Paseando por Bangkok, el ruido golpea como si fuera algo físico. El taladrante repiqueteo de los martillos neumáticos se solapa con los escopeteos de los motores de los tuk tuks sobre el tapiz de fondo del congestionado tráfico de la gran ciudad. La construcción de carreteras y edificios es una actividad de veinticuatro horas en Bangkok. Este continuo ajetreo, como si de una gran colonia de abejas obreras se tratara, representa la culminación de un proceso económico y cultural que ha hecho del capitalismo en Tailandia algo muy similar a una religión. He vivido siempre en una sociedad capitalista, pero no se me había ocurrido pensar en ello como un sistema de creencias hasta que llegué a Bangkok. Cuando mis pasos me llevaron hasta la céntrica encrucijada de Silom y Patpong, pude ver el resultado combinado de años de rápido crecimiento económico y descenso en las tasas de natalidad, que habían ahorrado a Tailandia los horrores que atenazan muchos otros lugares del mundo que había visitado. Puede que Tailandia fuera el más pobre y tercermundista de los "Tigres del Pacífico", pero lo que se podía ver aquí estaba a mucha distancia de Turquía, el Próximo Oriente o Asia Central.
Los centros comerciales brillaban imponentes, como nuevos templos. En las atareadas avenidas, los establecimientos atraían a sus fieles exhibiendo intensas iluminaciones de neón de colores parpadeantes, suelos de mármol y atractivas dependientas. En los modernos establecimientos, hijos de la globalización mercantil, se ofrecían gafas Ray Ban, polos Lacoste, botas de cowboy, cámaras digitales Sony, teléfonos móviles de última generación, joyería o condones. Entre ellos se estrujaban sencillos establecimientos de madera que tientan al viandante con camisetas de marca falsificadas, maletas con ruedas y comida frita. En cualquier sitio se podía pagar con tarjeta de crédito y, tras las compras, cruzar la calle para tomar una hamburguesa en alguna cadena internacional de comida rápida.
La Tailandia tradicional parece haber quedado sepultada bajo la marea globalizadora. Pero solo lo parece. Cuando cruzo una de las dieciséis puertas que se abren en el muro del templo/monasterio de Wat Po, me reencuentro con las costumbres ancestrales, sus tradiciones, creencias y conocimientos.
Más del 90% de los tailandeses son practicantes del budismo theravada, la forma más primitiva de esa religión, con una pronunciada influencia india. Es, además, la religión oficial del Estado -el monarca ha de ser obligatoriamente budista para ocupar su cargo, como ocurre en Sri Lanka- y la comunidad monástica tailandesa es tan extensa que constituye un elemento a tener en cuenta dentro de la dinámica social y política. El budismo theravada enfatiza la moderación -a menudo se le denomina "camino de enmedio"-, la no confrontación y la conformidad. Igual que otras variantes del budismo y el confucionismo, el theravada fomenta aquellos rasgos sociales que más se ajustan a una economía occidental de servicios, precisamente lo que ruge más allá de los muros del templo.
Wat Po es uno de los centros religiosos más importantes de esta doctrina. Es posible que el complejo político-religioso de Wat Phra Keow, a un par de kilómetros calle arriba, atraiga la mayoría de las visitas por su espectacularidad arquitectónica, artística y alcance simbólico, pero Wat Po suele causar un mayor efecto sobre aquellos que traspasan sus puertas. No suele estar congestionado de turistas, presume de tener una larga historia y ser el templo más grande del país y, por si ello fuera poco, alberga un enorme Buda dorado que deja boquiabierto al visitante.
El templo tiene un claro valor artístico e histórico. Aunque fue fundado en el siglo XVI, las estructuras que hoy se pueden ver datan de finales del siglo XVIII. El monasterio fue en realidad producto de un conflicto sangriento y muy poco religioso. Cuando tras una despiadada guerra Rama I derrocó a su rival por el trono, trasladó la capital desde Tonburi a lo que hoy es el centro de Bangkok. Como todos los reyes, quiso dejar su huella para la posteridad y renovó un monasterio preexistente en muy mal estado. Su nieto, Rama III, amplió el complejo en el siglo XIX cobrando su apariencia actual.
