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martes, 16 de marzo de 2010

Stavkirke: El ocaso de la civilización vikinga


En 787 d.C., tres esbeltos barcos de perfil desconocido hasta entonces arribaron a la costa de Dorset, Inglaterra. Un recaudador de impuestos sajón salió a su encuentro y les ordenó presentarse ante el rey. Fue una mala idea. Allí mismo, en la playa, los recién llegados lo asesinaron sin pensárselo dos veces. Aquella fue la primera aparición de los vikingos en la historia. En los dos siglos siguientes, estos aventureros se convertirían en sinónimo de terror y muerte en todas las costas atlánticas del continente europeo.

Quizá la mayor diferencia entre los vikingos y las gentes a las que saqueaban era que éstos eran cristianos mientras que aquéllos eran paganos. La religión condicionaba su pensamiento y actos de un modo tan profundo como el entorno geográfico en el que vivían. Los vikingos no tenían una religión organizada como tal. A pesar de que sí contaban con templos y lugares sagrados, parece que la práctica de la religión entre los pueblos nórdicos era una cuestión muy personal. Cada uno elegía qué dioses honrar y de qué forma. Normalmente se trataba de realizar algún sacrificio o realizar una ofrenda votiva a uno de los muchos dioses a cambio de su protección durante la batalla o su ayuda en cualquier asunto de la vida cotidiana.

El mundo de la mitología nórdica era y sigue siendo tan extraño como fascinante. El dios supremo era Odín, que presidía las hazañas de los dioses; sobre sus hombros descansaban dos cuervos que volaban por todo el mundo manteniéndole informado de todo lo que sucedía. Los otros dioses importantes eran igualmente duros y temibles: Thor, el dios del Trueno, Heimdall, el guardián del Puente del Arco Iris que conducía a la Tierra, Hel, diosa del reino de la muerte… Asgard, la morada de los dioses, era un lugar totalmente diferente a cualquier otro sitio imaginado por el hombre. Allí no existía la paz o la alegría y, de hecho, ni siquiera tenía vocación de eternidad. Sobre la tierra de los dioses acechaba un destino inevitable: el día del Ragnarok; tras una batalla final en la que dioses y guerreros lucharían juntos contra las fuerzas del mal, aquéllos perecerían inevitablemente y cielo, tierra, hombres y dioses serían aniquilados.

Estas creencias en las que el espectro del triunfo del mal era inevitable debían pesar enormemente sobre los espíritus de los vikingos. No existía redención posible; las grandes hazañas y la paciencia no les salvarían. Aún así, no estaban dispuestos a rendirse. Un acto de gran valor les aseguraría un asiento en el Valhalla, una de las salas de Asgard, a donde las valkirias conducían los espíritus de los guerreros muertos en combate para que moraran en la Sala del Valor. Pero incluso una vez allí solo les esperaba la derrota y la destrucción.

No cabe duda de que eran unas creencias muy duras, en absoluta contradicción con las promesas de perdón, felicidad y vida eterna del cristianismo. El único aliciente espiritual de la religión nórdica era la conquista del heroísmo: si morían en combate, se aseguraban un puesto en el Valhalla. Estas creencias primarias basadas en el terror inspiraban una cultura guerrera que hacía de los vikingos unos luchadores temibles sin miedo a morir -una circunstancia que se repetiría en otros momentos de la Historia, desde los kamikazes japoneses hasta los extremistas islámicos-.

En 1030 el cristianismo se convierte en la religión de la mayoría de los noruegos tras siglos de adoración a los dioses de las leyendas escandinavas. Y, sea por la influencia de las nuevas creencias, sea porque el sedentarismo comenzaba a ofrecer más atractivos y posibilidades que la piratería, la furia de la sangre vikinga pareció enfriarse con el paso de las generaciones.

Al belicoso Harald Hardrada, que había tenido la muerte de un héroe vikingo combatiendo contra los ingleses en 1066 poco antes de la invasión normanda, le sucedió su hijo Olaf, llamado desdeñosamente el Tranquilo porque, a diferencia de todos sus antepasados, no se embarcó en ninguna guerra. Su propio hijo y sucesor, Magnus, conocido como Piernas Desnudas porque le gustaba llevar faldas célticas, tenía sueños de gloria y organizó algunas expediciones a las Hébridas y a Irlanda, pero fue un fracaso como guerrero y cayó abatido en batalla contra los irlandeses antes de lograr algo. Y los hijos de Magnus, Sigurd y Eystein, que dividieron Noruega en dos reinos, personificaron en sus caracteres y gobiernos la brecha que se abría entre los antiguos días sanguinarios de los vikingos y la nueva, menos violenta, Escandinavia europeizada que empezaba a nacer.

