El motor del pequeño transbordador petardeaba sordamente rompiendo el silencio que parecía emanar del río. A las cinco de la mañana, Luxor comenzaba a despertar bajo un cielo contra el que se recortaban las siluetas de los globos aerostáticos cargados de turistas que disparaban sus cámaras fotográficas sobre la orilla oeste del Nilo, la región del ocaso, a la que los egipcios llamaban Amenti. Era el dominio de Osiris, dios de los muertos, también conocido como Khentamenti, Amo del Oeste. Con excepción del de Akenatón, el faraón herético, todos los enterramientos del Egipto dinástico tuvieron lugar en la orilla oeste.
Tras la bruma del amanecer se escondían el Valle de los Reyes, el Valle de las Reinas, las Tumbas de los Nobles, el Rameseum, los Colosos de Memnon, el Templo de la reina Hatshepsut... En la orilla este, a mis espaldas, se hallan los complejos religiosos de Luxor y Karnak... El 80% de lo que queda del Egipto clásico se halla en esta región.
Un corto trayecto en un taxi local me aleja de las cultivadas orillas del río para penetrar en la montañosa y árida porción de desierto que durante siglos custodió los restos de los reyes egipcios que aguardaban la mortalidad en el interior de sus grandes sarcófagos. A esta temprana hora las multitudes de turistas que convierten el valle en un hormiguero humano no han llegado todavía y tengo la oportunidad de observar con calma el relieve del terreno bajo la suave luz de la mañana. La primera impresión es que se trata de un buen lugar para ser enterrado siempre y cuando lo que desees sea descansar tan en paz que ni siquiera tus parientes más queridos se animen a visitarte. El paisaje está dominado por la montaña de Al-Qurn (El Cuerno), cuya forma piramidal parece especialmente apropiada. A sus pies se abren dos valles, el oriental y el occidental. El primero es el que contiene la mayoría de las tumbas reales y parece tan desolado y desierto que uno se pregunta si ese sería el famoso sitio conocido una vez como Gran Lugar o Lugar de la Verdad. Es un lugar muerto para los muertos, donde nada crece en sus paredes abrasadas por el sol.
Los antiguos egipcios tenían una habilidad especial para combinar en sus construcciones el sentido práctico con la simbología que el proyecto requería. El aislamiento del Valle de los Reyes lo hacía fácil de custodiar y, además, contemplado desde Tebas, parecía ser el lugar donde cada día el sol terminaba su recorrido, simbolizando así el paso a la vida después de la muerte.
La construcción durante el Imperio Antiguo de grandes pirámides como lugares de descanso eterno para los faraones acabó resultando un proyecto insostenible. Tan sólo una combinación muy especial de circunstancias hizo posible la edad de las pirámides: un periodo de prosperidad económica y paz social, la ausencia de amenazas de invasión exterior y la figura suprema de un faraón divino, rara vez visto por el pueblo y al que se le otorgaba el papel de garante del orden cósmico y guardián del bienestar de su pueblo desde su morada en el más allá. Los egiptólogos creen hoy que un prolongado periodo de sequía pudo afectar al caudal del Nilo y provocar hambrunas y desestabilización generalizadas. Al fin y al cabo, si al faraón había que agradecer los periodos de abundancia, también debía responsabilizársele por las desgracias. Así, su figura comenzó a experimentar un profundo cambio que encontró reflejo en los enterramientos reales.
La pirámide se abandonó. Resultaba demasiado cara y, además, había sido inútil a la hora de salvaguardar los restos del faraón y el ajuar que le acompañaba. Los antiguos egipcios volvieron a una técnica que ya habían utilizado hacía mucho tiempo: la excavación de mausoleos en la roca sólida. En el caso de la antigua Tebas, varios gobernantes de la XI dinastía construyeron sus tumbas aquí en el Primer Periodo Intermedio (2181-2055 a.C.), pero no fue hasta la XVIII dinastía (1550-1295 a.c.) que el valle, vigilado por la simbólica pirámide Al-Qurn, fue definitivamente consagrado como lugar de enterramiento real.
