta de la Seda o las pequeñas comunidades de los oasis. A los que no asesinaban, los vendían como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara.
Los intentos para acabar con estas tribus siempre terminaban en fracaso. A los turcomanos les bastaba con internarse en el terrible Karakum. Sus rivalidades internas y tradicional modo de vida nómada les impidió formar un Estado propio, sucumbiendo en el siglo XVIIII a los persas. Aunque esta región no parece interesante para nadie jugó -y aún lo hace- un papel geoestratégico fundamental. En el siglo XIX se convirtió en una pieza clave dentro de lo que se dio en llamar el Gran Juego, el conjunto de intrigas y movimientos diplomáticos y militares que disputaron la India británica y un imperio ruso en expansión por el dominio de Asia Central. Los ingleses hubieron de vérselas con los afganos. La pesadilla de los rusos eran los turcomanos.
A comienzos del siglo XIX, la situación en la región era muy similar a la que algo más tarde se viviría en el Lejano Oeste norteamericano: los rusos comenzaron a establecer una red de fuertes militares por el desierto con el fin de quebrantar la resistencia de los clanes turcomanos, que por entonces sumaban un millón de individuos. Éstos respondían con ataques sorpresa e incursiones contra los colonos rusos, masacrándolos o inundando con ellos los mercados de esclavos de la región. Los rusos respondían con crueldad, exterminando a clanes enteros, mujeres y niños incluidos.
En 1880 se presentó en la región el general Mijaíl Dmitrievich Skóbelev, enviado por el zar para poner fin de una vez por todas a aquella anarquía. De aspecto temible, se había ganado su fama de cruel en las guerras contra los turcos por la liberación de Bulgaria. Su eficiencia, falta de escrúpulos y determinación, dieron resultado. -para los rusos, claro-. Desafiando las temperaturas veraniegas de 60ºC a la sombra, afrontando largas marchas por un terreno difícil que no brindaba alivio alguno, sin posibilidad de guarecerse y haciendo frente a un enemigo móvil, traicionero y buen conocedor del desierto, Skóbelev sometió oasis tras oasis. La potencia de su artillería, el uso de explosivos y la disciplina de los soldados rusos se llevó por delante a miles de turcomanos, con unas pérdidas propias relativamente escasas. La campaña no duró ni un año y, tras ella, Rusia casi había completado su conquista del Turkmenistán.
Los colonos rusos comenzaron a establecerse en la zona, introduciendo la oveja karakul, que hoy tanto abunda en los mercados locales. Un ferrocarril unió el mar Caspio con Bujara, el principal centro comercial de la región en aquella época y hoy situado en Uzbekistán. Pero el ánimo belicoso de los turcomanos no había sido completamente sofocado. Fue un clérigo islámico, Mohamed Qurban Junaid Kan, quien se encargó de avivar los rescoldos y levantar a las tribus contra los colonos y los soldados que los protegían. En 1916, con la Primera Guerra Mundial en su apogeo y demasiados frentes que atender, las tropas zaristas hubieron de retirarse. Sus sucesores, los soldados del ejército bolchevique, se vieron en los mismos apuros: después de haber conquistado todo el Cáucaso, los turcomanos les pararon los pies durante años, hasta que su líder espiritual, Junaid Kan, se retiró a Persia en 1927. Hasta que el Ejército Rojo se vio empantanado en la guerra de Afganistán en 1979, los soviéticos no volverían a tener un enemigo más feroz.
La ocupación soviética fue probablemente el período histórico más atroz que vivió la región desde la invasión de Gengis Khan. Los nuevos invasores, blandiendo una ideología totalitaria, cambiaron el alfabeto del arábigo al cirílico, cerraron las fronteras aislando al país y exterminaron a todo aquel que tuviera cierto nivel de educación. Stalin envió a la fuerza a miles de rusos, colonos y represaliados, que desplazaron a la población autóctona y pusieron en marcha en pleno desierto una economía basada en el algodón, cultivo intensivo en agua que, a la postre, secó el río Amu Darya y provocó la catástrofe ecológica del Mar de Aral. En 1991, cuando los turcomanos obtuvieron la independencia de una URSS en descomposición, se vieron empujados por su nuevo líder a un nacionalismo artificial, tan aislante del resto del mundo como lo había sido la dictadura comunista.