El rey Sigurd trasladó el tradicional espíritu violento de los vikingos al ámbito cristiano. Embarcado con 17 años en una cruzada a Tierra Santa en 1106, mató a placer en España y Siria, entró con gran pompa en Jerusalén y Constantinopla, y después de tres años regresó a Noruega llevando consigo un fragmento de la Cruz Verdadera.

Su hermano Eystein, en cambio, decidió ajustar su política a los nuevos tiempos. Construyó mercados de pescado para que los pobres pudieran ganarse la vida, hospicios, puertos, edificios e iglesias. El futuro estaría con Eystein, mientras la cruzada de Sigurd no era más que la última chispa de un fuego en extinción. Aunque hubiera sobrevivido la voluntad, los medios físicos para la vida vikinga desaparecían. Lo que había hecho posible en primer lugar la aventura vikinga era el control de los mares; ahora otros navegantes con barcos mayores comenzaban a suplantar a los nórdicos.

La religión cristiana fue un elemento importante en ese proceso de transformación. Diversos reyes escandinavos intentaron introducir el cristianismo en sus tierras con poco éxito. En 995, Olaf Tryggvason fue coronado rey de Noruega bajo el nombre de Olaf I. Como buen vikingo que era, se dedicó al pillaje, el saqueo y las guerras contra propios y extraños. Hasta que un buen día se topó con un vidente cristiano en las Islas Sorlingas, cerca de las costas de Cornualles. Sus profecías se cumplieron y Olaf, impresionado, se hizo bautizar, abandonó su vida de pirata y a su regreso a Noruega se propuso implantar su nueva fe costara lo que costase. Con el fervor típico del converso, destruyó los templos paganos y torturó a sus adoradores hasta que, al menos nominalmente, Noruega pudo llamarse cristiana hacia 1030, sólo un año antes de que Olaf I fuese canonizado.

Veinte años después, comienzan a aparecer iglesias por todo el país, unas iglesias perfectamente adaptadas tanto a los recursos como a las tradiciones y técnicas locales. Las iglesias de madera fueron una construcción muy común en todo el norte de Europa en los primeros tiempos del cristianismo. Solamente en Noruega llegaron a contabilizarse cerca de dos millares de ellas. En Europa las construcciones domésticas de más de 200 años son raras, excepto aquellas construidas por quienes podían pagar piedra o ladrillo. No sólo la madera tiende a pudrirse, es también altamente inflamable. Los incendios en las iglesias de piedra, que también contenían mucha madera, eran sorprendentemente comunes hasta bien entrado el siglo XVII. A medida que se iban quemando, su estructura se deterioraba o simplemente se consideraban obsoletas y ya en la Edad Media fueron siendo reemplazadas por edificios de piedra. Así que no es de extrañar que en la actualidad, las 29 iglesias de madera nórdicas que han sobrevivido -con dos excepciones, una en Suecia y otra en Polonia-, se hallen en Noruega.

Las iglesias de madera o stavkirke nacieron como una evolución de las habilidades arquitectónicas vikingas, transmitidas oralmente de generación a generación de carpinteros y que habían tenido su máximo exponente en los magníficos navíos con los que habían surcado los mares. Por otro lado, gracias a sus viajes y las expediciones comerciales que les llevaron por buena parte de Europa, los artesanos vikingos estaban familiarizados desde antes de la llegada de los misioneros cristianos con las formas, diseños y técnicas de construcción de los templos cristianos.

Originalmente, las iglesias antecesoras de las stavkirke se apoyaban en troncos de madera partidos por la mitad que se clavaban en el suelo y sobre los que se colocaba un techo; esto es, algo más evolucionado que una simple empalizada; una construcción sencilla, pero lo suficientemente sólida como para permanecer en pie durante décadas o, en algunos casos, incluso siglos. El problema de estas construcciones era la humedad, que pasaba del suelo a la madera y acababa arruinando no sólo la estructura sino las condiciones de habitabilidad en su interior. La solución fue levantar el edificio sobre un zócalo de piedra que actuaba de aislante. La materia prima más común fue la madera de pino, troncos seleccionados con abundante resina en su interior, lo que incrementaba aún más su durabilidad. El resultado final fueron las stavkirke, edificios sólidos, estables y resistentes a las duras condiciones climáticas locales.

En la Edad Media no existían regulaciones eclesiásticas que estipulasen que las iglesias debieran construirse en piedra. Sin embargo, la tradición sí señalaba directrices según las cuales los templos se edificaban combinando la forma del Templo de Salomón con las prácticas constructivas mediterráneas. Tampoco había obligación de someter el diseño a las necesidades litúrgicas, puesto que el núcleo de éstas era muy sencillo: la celebración de la Eucaristía en un altar. De hecho, las grandes alturas que los templos tendían a exhibir -y que con el gótico alcanzarían su máxima expresión- eran consideradas por los más puristas como una expresión de vanidad y avaricia. Tampoco la división del espacio interior en naves separadas por columnas descansa sobre una base concreta dentro del pensamiento cristiano.