Los edificios están repartidos en dos patios separados. Las 16 entradas del muro que rodea el templo, de las cuales sólo dos permanecen abiertas al público, están custodiadas por estatuas de piedra que representan a unos chinos tocados con chisteras europeas. Los gigantes de granito que decoran el patio son quizá los inmigrantes más antiguos de Tailandia: se cree que llegaron aquí como lastre de barcos chinos; una vez llenas sus bodegas de mercancía, fueron dejados atrás. Algunas encarnan guerreros, otras filósofos, eremitas o funcionarios; incluso se dice que una de ellas representa a Marco Polo.
El bot (edificio más sagrado del wat, donde tienen lugar las ceremonias) del patio oriental es la construcción principal, guardado por leones sentados de estilo chino y rodeado por dos galerías que contienen 394 budas. Los cuatro grandes chedis (relicarios, coronados por una punta afilada), decorados con porcelana, simbolizan a los cuatro primeros reyes de la dinastía Chakri, fundada por Rama I. Hay cerca de 100 prangs (espiras de estilo jemer) y chedis en todo el Wat Po.
Desde luego, el elemento más llamativo del monasterio/templo es el colosal Buda reclinado, tallado en la época de Rama III. Sus 46 metros de largo y 15 de altura hacen parecer pequeño al gran viharn que lo alberga (pabellón generalmente situado en el centro de un patio donde tienen lugar ceremonias). Cubierto por una capa de pan de oro, su postura simboliza la muerte de Buda y su paso al estado de nirvana. Las plantas de sus enormes pies están decoradas con los 108 laksana o virtudes y señales de Buda. Por desgracia, la espectacularidad de la estatua queda amortiguada por la falta de perspectiva global sobre la misma: se sitúe uno donde se sitúe, nunca consigue una visión completa del coloso dorado.
El Wat Po transmite esa sensación de equilibrio y armonía que favorece la meditación y la paz espiritual, algo común a la mayoría de edificios religiosos construidos por el hombre a través de los milenios. Pero es otro aspecto muy diferente el que me lleva a destacarlo sobre otros templos o wats de Tailandia: su galería médica, todavía en activo.
Desde la implantación del budismo en Tailandia, en el siglo VI, los monasterios se convirtieron en el centro de las comunidades, ya sean aldeas o barrios de grandes ciudades. La propia comunidad mantiene y alimenta a los monjes, puesto que ello la hace merecedora de méritos de cara a una mejor reencarnación. En la Tailandia urbana de hoy, frenética y globalizada, la comunidad monástica aún goza de un lazo especial con el pueblo llano. Muestra de ello es que los padres siguen enviando a sus hijos adolescentes al monasterio local, normalmente durante la estación de lluvias, donde viven tres o cuatro meses aunque bastantes pernoctan hasta uno o dos años. Allí aprenden los fundamentos del budismo y se familiarizan con una tradición y una disciplina profundamente arraigada en la sociedad tailandesa y que ellos mismos se encargarán de legar a la siguiente generación. A fin de cuentas, se trata de un rito de paso a la madurez.
Aunque a menudo se traduce la palabra "wat" como "templo" o "monasterio", se trata de una acepción incompleta o imprecisa, porque en realidad se trata de un conjunto de edificios, pabellones de variado uso y monumentos simbólicos. Su papel ha sido tradicionalmente mucho más amplio que el de mero lugar de culto u oración: reciben ofrendas, ofrecen un ámbito para la meditación, se puede charlar y conversar con los bonzos o monjes sobre cuestiones de doctrina, sirve de espacio para festejos y celebraciones, de mercado durante los festivales religiosos, de albergue para viajeros, asilo para ancianos... y de centro educativo y custodio del conocimiento, en un rol similar al que cumplieron los monasterios europeos durante la Edad Media.