Basta salir de la capital para darse cuenta de que la sociedad nómada esta aún viva, por mucho que le pese al dictatorial gobierno.Turkmenistán nunca ha sido una nación homogénea. De hecho no ha sido ni nación. Con más de 120 tribus y numerosas etnias conviviendo mezcladas, hace falta un liderazgo muy fuerte para que los diferentes grupos tribales no acaben, como en otros tiempos, pulverizándose los unos a los otros. Todos los turkmenos mantienen lazos muy fuertes con sus clanes. En los lugares remotos, llegan al extremo de que los miembros de cada tribu se casan sólo entre sí, endogámicamente. No hace falta decir que, en términos políticos, la influencia de las tribus es enorme. No es fácil regir un país así. La democracia, tal y como se entiende en Europa, es un sueño inalcanzable aquí a medio plazo.
A media tarde abandonamos la carretera principal para alejarnos unos cientos de metros e instalarnos para pasar la noche en una explanada arenosa, resguardados de la vista de los escasos conductores. Por razones de seguridad, siempre que acampábamos intentábamos escondernos lo máximo posible para evitar visitas inesperadas o acosos de las autoridades. Nunca tuvimos ningún problema aun cuando nuestra presencia rara vez pasó desapercibida. Incluso en pleno desierto o en lugares aparentemente retirados, acababan apareciendo pastores o lugareños atraídos por nuestra llegada, toda una novedad para ellos.
Después de montar las tiendas de campaña, divisamos una pequeña choza circular situada al pie de una cercana elevación rocosa. Desde la sombra que proyectaba la precaria vivienda sus habitantes nos hacían señas para que nos acercásemos. Se trataba de una mujer menuda, de ojos ligeramente rasgados, tocada con un pañuelo amarillo y verde y ataviada con un tradicional vestido color granate. Se mantenía aparte, tímida, mientras un hombre maduro, amigo de la familia, nos invitaba a sentarnos en las esterillas y alfombras dispuestas a la sombra de la yurta para servirnos un te. Tanto ella como los dos vecinos -aunque esa palabra en el desierto no tenga las connotaciones de proximidad inmediata con las que nosotros la asociamos- que en ese momento se encontraban allí de visita, lucían esas inquietantes dentaduras de oro tan apreciadas por los habitantes de esta parte del mundo. Literalmente se hacen arrancar los dientes para sustituirlos por piezas de oro, procedimiento que, además de doloroso, sin duda supone un importante desembolso económico. En definitiva, no es más que un asunto de estética. Las obsesiones humanas por la apariencia no son algo exclusivo de nuestro sofisticado mundo de gimnasios y clínicas de cirugía.
Resultó que aquella agradable mujer de gesto amable era la esposa del maestro de escuela de una aldea que se hallaba a 40 kilómetros de allí, construida para albergar a las familias de los operarios de una planta extractora de gas natural. Desde nuestra perspectiva occidental es difícil hacerse una idea de lo humildemente que vivía esta gente. La yurta estaba construida a base de mimbre y fieltro unido con cuerdas. El oscuro interior, albergaba únicamente un par de colchones en los que dormía el matrimonio y algunos cacharros de cocina de fondos requemados. En cuanto al agua, la conservaban en un depósito protegido por unas láminas metálicas cubiertas de óxido, rellenado periódicamente por un camión cisterna. Algunos bidones igualmente maltratados por el clima del desierto y una pila de leña constituían el resto de las posesiones de unas personas cuyo estilo de vida no podía ser más diferente del occidental. Ni un solo electrodoméstico, ni televisión, ni teléfono móvil...
La mujer nos hizo señas para que la siguiéramos mientras ascendía la colina rocosa que se levantaba junto a la yurta. Nos hablaba en turkmeno, aun cuando nosotros no sabíamos ni palabra de esa lengua y para ella el inglés era tan desconocido como para nosotros el uigur o el kazajo, pero aún así quedó claro que lo que quería era mostrarnos el paisaje que se extendía a nuestros pies. Las arenas comenzaban a perder su color amarillo y lo iban tornando anaranjado. Nuestras nueve tiendas de color verde destacaban claramente en el entorno, e incluso con el zoom de nuestras cámaras se veían diminutas en relación al extenso panorama de monótono color ocre que nos rodeaba en todas direcciones. Veíamos también la carretera principal, por la que circulaban camiones achacosos, algunos de los cuales salían de la línea asfaltada para internarse por pistas arenosas hacia un destino desconocido, probablemente yurtas tan aisladas como la de nuestra anfitriona.
Un grupo de dromedarios caminaba parsimoniosamente junto a la carretera. Hoy siguen jugando un papel importante en la vida del nómada turkmeno, abasteciéndolo de leche, carne y lana. Además, representa el medio de transporte principal, siendo capaz de recorrer casi cuarenta kilómetros al día con una carga de entre doscientos y trescientos kilos.