Es por ello que dentro del mismo país, Noruega, y el mismo periodo, aparecieron diversos tipos de stavkirke: algunas más parecidas a basílicas románicas; otras más sencillas, con una nave y un coro, con detalles de madera imitando el aspecto de la piedra; otros con deambulatorios y galerías rodeando el perímetro de la iglesia...

La utilización de la madera como principal materia prima no debe hacernos creer que estas iglesias escandinavas fueran edificios primitivos. Al contrario, su sistema de construcción era muy sofisticado. Con las habilidades desarrolladas por los carpinteros en la construcción de barcos, se aprovechaban de forma magistral las cualidades estáticas y plásticas de la madera para conseguir un edificio tan bello como práctico.

A pesar de que la abundancia de techos inclinados de tejas es lo más llamativo a primera vista, el plano original no es en realidad más que un simple rectángulo, con base en cuatro altos pilares -los "stav" propiamente dichos- dispuestos en el centro de un cuadrado y sobre los que recae el peso de la estructura. Las paredes están hechas a base de tablones verticales ligeramente curvos que se encajan dentro de vigas horizontales en las partes superior e inferior. Este método tiene la ventaja de mantener los extremos de las paredes alejados del suelo, haciéndolos menos propensos a la descomposición. La destreza de los carpinteros era tal que no usaron clavos en la construcción de estos edificios.


La ausencia de ventanas no puede extrañar habida cuenta del frío clima del país. La tenue luz del interior proviene de una especie de mirillas en las paredes de la nave o una sola ventana en el porche. No obstante, lo habitual era realizar los servicios litúrgicos a la luz de las velas. Varios tejados escalonan el edificio en dirección al cielo, lo que aún se resalta más gracias a los linternones puntiagudos. Esta arquitectura pintoresca, los diferentes tonos de la madera y las ricas tallas que la adornan proporcionan a estas iglesias un encanto especial.



Las columnas, los capiteles, los arcos y los pórticos estaban tallados con detalles que imitaban el estilo románico. Estos detalles se combinaban a menudo con motivos, abstractos o figurativos, de la mitología noruega, entre los que destacan las cabezas de dragones que se proyectan desde los hastiales. Quizá esos dragones constituyeran algún tipo de amuleto mágico contra el mal; acaso no fueran dragones, sino leones representando a Jesucristo victorioso sobre las fuerzas del mal; tal vez, como sugieren otros autores, no fueran más que símbolos de la riqueza del patrocinador de la stavkirke, una señal de estatus sin contenido religioso; o quizá se trataba de un motivo estético inspirado en los bestiarios medievales que los vikingos conocieron en Inglaterra, bien en forma de manuscritos bien como estatuas que decoraban las iglesias. Sea como fuere, constituyen un nexo con el pasado marinero de los vikingos, puesto que el motivo del dragón era una talla muy utilizada en las proas de los navíos de guerra.

Las stavkirke, cuya construcción comenzó a decaer en el siglo XIII, son una reliquia de la Edad Media, casi incomparable con los templos de otras regiones. Su valor reside no sólo en su antigüedad y en el hecho casi milagroso de que edificios tan vulnerables hayan conseguido sobrevivir novecientos años, sino en su significación histórica y arquitectónica. Sus vigas de madera, sus tallas y sus cabezas de dragón son el punto de contacto entre la idiosincrasia, creencias y habilidades tradicionales de los vikingos noruegos y las tendencias que nacían y se desarrollaban en los grandes imperios del centro de Europa.
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viernes, 26 de febrero de 2010

Mar Muerto: Espejismos de sal


Las masas de agua que nuestro planeta almacena en el interior de los continentes, ya sean lagos o mares interiores, independientemente de su tamaño, tienen su origen en un accidente geográfico, normalmente una depresión o una falla, que obstaculiza la corriente de uno o más ríos, almacenando el agua en un lugar estable. Todos estamos familiarizados con estas concentraciones de agua, aunque sólo sean pequeños lagos de montaña alimentados por ríos provenientes del deshielo. Nuestra experiencia, sin embargo, se suele reducir a lagos de agua dulce, por la sencilla razón de que son los más habituales.

Pero en algunos lugares de la Tierra nos encontramos con el fenómeno mucho menos frecuente de los lagos salados. El agua pura no existe, siempre lleva minerales en disolución, capturados mediante disolución del terreno, las rocas e incluso, en el caso de la lluvia, del polvo en suspensión. Mientras fluye, el agua arrastra esos minerales consigo. Al llegar al mar, toda esa masa transportada por los ríos se acumula, aumentando su concentración hasta el 4% (el agua dulce suele tener un 1% de minerales en disolución). Esa es la razón por la que el agua de mar es salada, ya que la mayor parte de todos esos minerales la forma el cloruro sódico o sal común.