Hasta el momento, se han excavado unas 62 tumbas en el valle -aunque no todas pertenecen a faraones- y aunque cada una de ellas es única, la mayoría siguen un diseño básico que fue evolucionando con el tiempo y que, de nuevo, aunaba la simbología con las necesidades prácticas: la planta seguía un eje norte-sur (a menudo más figurado que real, puesto que el relieve del terreno no siempre permitía tal orientación) y constaba de cuatro tramos descendentes que alternaban escaleras con rampas. Cada uno de estos segmentos representaba una etapa en el viaje a la otra vida, desembocando en una pequeña cámara con un pozo llamado “Sala de la Espera”, que a su vez llevaba a otra estancia con columnas denominada “Sala del Carro”. Desde aquí, otro pasadizo, en ángulo recto a los otros cuatro, conducía a la cámara mortuoria. Este cambio de dirección en la tumba pudo tener un significado simbólico, representando posiblemente los sinuosos canales de la otra vida.
La mayoría de las tumbas principales tienen entradas modestas, túneles que se internan en la roca, con muros tan suavemente pulidos como la mantequilla. Puede que estas tumbas no resulten un sepulcro tan espectacular como las pirámides, pero no por ello hizo falta menos destreza. Sin contar con hierro o acero, usando pedernales o herramientas de cobre, estos constructores de tumbas consiguieron mantener las proporciones exactas a veces hasta en recorridos lineales de doscientos metros.
Y la sorpresa es aún mayor cuando, tras avanzar durante varios minutos por el túnel, llegas a las cámaras mortuorias, cubiertas de maravillosas pinturas que han retenido toda su viveza, si es que esta palabra es la adecuada teniendo en cuenta que lo que representan son escenas del Libro de los Muertos, una colección 200 hechizos escritos en rollos de papiro cuya misión es ayudar al alma en su viaje al más allá.
Para nosotros, seres del siglo XXI que tratan de evitar pensar en todo lo relacionado con la muerte, no resulta fácil asimilar la obsesión egipcia por el más allá. No solamente los ritos funerarias y la arquitectura del sepulcro tenían una gran relevancia, sino que la propia decoración de la tumba jugaba un papel trascendental.
El tema central de la teología egipcia fue la preservación del cuerpo tras la muerte como forma de asegurar el paso del individuo al otro mundo. Se creía que el hombre estaba compuesto de ocho elementos: cuerpo, fuerza vital, alma, corazón, espíritu, poder, sombra y nombre, que se pueden reducir a los tres más esenciales, esto es, cuerpo, alma y espíritu. Para los muertos, la mayor parte de estos aspectos requerían de un hogar y un mantenimiento en nuestro plano de existencia para asegurar un renacimiento satisfactorio en el más allá. En resumen, los egipcios consideraban la preservación del cadáver como el medio para alcanzar un fin. Podemos establecer una analogía con la raíz de una planta: como el cadáver, la raíz puede parecer marchita, pero en las condiciones adecuadas y recibiendo los cuidados necesarios, la vida puede volver a fluir través de ella. De forma similar, desde un cuerpo muerto y momificado puede crecer un nuevo cuerpo de naturaleza espiritual.
El cuidado y protección de los muertos era una tarea bastante compleja que, demás de la momificación, incluía la creación de un mundo en el que el difunto pudiera residir: la tumba, interpretada quizá como una morada eterna para uno de los aspectos del muerto, o quizá sólo como un paso temporal pero, en cualquier caso, fundamental en el camino a la vida eterna. En ella había que almacenar comida y aquellas herramientas y utensilios necesarios en la vida mortal, la información esencial acerca de los rituales que se seguían tras la muerte y la preservación de la trayectoria histórica del difunto así como su nombre. Además, se invocaba la protección de los dioses mediante oraciones, hechizos y amuletos.
Y en este contexto hay que interpretar las pinturas murales. Seguían un código muy preciso, mostrando el mundo de una forma característica, informada e informativa, creando imágenes que jugaban un papel concreto en el paso al más allá. El dibujo y coloreado de animales y objetos de la vida cotidiana demuestran que los artistas egipcios eran muy capaces de realizar arte figurativo, pero en lo que se refiere al arte sagrado, comoquiera que éste se trataba de un medio para guiar o inspirar al fallecido en su paso al otro mundo, decidieron no seguir las directrices de la naturaleza. Querían conseguir un arte más allá de la realidad, una forma artística más espiritual.