En los viejos tiempos de la Ruta de la Seda, las mercancías raramente realizaban el viaje completo con los mismos comerciantes y animales de carga. Dependiendo de si debían enfrentarse a colinas, montañas, ríos o desiertos, los mercaderes –que podían ir en burro o a caballo aunque lo normal era que caminaran junto a los animales que transportaban la carga- elegían toros castrados y bueyes para que tirasen de las carretas, o caballos y camellos para que cargasen sobre sus lomos las mercancías.
Dromedarios y camellos bactrianos, capaces de viajar durante varias jornadas sin necesidad de agua, con pocos alimentos y avanzando una media de 35 km al día eran la mejor opción. Los primeros, procedentes de Arabia, eran los preferidos para la parte occidental y más calurosa de la ruta. Los segundos, de dos jorobas, lanudos y originarios de la zona norte del actual Afganistán, eran utilizados por los comerciantes para cruzar las montañas del Pamir y el desierto del Taklamakán por su capacidad para resistir temperaturas muy bajas. Los caballos fueron el otro gran medio de transporte. Desde el tercer milenio a.C., los nómadas de Asia Central habían criado caballos, cruzándolos y manipulando la raza para obtener ejemplares cada vez más grandes y más fuertes, capaces de transportar no sólo al hombre, sino también pesados fardos.
La posterior invención en China de los estribos y las guarniciones con correas en pecho y cuello para los caballos mejoró el control de estos animales, avance que se extendió hacia Occidente gracias tanto a los ejércitos invasores como a las caravanas de la Ruta de la Seda. La llegada de los estribos a Europa en el siglo VI se produjo, por ejemplo, cuando la caballería de Bizancio los adoptó tras observar la superioridad que otorgaban a los jinetes ávaros en la batalla.
Nos despedimos de nuestra anfitriona satisfechos por el contacto con la verdadera hospitalidad turkmena, tan cercana a la tradición y tan lejos de la robotizada atmósfera de artificialidad, herencia del comunismo, que habíamos respirado en Ashgabat. Y es que en el desierto, lejos de sentir soledad y desaliento, se experimenta una maravillosa sensación de libertad; allí, el retrato más próximo del líder Turkmenbashi no se encontraba a 20 metros, sino a más de 300 km.
El sol comenzaba a acercarse a la línea del horizonte cuando subimos al volquete de un gran camión, de los que se usan habitualmente en las obras, cuyo propósito era llevarnos a ver el poco habitual fenómeno que tenía lugar a unos siete kilómetros de distancia. Lo mejor para el inestable relieve del desierto hubiera sido disponer de todoterrenos, pero en estos países no siempre se consigue el medio de transporte más adecuado y aquel enorme vehículo parecía ser lo único disponible. Una pala excavadora nos iba siguiendo lentamente por las pistas como una amenazadora criatura de enormes dientes. Su intervención resultó decisiva cuando el camión, pese a sus grandes ruedas, se quedó atrapado en la arena. La excavadora embistió por detrás y a empellones -con nosotros aún a bordo del volquete- sacó a nuestra montura del apuro.
Nuestro destino era un enorme cráter, de unos 50 metros de diámetro y más de 20 de profundidad que se abre, negro como la boca de una criatura fantástica, en mitad de un arenoso valle del desierto cerca de Darwaza. Es difícil hacerse a la idea de las dimensiones del fenómeno hasta que uno se acerca al borde y se asoma para mirar las requemadas paredes. Producto de unos trabajos de prospección soviéticos hace décadas, el fondo del cráter ha estado ardiendo desde entonces (existen otros ocho cráteres similares en las cercanías, si bien éste es el único que está en llamas).
Es una enorme caldera de gas cuyo calor puede sentirse a muchos metros de distancia. Las lenguas de fuego cubren el fondo de esa puerta infernal, envuelta en cenizas y ennegrecidas rocas tras años de llamas y calor abrasador. Las inodoras vaharadas de calor que suben desde ese pozo son un poderoso recordatorio de la riqueza de Turkmenistán y cómo ésta ha colocado al país en el punto de mira de occidentales y orientales, originando un laberinto secreto de pactos, maniobras y alianzas a los que ni el público ni los medios de comunicación parecen otorgarle la debida trascendencia.
Bajo las ardientes arenas de este desértico país palpitan enormes yacimientos de crudo y, sobre todo, de gas, quizá los mayores del mundo. En un país en el que sólo el 2,5% de la tierra es cultivable y cuya población no sobrepasa los cinco millones de habitantes, este tesoro podría ser bien el motor de un cambio espectacular en la sociedad turkmena, bien el desencadenante de nuevas tensiones y desgracias. En la versión contemporánea del "Gran Juego" disputado por ingleses y rusos en el siglo XIX, Rusia, Irán, China y Occidente (representado por las grandes compañías petroleras) luchan por el petróleo y los gaseoductos.