Pues bien, para que un lago se convierta en una masa de agua salada han de darse una serie de circunstancias especiales. En primer lugar, como hemos dicho, la existencia de una barrera geográfica que propicie el remansamiento del agua. En segundo lugar, temperaturas cálidas que favorezcan un alto grado de evaporación. Y, por último, la ausencia de bocas de salida, propiciando un estancamiento que, a su vez, aumenta la evaporación de líquido y, por consiguiente, el nivel de salinidad.

El mar Muerto -que, pese a su nombre, en realidad es un lago- reúne todas esas características. Está asentado en el conocido como Gran Valle del Rift, la falla sirio-africana, una fisura geológica que se extiende desde Turquía hasta Malawi. Este lago de origen endorreico, de 76 km de largo por unos 16 km en su parte más ancha, rodeado por el desierto y las resecas colinas de Judea y alimentado por el río Jordán, marca el punto más bajo de la superficie continental de nuestro planeta: 400 metros bajo el nivel del mar. La temperatura media anual es de 31ºC, pero en verano el termómetro puede subir sin dificultad hasta los 45ºC. La evaporación es, pues, brutal. Y su riqueza mineral también. La concentración de magnesio, sodio, potasio, bromo, cloruro de calcio y hasta 26 clases de minerales alcanza concentraciones seis veces superiores a las del océano.

Con semejante grado de mineralización, la vida es imposible más allá de algunas bacterias y microorganismos. No hay nada que pescar y el desértico entorno, con un calor asfixiante, es tan hostil como las aguas colmadas de sal. Sin embargo, el hombre ha encontrado también aquí un modo de aprovechamiento económico explotando salinas desde la antigüedad. En la Biblia se lo menciona como "Mar de Sal" o "Mar del Desierto". Fue en sus cercanías donde se ubicaban las ciudades de Zoar, Zebouin y las nefastas Sodoma y Gomorra. También aquí dice la tradición que fue donde la mujer de Lot quedó convertida en sal al mirar atrás movida por la curiosidad mientras las ciudades eran destruidas por el furibundo Dios del Antigüo Testamento. No es de extrañar que esa historia de mujeres transformadas en estatuas de sal tuviera su origen aquí, donde la sal cristaliza con facilidad en las orillas del lago, esculpiendo formas caprichosas rodeadas de un velo de bruma y donde la refracción de la luz crea espejismos que engañan al ojo y la mente humanos.

El peso de la Historia en el mar Muerto es mayor de lo que uno podría pensar contemplando el árido entorno. No sólo forma parte de la relativamente reciente frontera entre Jordania e Israel, sino que en su entorno, en unas cuevas situadas en un lugar llamado Qmran, un joven pastorcillo encontró en 1947 los llamados Manuscritos del mar Muerto: seiscientos rollos escritos en hebreo y arameo que revelaron la existencia de un hasta entonces desconocido centro perteneciente a la secta de los esenios, judíos que vivían en pleno desierto, alejados de las ciudades. Aquel descubrimiento arqueológico, uno de los más importantes del siglo XX, inició una polémica sobre la posibilidad de que Jesucristo hubiera estado de alguna manera relacionado con aquel movimiento.

Por nuestra parte, y ajenos a tan trascendentales hechos, recorremos los 55 kilómetros que distan de Ammán para conocer y disfrutar no solo de los paisajes, sino de una experiencia poco corriente por no decir única: permanecer en un medio líquido sin hundirse. Es una sensación extraña. Entramos en las densas aguas y, sin éxito alguno, intentamos nadar. Es imposible. La gran concentración salina convierte al mar Muerto en un lugar ideal para los malos nadadores. Todos los visitantes se hacen fotos haciendo el muerto, leyendo el periódico o tratando de desplazarse torpemente mientras flotan como un corcho viviente. Es además chocante pensar que bajo nuestros pies no hay nada vivo, ni animal ni vegetal. Aunque la explicación no tarda en llegar cuando el agua, a pesar de las advertencias recibidas, te entra en los ojos por culpa de un imprudente chapoteo. Nada puedes hacer más que esperar, pues el agua que te rodea no sirve para lavarlos y extraer la densa concentración salina que escuece como ácido. Sólo las lágrimas que inevitablemente acaban aflorando consiguen devolver poco a poco la visión.

En cuanto salimos del agua, nos lanzamos hacia el cercano hotel de Hammamat Ma´in, donde aprovechamos la lujosa instalación de duchas y surtidores de agua dulce -y caliente, porque la fría no sirve para arrancarse las sustancias pegajosas y la sal adheridas al cuerpo tras el baño-. La piscina del hotel nos proporciona el contraste con las cercanas y viscosas aguas del mar Muerto: aguas dulces en las que zambullirse y nadar, una bienvenida y familiar sensación.