El transcurso del tiempo, las inundaciones y el aliento de millones de visitantes, han ido apagando muchas de estas exquisitas obras, pero incluso la visita a las más deterioradas, supone una maravillosa experiencia. Dada la continua avalancha de turistas, de las sesenta tumbas del valle sólo están abiertas al mismo tiempo media docena, cuyo acceso va rotando de forma periódica para evitar una mayor degradación.(Continúa...)
Tras la bruma del amanecer se escondían el Valle de los Reyes, el Valle de las Reinas, las Tumbas de los Nobles, el Rameseum, los Colosos de Memnon, el Templo de la reina Hatshepsut... En la orilla este, a mis espaldas, se hallan los complejos religiosos de Luxor y Karnak... El 80% de lo que queda del Egipto clásico se halla en esta región.
Un corto trayecto en un taxi local me aleja de las cultivadas orillas del río para penetrar en la montañosa y árida porción de desierto que durante siglos custodió los restos de los reyes egipcios que aguardaban la mortalidad en el interior de sus grandes sarcófagos. A esta temprana hora las multitudes de turistas que convierten el valle en un hormiguero humano no han llegado todavía y tengo la oportunidad de observar con calma el relieve del terreno bajo la suave luz de la mañana. La primera impresión es que se trata de un buen lugar para ser enterrado siempre y cuando lo que desees sea descansar tan en paz que ni siquiera tus parientes más queridos se animen a visitarte. El paisaje está dominado por la montaña de Al-Qurn (El Cuerno), cuya forma piramidal parece especialmente apropiada. A sus pies se abren dos valles, el oriental y el occidental. El primero es el que contiene la mayoría de las tumbas reales y parece tan desolado y desierto que uno se pregunta si ese sería el famoso sitio conocido una vez como Gran Lugar o Lugar de la Verdad. Es un lugar muerto para los muertos, donde nada crece en sus paredes abrasadas por el sol.
Los antiguos egipcios tenían una habilidad especial para combinar en sus construcciones el sentido práctico con la simbología que el proyecto requería. El aislamiento del Valle de los Reyes lo hacía fácil de custodiar y, además, contemplado desde Tebas, parecía ser el lugar donde cada día el sol terminaba su recorrido, simbolizando así el paso a la vida después de la muerte.
La construcción durante el Imperio Antiguo de grandes pirámides como lugares de descanso eterno para los faraones acabó resultando un proyecto insostenible. Tan sólo una combinación muy especial de circunstancias hizo posible la edad de las pirámides: un periodo de prosperidad económica y paz social, la ausencia de amenazas de invasión exterior y la figura suprema de un faraón divino, rara vez visto por el pueblo y al que se le otorgaba el papel de garante del orden cósmico y guardián del bienestar de su pueblo desde su morada en el más allá. Los egiptólogos creen hoy que un prolongado periodo de sequía pudo afectar al caudal del Nilo y provocar hambrunas y desestabilización generalizadas. Al fin y al cabo, si al faraón había que agradecer los periodos de abundancia, también debía responsabilizársele por las desgracias. Así, su figura comenzó a experimentar un profundo cambio que encontró reflejo en los enterramientos reales.
La pirámide se abandonó. Resultaba demasiado cara y, además, había sido inútil a la hora de salvaguardar los restos del faraón y el ajuar que le acompañaba. Los antiguos egipcios volvieron a una técnica que ya habían utilizado hacía mucho tiempo: la excavación de mausoleos en la roca sólida. En el caso de la antigua Tebas, varios gobernantes de la XI dinastía construyeron sus tumbas aquí en el Primer Periodo Intermedio (2181-2055 a.C.), pero no fue hasta la XVIII dinastía (1550-1295 a.c.) que el valle, vigilado por la simbólica pirámide Al-Qurn, fue definitivamente consagrado como lugar de enterramiento real.
Hasta el momento, se han excavado unas 62 tumbas en el valle -aunque no todas pertenecen a faraones- y aunque cada una de ellas es única, la mayoría siguen un diseño básico que fue evolucionando con el tiempo y que, de nuevo, aunaba la simbología con las necesidades prácticas: la planta seguía un eje norte-sur (a menudo más figurado que real, puesto que el relieve del terreno no siempre permitía tal orientación) y constaba de cuatro tramos descendentes que alternaban escaleras con rampas. Cada uno de estos segmentos representaba una etapa en el viaje a la otra vida, desembocando en una pequeña cámara con un pozo llamado “Sala de la Espera”, que a su vez llevaba a otra estancia con columnas denominada “Sala del Carro”. Desde aquí, otro pasadizo, en ángulo recto a los otros cuatro, conducía a la cámara mortuoria. Este cambio de dirección en la tumba pudo tener un significado simbólico, representando posiblemente los sinuosos canales de la otra vida.