Turkmenistán tiene el tesoro, pero no los medios para aprovecharse de él, un problema habitual en los países en vías de desarrollo. En el mar Caspio, dos refinerías de petróleo esperan la llegada del oro negro. La vieja, aún en servicio, data de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soviéticos trasladaron aquí sus instalaciones vitales ante el avance del ejército alemán. La refinería nueva es un ejemplo de cómo el petróleo es capaz de aunar los más diversos intereses: fue construida por empresas japonesas y turcas, con asesores franceses y alemanes y supervisada por israelíes. Es una planta nueva y brillante capaz de producir diferentes derivados del petróleo, desde gasolina sin plomo hasta betún o lubricantes.
Pero de nada sirve tener un producto si no puedes venderlo. Y ese es el verdadero problema porque la única manera de hacérselo llegar a los posibles compradores desde un país que dista miles de kilómetros del mar, es construyendo caros oleoductos que deberían atravesar naciones con serios problemas, como Irán o los países del Cáucaso. Todos los proyectos, con uno u otro trazado, se iban encontrando con problemas y la solución más sencilla, venderle el petróleo y el gas a los rusos a precios políticos y con formas y periodos de pago desfavorables, era la que más recelos despertaba en el gobierno turkmeno.
El regreso al campamento resultó algo más accidentado que la ida. El camión se quedó definitivamente atascado en una trampa arenosa. La noche cayó sobre nosotros sin que toda la fuerza del motor sirviera para algo, ni siquiera con la ayuda de la pala excavadora. Las ruedas se habían quedado profundamente encajadas en la arena. Así que no hubo más remedio que emprender a pie el camino de regreso procurando no pisar la variopinta fauna local que aprovechaba estas horas de temperatura más moderada para salir a dar un paseo: lagartos con muy mal genio, escarabajos de buen tamaño y otros insectos, por mencionar únicamente los que vimos, pues un desierto no suele hacer honor a su nombre tal y como demostraban las huellas de todo tipo y tamaño que salpicaban las arenas. El más peligroso, además de las víboras y cobras -con las que tuvimos algún encuentro sin consecuencias- es una simpática araña conocida como karakurt, cuya picadura te haría expirar en cuestión de minutos. Las yurtas de los nómadas tienen en el umbral un trozo de piel o lana de oveja que ahuyenta a esas alimañas.
Nada más salir de la ciudad hemos de detenernos en un control de carretera, el primero de muchos. Se me ocurre que quizá tengan la misión de examinar los camiones cargados de droga que, en un corrompido revival de la Ruta de la Seda, salen de Afganistán con destino a Europa. Pero tal idea resulta absurda ya en la primera parada. Son policías adolescentes, de ínfima preparación y que ni siquiera hablan ruso. Apostados en desvencijados chamizos con apenas cuatro maderas para protegerlos del sol y que no perezcan de insolación, sólo cuentan con una silla, una mesa, un fajo de papeles arrugados y un bolígrafo mordisqueado. No parecen tener ni el adiestramiento ni la motivación necesarios para combatir el tráfico de drogas. Por el contrario, lo más probable es que se limiten a detener al vehículo, cobrar un soborno, dejarle continuar y volver a holgazanear en la caseta, que, por otra parte, es lo único que aquí se puede hacer. En cuanto a nosotros, la impuesta presencia de nuestro guía/espía gubernamental nos allanaba el camino, librándonos tanto de los sobornos como de dar interminables explicaciones.
Antes de darnos cuenta, la arena se había adueñado de todo el paisaje a excepción de la fina e irregular línea de la carretera. Atravesábamos el desierto de Karakum, cuyo nombre significa "Arenas Negras". Este entorno de lejanos horizontes difuminados y colores sofocados por el brillo del sol proporcionaba un indicio para entender la impresión de soledad, de aislamiento y pesadumbre que contagia Turkmenistán, un desolado territorio que parece haberse separado del resto del planeta y vivir en una dimensión alternativa. Sólo el ocasional cruce con algún jadeante y maltratado camión de mercancías y los postes eléctricos que alimentan las explotaciones de gas natural nos indicaban que, en alguna parte a lo largo de esa vacía carretera, vivían otros seres humanos.