Jordania e Israel están sacando provecho económico de las propiedades curativas de los lodos y componentes del mar Muerto. Sus virtudes terapéuticas se conocen desde hace muchos siglos y está considerado como el mayor y más antiguo balneario de salud natural del mundo. No en vano otro de los nombres de este lugar es lago Asfaltites, a causa del bitumen o asfalto que se mezcla con el barro de sus orillas, tiñéndolas de color negro. Mucha gente con problemas de huesos o piel acude buscando alivio a los balnearios y complejos hoteleros que han surgido junto a las fuentes termales y manantiales de agua dulce que brotan por los alrededores. Pero no solamente las aguas son beneficiosas: existe un microclima propiciado por la rápida y masiva evaporación de millones de litros al día, que además de cargar el aire de oxígeno, contribuye a crear una neblina continua que ahoga el sonido ambiental y filtra los rayos ultravioleta, por lo que es posible tomar el sol y broncearse sin achicharrar la piel.

La mayor parte de los huéspedes de estos complejos balnearios -los jordanos, no los israelíes- son, paradójicamente, árabes del Golfo Pérsico que gastan generosamente sus petrodólares escapando de sus sofocantes emiratos para venir a estas instalaciones donde la temperatura exterior es de 36ºC, no hay más sombra que la de los hoteles, las playas están cubiertas de sal y asfalto y el agua fluye de los surtidores a 60ºC. El nivel económico de estos huéspedes ha hecho subir los precios del turismo en Jordania, un país que descubrió la nueva gallina de huevos de oro hace poco más de una década. Gracias sobre todo a Petra, el turismo balneario del mar Muerto y su estabilidad política, su papel de imán vacacional ha ido en constante aumento.

Pero, al menos en lo que al mar Muerto se refiere, el turismo corre peligro. Y la culpa es la sed. Dos terceras partes del reino hachemita son desierto y el país aprovecha al máximo el agua del Jordán antes de que llegue al gran lago, desviándola para regar los cultivos. Israel, por su parte, también se bebe las aguas del río, a cuyo caudal acaban llegando fertilizantes y pesticidas que, en último término, se vierten en el mar Muerto.

Las consecuencias de todo ello hace tiempo que se dejan notar. Desde hace años, el nivel del mar Muerto ha venido descendiendo 500 cm anuales. Su extensión se está reduciendo y actualmente tiene 400 km menos que hace sesenta años. Las escasas precipitaciones y la fuerte evaporación, sin tener en cuenta ningún otro factor, hacen que el equilibrio ecológico de la zona sea muy delicado y los gobiernos, al tiempo que estudian preocupados los efectos de sus acciones -o ausencia de ellas- , no se deciden a tomar otro tipo de medidas que permitan salvaguardar el lugar a largo plazo. Lo mejor que se les ha ocurrido es construir un canal del mar Rojo al mar Muerto para elevar el nivel de este último y aprovechar la diferencia de altura para construir centrales hidroeléctricas. Como suele suceder, nadie sabe las secuelas de semejantes proyectos. Hubiera sido más fácil cuidar al enfermo en lugar de tener que resucitarlo.

¿Durante cuánto tiempo conseguirá sobrevivir el mar Muerto? Algunos expertos creen que el lago puede llegar a secarse completamente en cincuenta años. La perspectiva de que dentro de cien años, el mar Muerto no sea más que un recuerdo tan evocador como sus difuntas compañeras, Sodoma y Gomorra, es cada vez más real.
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jueves, 18 de febrero de 2010

Notre Dame Du Haut: la espiritualidad de un ateo


Charles Edouard Jeanneret fue hijo de un relojero suizo y una pianista. Tal vez fuera esa herencia la que marcó el rumbo de su vida. La vertiente artística de su madre le orientó inicialmente hacia la pintura y la música. Tras viajar tres años por Oriente, adoptó la profesión por la que sería conocido en todo el mundo bajo su pseudónimo, Le Corbusier: la arquitectura. Quizá fue de la inclinación hacia los mecanismos precisos propio de la profesión de su padre, de donde extrajo los conceptos en los que basaría buena parte de su obra: la vivienda mecanizada, la casa como una máquina para vivir, la forma subordinada a la función.