La mayoría de las tumbas principales tienen entradas modestas, túneles que se internan en la roca, con muros tan suavemente pulidos como la mantequilla. Puede que estas tumbas no resulten un sepulcro tan espectacular como las pirámides, pero no por ello hizo falta menos destreza. Sin contar con hierro o acero, usando pedernales o herramientas de cobre, estos constructores de tumbas consiguieron mantener las proporciones exactas a veces hasta en recorridos lineales de doscientos metros.
Y la sorpresa es aún mayor cuando, tras avanzar durante varios minutos por el túnel, llegas a las cámaras mortuorias, cubiertas de maravillosas pinturas que han retenido toda su viveza, si es que esta palabra es la adecuada teniendo en cuenta que lo que representan son escenas del Libro de los Muertos, una colección 200 hechizos escritos en rollos de papiro cuya misión es ayudar al alma en su viaje al más allá.
Para nosotros, seres del siglo XXI que tratan de evitar pensar en todo lo relacionado con la muerte, no resulta fácil asimilar la obsesión egipcia por el más allá. No solamente los ritos funerarias y la arquitectura del sepulcro tenían una gran relevancia, sino que la propia decoración de la tumba jugaba un papel trascendental.
El tema central de la teología egipcia fue la preservación del cuerpo tras la muerte como forma de asegurar el paso del individuo al otro mundo. Se creía que el hombre estaba compuesto de ocho elementos: cuerpo, fuerza vital, alma, corazón, espíritu, poder, sombra y nombre, que se pueden reducir a los tres más esenciales, esto es, cuerpo, alma y espíritu. Para los muertos, la mayor parte de estos aspectos requerían de un hogar y un mantenimiento en nuestro plano de existencia para asegurar un renacimiento satisfactorio en el más allá. En resumen, los egipcios consideraban la preservación del cadáver como el medio para alcanzar un fin. Podemos establecer una analogía con la raíz de una planta: como el cadáver, la raíz puede parecer marchita, pero en las condiciones adecuadas y recibiendo los cuidados necesarios, la vida puede volver a fluir través de ella. De forma similar, desde un cuerpo muerto y momificado puede crecer un nuevo cuerpo de naturaleza espiritual.
El cuidado y protección de los muertos era una tarea bastante compleja que, demás de la momificación, incluía la creación de un mundo en el que el difunto pudiera residir: la tumba, interpretada quizá como una morada eterna para uno de los aspectos del muerto, o quizá sólo como un paso temporal pero, en cualquier caso, fundamental en el camino a la vida eterna. En ella había que almacenar comida y aquellas herramientas y utensilios necesarios en la vida mortal, la información esencial acerca de los rituales que se seguían tras la muerte y la preservación de la trayectoria histórica del difunto así como su nombre. Además, se invocaba la protección de los dioses mediante oraciones, hechizos y amuletos.
Y en este contexto hay que interpretar las pinturas murales. Seguían un código muy preciso, mostrando el mundo de una forma característica, informada e informativa, creando imágenes que jugaban un papel concreto en el paso al más allá. El dibujo y coloreado de animales y objetos de la vida cotidiana demuestran que los artistas egipcios eran muy capaces de realizar arte figurativo, pero en lo que se refiere al arte sagrado, comoquiera que éste se trataba de un medio para guiar o inspirar al fallecido en su paso al otro mundo, decidieron no seguir las directrices de la naturaleza. Querían conseguir un arte más allá de la realidad, una forma artística más espiritual.
El transcurso del tiempo, las inundaciones y el aliento de millones de visitantes, han ido apagando muchas de estas exquisitas obras, pero incluso la visita a las más deterioradas, supone una maravillosa experiencia. Dada la continua avalancha de turistas, de las sesenta tumbas del valle sólo están abiertas al mismo tiempo media docena, cuyo acceso va rotando de forma periódica para evitar una mayor degradación.(Continúa...)
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