Y a propósito de la carretera, saliendo de Ashgabat su estado era razonablemente bueno, con un asfalto parcheado y agrietado que, de todas formas, permitía circular a cierta velocidad. Pero a medida que nos internábamos en el desierto dirigiéndonos hacia la frontera norte con Uzbekistán, la faja de alquitrán comenzó a desintegrarse. Los camellos, auténticos dueños del desierto, cruzaban la carretera de vez en cuando, por lo que había que tener cierta precaución. Al menos, el calor era soportable. En pleno verano este mismo recorrido puede convertirse en un infierno, como bien aprendieron los rusos cuando su política expansionista les trajo hasta aquí…
Los rusos desembarcaron en la actual Turkmenbashi, en la costa oriental del mar Caspio en el año 1717. Su objetivo era conquistar el sanguinario kanato de Jiva, en la actual Uzbekistán, a ochocientos kilómetros al noreste. La misión fracasó estrepitosamente y el líder de la expedición, el príncipe Alexander Békovich, fue sumariamente asesinado a puñaladas en presencia del kan al que habían querido destronar. La experiencia fue tan nefasta que los rusos tardaron más de cien años en olvidarla y reanudar su intento. En 1869 levantaron un fuerte en la costa, Krasnovodsk (Aguas Rojas), como avanzadilla en un territorio salvaje y peligroso.
Los pueblos nómadas de estas inhóspitas tierras parecían vivir en una especie de caos permanente donde todos luchaban contra todos. Algunos clanes turcomanos habían solicitado ayuda a los rusos para protegerse de los desmanes del kan de Jiva. A su vez, los turcomanos -descendientes de los tártaros que llegaron aquí en los siglos X y XI y cuya lengua es un dialecto del turco-, llevaban siglos saqueando, violando y matando por toda la región, desde Persia hasta Afganistán. Atacaban las caravanas que cubrían la Ruta de la Seda o las pequeñas comunidades de los oasis. A los que no asesinaban, los vendían como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara.
Los intentos para acabar con estas tribus siempre terminaban en fracaso. A los turcomanos les bastaba con internarse en el terrible Karakum. Sus rivalidades internas y tradicional modo de vida nómada les impidió formar un Estado propio, sucumbiendo en el siglo XVIIII a los persas. Aunque esta región no parece interesante para nadie jugó -y aún lo hace- un papel geoestratégico fundamental. En el siglo XIX se convirtió en una pieza clave dentro de lo que se dio en llamar el Gran Juego, el conjunto de intrigas y movimientos diplomáticos y militares que disputaron la India británica y un imperio ruso en expansión por el dominio de Asia Central. Los ingleses hubieron de vérselas con los afganos. La pesadilla de los rusos eran los turcomanos.
A comienzos del siglo XIX, la situación en la región era muy similar a la que algo más tarde se viviría en el Lejano Oeste norteamericano: los rusos comenzaron a establecer una red de fuertes militares por el desierto con el fin de quebrantar la resistencia de los clanes turcomanos, que por entonces sumaban un millón de individuos. Éstos respondían con ataques sorpresa e incursiones contra los colonos rusos, masacrándolos o inundando con ellos los mercados de esclavos de la región. Los rusos respondían con crueldad, exterminando a clanes enteros, mujeres y niños incluidos.
En 1880 se presentó en la región el general Mijaíl Dmitrievich Skóbelev, enviado por el zar para poner fin de una vez por todas a aquella anarquía. De aspecto temible, se había ganado su fama de cruel en las guerras contra los turcos por la liberación de Bulgaria. Su eficiencia, falta de escrúpulos y determinación, dieron resultado. -para los rusos, claro-. Desafiando las temperaturas veraniegas de 60ºC a la sombra, afrontando largas marchas por un terreno difícil que no brindaba alivio alguno, sin posibilidad de guarecerse y haciendo frente a un enemigo móvil, traicionero y buen conocedor del desierto, Skóbelev sometió oasis tras oasis. La potencia de su artillería, el uso de explosivos y la disciplina de los soldados rusos se llevó por delante a miles de turcomanos, con unas pérdidas propias relativamente escasas. La campaña no duró ni un año y, tras ella, Rusia casi había completado su conquista del Turkmenistán.
Los colonos rusos comenzaron a establecerse en la zona, introduciendo la oveja karakul, que hoy tanto abunda en los mercados locales. Un ferrocarril unió el mar Caspio con Bujara, el principal centro comercial de la región en aquella época y hoy situado en Uzbekistán. Pero el ánimo belicoso de los turcomanos no había sido completamente sofocado. Fue un clérigo islámico, Mohamed Qurban Junaid Kan, quien se encargó de avivar los rescoldos y levantar a las tribus contra los colonos y los soldados que los protegían. En 1916, con la Primera Guerra Mundial en su apogeo y demasiados frentes que atender, las tropas zaristas hubieron de retirarse. Sus sucesores, los soldados del ejército bolchevique, se vieron en los mismos apuros: después de haber conquistado todo el Cáucaso, los turcomanos les pararon los pies durante años, hasta que su líder espiritual, Junaid Kan, se retiró a Persia en 1927. Hasta que el Ejército Rojo se vio empantanado en la guerra de Afganistán en 1979, los soviéticos no volverían a tener un enemigo más feroz.