Estaba convencido de que era necesario volver a los elementos funcionales básicos de la arquitectura y aprovechar todos sus recursos para proporcionar viviendas a la creciente población urbana. En este sentido, usó de forma innovadora estructuras de hormigón armado, lo que le proporcionaba una amplia flexibilidad. Diseñó espacios en los que se disponía de todo la superficie necesaria ocupando un área más reducida, dando lugar a edificios cuidadosamente planeados en los que la vida se desarrollaba de una manera más colectiva.Tras la Segunda Guerra Mundial, ante una Europa devastada y necesitada de viviendas, Le Corbusier abogó por la estandarización como vía para la reconstrucción del continente y fue capaz de crear un lenguaje arquitectónico imitable -no siempre con éxito, eso sí- que determinó la evolución de la construcción durante bastantes años.

Adalid del racionalismo y de la idea de que el mundo artificial y planificado era mejor que el mundo natural, Le Corbusier no fue hombre de un solo estilo, y quizá por ello se le ha llamado en ocasiones el Picasso de la arquitectura. Tenía nada menos que 68 años cuando finalizó un proyecto singular en el que había abandonado, al menos aparentemente, su racionalismo, dando vía libre a su reverso lírico, a la libertad de la forma y a la integración en el entorno natural.

Ronchamp es una pequeña ciudad al noreste de Francia, en el departamento del Jura, una encrucijada por la que discurría una de las rutas que unía a ese país con Alemania y que era a menudo transitada por peregrinos. No es de extrañar por tanto que en lo alto de una colina cercana a la localidad se levantara desde tiempos prehistóricos una estructura religiosa. Los primeros ocupantes fueron adoradores del sol, después llegaron los romanos y, desde la Edad Media, el lugar albergó un pequeño santuario consagrado a la Virgen, la capilla de Notre Dame-du-Haut. Durante la guerra de 1871 fue demolido y desde ese momento ya no conoció largos periodos de paz: la Primera Guerra Mundial volvió a destruir el edificio y, unos años después, los bombardeos de la Segunda Guerra redujeron a escombros a la capilla sucesora del anterior. Su reemplazo sería un edificio completamente diferente no sólo a los templos anteriores, sino a cualquier otro contemporáneo.

El padre dominico Marie-Alain Couturier era un amante del arte que creía en la necesidad de revitalizar el arte eclesiástico, aparentemente condenado al inmovilismo y decadencia. Había encargado a Henry Matisse que decorase la capilla dominica de Saint Paul de Vence y ahora, al frente de la comisión que debía supervisar el proyecto de reconstrucción de la capilla, no escatimó esfuerzos para convencer a los otros clérigos de la diócesis de Belfort de los méritos de Le Corbusier. Algo nada fácil a priori, porque el arquitecto no sólo era ateo, sino que su obra hasta el momento, como hemos indicado, estaba basada en el racionalismo y el desarrollo de viviendas en un medio urbano, algo muy diferente a construir un pequeño edificio religioso en un entorno rural.

Ciertamente, Le Corbusier no había prestado demasiada atención a las construcciones sacras aun cuando era perfecto conocedor -y admirador- de los espacios interiores que conseguían crear. Cuando el arquitecto visitó el lugar, quedó encantado y no tardó en aceptar el encargo. Quizá fuera la atractiva localización, con vistas sobre todo el territorio circundante; quizá el peso de los siglos de veneración religiosa en los restos de los sucesivos templos; o bien el desafío profesional que suponía un cambio de estilo tan radical en un estadio tan avanzado de su carrera. Le Corbusier diseñó la forma general, que su ayudante, André Maisonnier, terminaría de perfeccionar. El propio Maisonnier, bajo la supervisión de su maestro, dirigió al pequeño equipo de trabajadores que transformó las líneas y números en realidad, construyendo la capilla en gran parte a mano y con un grado de espontaneidad que hace que el edificio pueda equipararse a una escultura.

La configuración topográfica y el propio plano del complejo religioso hacen que el visitante no vislumbre la capilla hasta casi llegar a la cima de la colina. El diseño exterior es una reconciliación de la técnica y la naturaleza: orgánico, influenciado por el paisaje y en el que las severas líneas rectas propias de su arquitectura urbana ceden su sitio en favor de un trazado irregular, dinámico e incluso absurdo. Sus contornos arqueados y voluminosos recuerdan un arca o quizá una duna modelada por el viento. El propio Le Corbusier afirmó que recibió su inspiración de una concha marina que recogió en una playa.

Las proporciones generales de la planta, la altura de los muros y las dimensiones de las ventanas las realizó Le Corbusier utilizando su propio sistema de medidas en el que se aplicaba la sección áurea, obteniendo de esta forma una impresión de armonía. Por otra parte, la sucesión de formas cóncavas y convexas, ásperas y llanas, bordes y cavidades, responde a varios propósitos. En primer lugar refuerza la estabilidad estructural del conjunto. En segundo lugar contribuye a crear diferentes espacios tanto en el exterior como en el interior de la capilla y, por último, cada cara de la misma revela nuevos paisajes arquitectónicos que juegan con los matices de la luz a lo largo del día, como si todo el edificio fuera un gran reloj de sol, cambiando de forma varias veces desde el amanecer hasta el ocaso. El material principal que se utilizó era hormigón sin desbastar, dispuesto en paneles y relleno de albañilería para el que se utilizaron restos de los edificios anteriores. Por las paredes hay distribuidos pequeños trozos de vidrio coloreado que, en contraste con la blancura de los muros, producen la sensación de pequeñas joyas engastadas.