Porque, de hecho, en Tailandia, el monasterio ha sido la mayor fuente de educación hasta el siglo XX. Algunos ejercían de escuela primaria, secundaria y universidad. En cualquiera de sus niveles, la educación era y es gratuita, y a los alumnos sólo se les pide que cooperen en las tareas domésticas. La enseñanza en el monasterio abarcaba los aspectos básicos de la educación: escritura, lectura, aritmética, fundamentos de budismo y cultura general. Por extensión, suele ser también la biblioteca del pueblo.
Y en este sentido, el rey Rama III fue un gobernante ilustrado: no se limitó a edificar, decorar y enriquecer el Wat Po, sino que lo imaginó como un centro de conocimiento, una especie de universidad pública a la que proporcionó un generoso apoyo. Hasta el día de hoy. Porque aunque el gobierno tailandés es quien se ocupa ahora del grueso de la educación (y a pesar de que muchos colegios ahora estatales continúan instalados en recintos religiosos en activo), el monasterio ha mantenido un papel fundamental en la conservación de una valiosa tradición nacional: la de la medicina ancestral tailandesa y sus famosos masajes.
La galería médica del templo está situada a los pies del gran chedi sur. Los médicos con licencia para ejercer allí pertenecen a la Asociación de la Escuela Médica Antigua de Tailandia. La escuela ocupa dos edificios dentro del complejo, con camas sobre las que los pacientes de toda edad y condición reciben masajes de los profesores y sus estudiantes. Desde la refundación de la escuela en su versión moderna hace unas décadas, su crecimiento ha sido notable. Cientos de profesionales se han graduado aquí y cada año se matriculan un centenar de nuevos estudiantes. La mayoría de ellos se concentra en el masaje y sólo algunos estudian la medicina tradicional, ya que ésta reviste una gran complejidad.
El masaje tailandés trabaja sobre los músculos, los huesos y los nervios, con el objetivo de armonizar las energías corporales y equilibrar los cuatro elementos que, según la tradición oriental, componen el cuerpo: tierra, agua, fuego y aire. Los golpes, presiones, palmadas y estiramientos no van destinados simplemente a relajar al paciente, sino que sus aplicaciones se extienden al sistema respiratorio, el digestivo, el circulatorio o el metabolismo. En resumen, una terapia medicinal integral que el visitante puede probar por un módico precio.
La enseñanza de las técnicas del masaje comenzaron a impartirse en Wat Po en 1836. Como hemos dicho, el rey Rama III tenía una visión y quería que el monasterio se convirtiera en un centro de saber. Pudo encontrar profesores de historia, religión o medicina, pero con el masaje se topó con más problemas. Al final, dio con la solución siguiendo un camino menos ortodoxo. Muchos ascetas hindúes habían estado residiendo en Bangkok durante al menos un siglo. Como pasaban muchas horas meditando, se habían convertido en expertos en el automasaje para evitar que sus miembros se quedaran rígidos y doloridos. Así que los reclutó para que enseñaran en la nueva universidad.
Cerca de las puertas del Wat Po se conservan muchas estatuas de aquellos rishis o ascetas indios, algunos con sus cuerpos pétreos retorcidos en extrañas contorsiones, algunos con expresiones de felicidad, otros con muecas tensas, pero todos en un buen estado de salud tras 150 años de vida. Una prueba de la pericia de los artesanos de Rama III.
El monasterio ha sabido conservar su papel tutelar sobre una escuela única en su síntesis de antiguas técnicas indias con los conocimientos tradicionales tailandeses, ya fuera en masajes o en el uso de hierbas medicinales con fines curativos o preventivos. La influencia de la medicina occidental ha añadido una nueva capa a este valioso legado. A pocos metros, más allá de los muros del monasterio, bulle una urbe moderna que no parece tener demasiado cariño por todo lo antiguo. Wat Po, sin embargo, no solo ha sobrevivido, sino que su paciente y dedicada labor ha jugado un papel clave en abrir un espacio de integración de la tradición tailandesa dentro del voraz mundo capitalista contemporáneo.
viernes, 8 de julio de 2011
Wat Po - Custodio de la tradición
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