La ocupación soviética fue probablemente el período histórico más atroz que vivió la región desde la invasión de Gengis Khan. Los nuevos invasores, blandiendo una ideología totalitaria, cambiaron el alfabeto del arábigo al cirílico, cerraron las fronteras aislando al país y exterminaron a todo aquel que tuviera cierto nivel de educación. Stalin envió a la fuerza a miles de rusos, colonos y represaliados, que desplazaron a la población autóctona y pusieron en marcha en pleno desierto una economía basada en el algodón, cultivo intensivo en agua que, a la postre, secó el río Amu Darya y provocó la catástrofe ecológica del Mar de Aral. En 1991, cuando los turcomanos obtuvieron la independencia de una URSS en descomposición, se vieron empujados por su nuevo líder a un nacionalismo artificial, tan aislante del resto del mundo como lo había sido la dictadura comunista.
Basta salir de la capital para darse cuenta de que la sociedad nómada esta aún viva, por mucho que le pese al dictatorial gobierno.Turkmenistán nunca ha sido una nación homogénea. De hecho no ha sido ni nación. Con más de 120 tribus y numerosas etnias conviviendo mezcladas, hace falta un liderazgo muy fuerte para que los diferentes grupos tribales no acaben, como en otros tiempos, pulverizándose los unos a los otros. Todos los turkmenos mantienen lazos muy fuertes con sus clanes. En los lugares remotos, llegan al extremo de que los miembros de cada tribu se casan sólo entre sí, endogámicamente. No hace falta decir que, en términos políticos, la influencia de las tribus es enorme. No es fácil regir un país así. La democracia, tal y como se entiende en Europa, es un sueño inalcanzable aquí a medio plazo.
A media tarde abandonamos la carretera principal para alejarnos unos cientos de metros e instalarnos para pasar la noche en una explanada arenosa, resguardados de la vista de los escasos conductores. Por razones de seguridad, siempre que acampábamos intentábamos escondernos lo máximo posible para evitar visitas inesperadas o acosos de las autoridades. Nunca tuvimos ningún problema aun cuando nuestra presencia rara vez pasó desapercibida. Incluso en pleno desierto o en lugares aparentemente retirados, acababan apareciendo pastores o lugareños atraídos por nuestra llegada, toda una novedad para ellos.
Después de montar las tiendas de campaña, divisamos una pequeña choza circular situada al pie de una cercana elevación rocosa. Desde la sombra que proyectaba la precaria vivienda sus habitantes nos hacían señas para que nos acercásemos. Se trataba de una mujer menuda, de ojos ligeramente rasgados, tocada con un pañuelo amarillo y verde y ataviada con un tradicional vestido color granate. Se mantenía aparte, tímida, mientras un hombre maduro, amigo de la familia, nos invitaba a sentarnos en las esterillas y alfombras dispuestas a la sombra de la yurta para servirnos un te. Tanto ella como los dos vecinos -aunque esa palabra en el desierto no tenga las connotaciones de proximidad inmediata con las que nosotros la asociamos- que en ese momento se encontraban allí de visita, lucían esas inquietantes dentaduras de oro tan apreciadas por los habitantes de esta parte del mundo. Literalmente se hacen arrancar los dientes para sustituirlos por piezas de oro, procedimiento que, además de doloroso, sin duda supone un importante desembolso económico. En definitiva, no es más que un asunto de estética. Las obsesiones humanas por la apariencia no son algo exclusivo de nuestro sofisticado mundo de gimnasios y clínicas de cirugía.
Resultó que aquella agradable mujer de gesto amable era la esposa del maestro de escuela de una aldea que se hallaba a 40 kilómetros de allí, construida para albergar a las familias de los operarios de una planta extractora de gas natural. Desde nuestra perspectiva occidental es difícil hacerse una idea de lo humildemente que vivía esta gente. La yurta estaba construida a base de mimbre y fieltro unido con cuerdas. El oscuro interior, albergaba únicamente un par de colchones en los que dormía el matrimonio y algunos cacharros de cocina de fondos requemados. En cuanto al agua, la conservaban en un depósito protegido por unas láminas metálicas cubiertas de óxido, rellenado periódicamente por un camión cisterna. Algunos bidones igualmente maltratados por el clima del desierto y una pila de leña constituían el resto de las posesiones de unas personas cuyo estilo de vida no podía ser más diferente del occidental. Ni un solo electrodoméstico, ni televisión, ni teléfono móvil...