La altura de los muros oscila entre los diez y los cinco metros, condicionando la forma de la cubierta, que se aboveda sobre las paredes redondeadas. Precisamente la cubierta, que aquí actúa como unificadora del macizo volumen de la estructura, es uno de los elementos más llamativos. El doble movimiento ascendente-descendente le confiere un aspecto aerodinámico, como de ala de avión o sábana ondeando al viento. Su apariencia pesada es engañosa porque en realidad la estructura está hueca, sostenida por columnas de acero ocultas en los muros. Entre estos y la cubierta se abre una separación, permitiendo la entrada de una banda de luz y escondiendo a la vista los soportes que sostienen la cubierta. El voladizo del tejado protege asimismo un altar exterior, un coro y un púlpito colocados como si de un anfiteatro se tratara y desde los que se ofician misas al aire libre para los peregrinos, que acuden en masa hasta aquí en las fiestas señaladas. La antigua estatua de la Virgen, rescatada de los escombros dejados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial está en un nicho acristalado giratorio que puede orientarse tanto hacia el interior como hacia el exterior dependiendo del lugar en el que se celebre la ceremonia.

El aspecto exterior es sólido, macizo, inconmovible, con una fisonomía impenetrable e incluso algo castrense. El espacioso interior, sin embargo, disfruta de una atmósfera de recogimiento e intimidad. El suelo de la capilla se ajusta a la pendiente natural del terreno, descendiendo hasta el altar. Las ventanas, irregularmente distribuidas por la fachada de hormigón, son pequeñas en el exterior, pero se ensanchan hacia el interior, adoptando la apariencia de cuevas luminosas. Algunas son transparentes y otras tienen cristal de colores, evocando las vidrieras de las antiguas iglesias medievales.

El efecto de la luz sobre la piedra que tenía lugar en el exterior, continúa en el interior, no sólo gracias a las ventanas, sino también a la llamada pared de luz, un muro de grosor variable, curvado en planta y ahusado en alzado, construido en el lado sur. Las torres que conforman las capillas -por cada una de las cuales entran los rayos del sol a una hora determinada del día-, la luz que se filtra por las ventanas asimétricas tiñéndose de colores, la banda luminosa entre las paredes y el techo… crean un clima cambiante, mágico y espiritual al que no lastra una compartimentación espacial -sólo hay una nave- ni una decoración recargada. Por el contrario, los bancos son de madera sin tallar, el hormigón no está trabajado ni recubierto. El visitante, por tanto, no solo no se distrae con imágenes, cuadros o retablos, sino que, al tratarse de una capilla de peregrinación, excepto en algún día festivo es raro que el lugar se encuentre muy frecuentado, por lo que la sensación de paz y religiosidad es mucho mayor.

El resultado final fue un edificio singular que desde lejos podría tomarse por una gran escultura abstracta. Todo el mundo quedó satisfecho: el arquitecto por haber realizado una obra que se apartaba de todo lo que había venido desarrollando hasta el momento, tanto desde el punto de vista formal como conceptual; y su patrón por haber conseguido conciliar de manera sobresaliente el arte más vanguardista con el sentimiento religioso. Tanto es así que el padre Couturier encargó más adelante a Le Corbusier otro proyecto: el monasterio de La Tourette, cerca de Lyon, un edificio mucho más grande.

Las ideas de Le Corbusier llegaron a tener dimensiones colosales. Sus proyectos incluyeron la construcción de ciudades enteras de la nada, como Chandigarth, la capital del estado indio de Punjab, planificada para albergar 500.000 habitantes. También Brasilia, en 1957, la nueva capital de Brasil, fue diseñada según los criterios rígidamente funcionales de Le Corbusier. Tales antecedentes, sus propios planteamientos racionalistas y su ausencia de creencias religiosas podrían llevarnos a la conclusión de que Le Corbusier era el arquitecto menos idóneo para proyectar una pequeña capilla. Sin embargo, y a diferencia de lo que pasa con otras obras del arquitecto, este edificio está considerado como uno de sus mejores trabajos, sino el mejor de ellos, y, quizá, el más personal. Una obra que, a pesar de tener medio siglo sobre sus muros, continúa siendo tan moderna como cuando se construyó.