La mujer nos hizo señas para que la siguiéramos mientras ascendía la colina rocosa que se levantaba junto a la yurta. Nos hablaba en turkmeno, aun cuando nosotros no sabíamos ni palabra de esa lengua y para ella el inglés era tan desconocido como para nosotros el uigur o el kazajo, pero aún así quedó claro que lo que quería era mostrarnos el paisaje que se extendía a nuestros pies. Las arenas comenzaban a perder su color amarillo y lo iban tornando anaranjado. Nuestras nueve tiendas de color verde destacaban claramente en el entorno, e incluso con el zoom de nuestras cámaras se veían diminutas en relación al extenso panorama de monótono color ocre que nos rodeaba en todas direcciones. Veíamos también la carretera principal, por la que circulaban camiones achacosos, algunos de los cuales salían de la línea asfaltada para internarse por pistas arenosas hacia un destino desconocido, probablemente yurtas tan aisladas como la de nuestra anfitriona.
Un grupo de dromedarios caminaba parsimoniosamente junto a la carretera. Hoy siguen jugando un papel importante en la vida del nómada turkmeno, abasteciéndolo de leche, carne y lana. Además, representa el medio de transporte principal, siendo capaz de recorrer casi cuarenta kilómetros al día con una carga de entre doscientos y trescientos kilos.
En los viejos tiempos de la Ruta de la Seda, las mercancías raramente realizaban el viaje completo con los mismos comerciantes y animales de carga. Dependiendo de si debían enfrentarse a colinas, montañas, ríos o desiertos, los mercaderes –que podían ir en burro o a caballo aunque lo normal era que caminaran junto a los animales que transportaban la carga- elegían toros castrados y bueyes para que tirasen de las carretas, o caballos y camellos para que cargasen sobre sus lomos las mercancías.
Dromedarios y camellos bactrianos, capaces de viajar durante varias jornadas sin necesidad de agua, con pocos alimentos y avanzando una media de 35 km al día eran la mejor opción. Los primeros, procedentes de Arabia, eran los preferidos para la parte occidental y más calurosa de la ruta. Los segundos, de dos jorobas, lanudos y originarios de la zona norte del actual Afganistán, eran utilizados por los comerciantes para cruzar las montañas del Pamir y el desierto del Taklamakán por su capacidad para resistir temperaturas muy bajas. Los caballos fueron el otro gran medio de transporte. Desde el tercer milenio a.C., los nómadas de Asia Central habían criado caballos, cruzándolos y manipulando la raza para obtener ejemplares cada vez más grandes y más fuertes, capaces de transportar no sólo al hombre, sino también pesados fardos.
La posterior invención en China de los estribos y las guarniciones con correas en pecho y cuello para los caballos mejoró el control de estos animales, avance que se extendió hacia Occidente gracias tanto a los ejércitos invasores como a las caravanas de la Ruta de la Seda. La llegada de los estribos a Europa en el siglo VI se produjo, por ejemplo, cuando la caballería de Bizancio los adoptó tras observar la superioridad que otorgaban a los jinetes ávaros en la batalla.
Nos despedimos de nuestra anfitriona satisfechos por el contacto con la verdadera hospitalidad turkmena, tan cercana a la tradición y tan lejos de la robotizada atmósfera de artificialidad, herencia del comunismo, que habíamos respirado en Ashgabat. Y es que en el desierto, lejos de sentir soledad y desaliento, se experimenta una maravillosa sensación de libertad; allí, el retrato más próximo del líder Turkmenbashi no se encontraba a 20 metros, sino a más de 300 km.
El sol comenzaba a acercarse a la línea del horizonte cuando subimos al volquete de un gran camión, de los que se usan habitualmente en las obras, cuyo propósito era llevarnos a ver el poco habitual fenómeno que tenía lugar a unos siete kilómetros de distancia. Lo mejor para el inestable relieve del desierto hubiera sido disponer de todoterrenos, pero en estos países no siempre se consigue el medio de transporte más adecuado y aquel enorme vehículo parecía ser lo único disponible. Una pala excavadora nos iba siguiendo lentamente por las pistas como una amenazadora criatura de enormes dientes. Su intervención resultó decisiva cuando el camión, pese a sus grandes ruedas, se quedó atrapado en la arena. La excavadora embistió por detrás y a empellones -con nosotros aún a bordo del volquete- sacó a nuestra montura del apuro.
Nuestro destino era un enorme cráter, de unos 50 metros de diámetro y más de 20 de profundidad que se abre, negro como la boca de una criatura fantástica, en mitad de un arenoso valle del desierto cerca de Darwaza. Es difícil hacerse a la idea de las dimensiones del fenómeno hasta que uno se acerca al borde y se asoma para mirar las requemadas paredes. Producto de unos trabajos de prospección soviéticos hace décadas, el fondo del cráter ha estado ardiendo desde entonces (existen otros ocho cráteres similares en las cercanías, si bien éste es el único que está en llamas).
Es una enorme caldera de gas cuyo calor puede sentirse a muchos metros de distancia. Las lenguas de fuego cubren el fondo de esa puerta infernal, envuelta en cenizas y ennegrecidas rocas tras años de llamas y calor abrasador. Las inodoras vaharadas de calor que suben desde ese pozo son un poderoso recordatorio de la riqueza de Turkmenistán y cómo ésta ha colocado al país en el punto de mira de occidentales y orientales, originando un laberinto secreto de pactos, maniobras y alianzas a los que ni el público ni los medios de comunicación parecen otorgarle la debida trascendencia.
Bajo las ardientes arenas de este desértico país palpitan enormes yacimientos de crudo y, sobre todo, de gas, quizá los mayores del mundo. En un país en el que sólo el 2,5% de la tierra es cultivable y cuya población no sobrepasa los cinco millones de habitantes, este tesoro podría ser bien el motor de un cambio espectacular en la sociedad turkmena, bien el desencadenante de nuevas tensiones y desgracias. En la versión contemporánea del "Gran Juego" disputado por ingleses y rusos en el siglo XIX, Rusia, Irán, China y Occidente (representado por las grandes compañías petroleras) luchan por el petróleo y los gaseoductos.
Turkmenistán tiene el tesoro, pero no los medios para aprovecharse de él, un problema habitual en los países en vías de desarrollo. En el mar Caspio, dos refinerías de petróleo esperan la llegada del oro negro. La vieja, aún en servicio, data de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soviéticos trasladaron aquí sus instalaciones vitales ante el avance del ejército alemán. La refinería nueva es un ejemplo de cómo el petróleo es capaz de aunar los más diversos intereses: fue construida por empresas japonesas y turcas, con asesores franceses y alemanes y supervisada por israelíes. Es una planta nueva y brillante capaz de producir diferentes derivados del petróleo, desde gasolina sin plomo hasta betún o lubricantes.
Pero de nada sirve tener un producto si no puedes venderlo. Y ese es el verdadero problema porque la única manera de hacérselo llegar a los posibles compradores desde un país que dista miles de kilómetros del mar, es construyendo caros oleoductos que deberían atravesar naciones con serios problemas, como Irán o los países del Cáucaso. Todos los proyectos, con uno u otro trazado, se iban encontrando con problemas y la solución más sencilla, venderle el petróleo y el gas a los rusos a precios políticos y con formas y periodos de pago desfavorables, era la que más recelos despertaba en el gobierno turkmeno.
El regreso al campamento resultó algo más accidentado que la ida. El camión se quedó definitivamente atascado en una trampa arenosa. La noche cayó sobre nosotros sin que toda la fuerza del motor sirviera para algo, ni siquiera con la ayuda de la pala excavadora. Las ruedas se habían quedado profundamente encajadas en la arena. Así que no hubo más remedio que emprender a pie el camino de regreso procurando no pisar la variopinta fauna local que aprovechaba estas horas de temperatura más moderada para salir a dar un paseo: lagartos con muy mal genio, escarabajos de buen tamaño y otros insectos, por mencionar únicamente los que vimos, pues un desierto no suele hacer honor a su nombre tal y como demostraban las huellas de todo tipo y tamaño que salpicaban las arenas. El más peligroso, además de las víboras y cobras -con las que tuvimos algún encuentro sin consecuencias- es una simpática araña conocida como karakurt, cuya picadura te haría expirar en cuestión de minutos. Las yurtas de los nómadas tienen en el umbral un trozo de piel o lana de oveja que ahuyenta a esas alimañas.
En el campamento nos esperaba una sabrosa cena a base de hamburguesas, pisto y zanahorias, que disfrutamos bajo un cielo estrellado y con una temperatura sorprendentemente cálida puesto que el desierto retenía buena parte del calor recibido durante el día. Como hicieran durante siglos los mercaderes de la Ruta de la Seda, tras un ajetreado día de viaje por uno de los desiertos menos conocidos y transitados del mundo, había llegado la hora de recuperar fuerzas y contar historias alrededor de una hoguera.
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