La importancia de Notre Dame-du-Haut reside no solo en su simbolismo monumental, sino también en que se trata de la demostración de que la religiosidad del artista no es condición necesaria para que conciba una creación de profundo contenido espiritual, ya sea un cuadro, una partitura de música sacra o un lugar de culto. Le Corbusier, al igual que tantos arquitectos de catedrales y templos antes que él, lo demostró cuando, sin tener en cuenta sus propias creencias, levantó un espacio capaz de inspirar la espiritualidad en los creyentes, armado tan solo de su propia habilidad y su capacidad para dar forma concreta al aliento de lo sagrado
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jueves, 4 de febrero de 2010

Castillo de Chillón: triunfo romántico


El castillo de Chillon lo tiene todo para ser un triunfador: una localización espectacular, una arquitectura evocadora y una larga historia que contar. Todo ello lo ha convertido en el monumento histórico más visitado de Suiza.

El conjunto de torres y tejados inclinados se ve desde la distancia, asentado en una isla rocosa junto a la costa del Lago Lemán, cerca de la localidad de Montreaux. El fondo del decorado lo constituyen las majestuosas laderas de los Alpes suizos. No sorprende pues que ya en la edad del Bronce los habitantes de la zona decidieran establecer aquí un asentamiento que aprovechaba la protección natural que ofrecían las aguas del lago.

Los primeros elementos defensivos se remontan probablemente al siglo X. Los duques de Saboya lo ocuparon en el siglo XII, utilizándolo como apoyo para una serie de conquistas a lo largo del siglo siguiente, las cuales les harían dueños de la mayor parte de los señoríos que conformaban lo que hoy es la Suiza francófona. Ello incluía el control del paso de San Bernardo, una de las principales rutas comerciales que conectaban Italia con el resto de Europa continental. El castillo ofrecía protección y se ocupaba de mantener los caminos en buenas condiciones, servicios por los que cobraba un impuesto. Así, a su valor puramente estratégico, se sumaba su importancia como fuente de ingresos, que en 1214 favorecerían la creación de la ciudad de Villeneuve, a dos kilómetros de Chillon.

Los Saboya llevaron a cabo diversas ampliaciones y reformas aun cuando no solían visitar el castillo, ya que sus extensos dominios les obligaban a llevar una vida cortesana nómada, trasladándose a menudo de un lugar a otro con el fin de atender los asuntos de los territorios bajo su gobierno. Llevaban con ellos un séquito de ayudantes y soldados y todos sus muebles y objetos personales, por lo que el castillo se quedaba vacío cuando ellos se marchaban. Vacío, a excepción del castellano, un miembro de la aristocracia cuya misión era custodiar la fortaleza, resolver disputas y recaudar los impuestos. Chillon fue uno de los principales baluartes de la importante familia hasta finales del siglo XIV, momento en el cual se llevó a cabo una reorganización administrativa que centralizó todos los asuntos en Chambery.

Chillon dejó así de tener la importancia de otros tiempos y los trabajos de mejora y mantenimiento se abandonaron hasta que en el siglo XVI los berneses conquistaron el País de Vaud haciéndose con el castillo, que estaba algo descuidado pero cuya estructura fundamental era lo suficientemente sólida como para perdurar aún mucho tiempo. Se adaptó y modernizó el sistema defensivo para el uso de armas de fuego, pero la política y la evolución de la técnica y tácticas militares transformaron radicalmente las necesidades estratégicas y, con ellas, el papel de la fortaleza. El alguacil que vivía aquí se trasladó a Vevey en 1733, cambiando el húmedo ambiente de las habitaciones del castillo por un palacio más confortable.

Con la formación del Cantón de Vaud en 1803, el edificio pasó a ser administrado por el gobierno cantonal, que no se preocupó demasiado por restaurarlo. Los robustos muros de la fortaleza pasaron a servir de almacén, arsenal o prisión de acuerdo con las necesidades de cada momento. El personal asignado a la vigilancia del edificio se componía tan solo de un guardián y dos policías.

Fue la sensibilidad del movimiento Romántico del siglo XIX la que vio a Chillon bajo una nueva luz. Su imagen de castillo de relato de aventuras y aspecto señorial, semioculto por las brumas matutinas que brotan del lago y rodeado por las cumbres nevadas de los Alpes fue muy apreciada por pintores, poetas y novelistas. De Jean-Jacques Rousseau hasta Dumas, pasando por Victor Hugo o Henry James plasmaron en sus obras la pintoresca silueta de las antiguas murallas. Lord Byron, en particular, visitó el castillo en el verano de 1816 durante su estancia con Percy y Mary Shelley a orillas del Lago Leman. Tras la experiencia escribió una historia, El Prisionero de Chillón, inspirada en la historia de François Bonivard, prior de Saint-Victor, en Ginebra, que se opuso a los Saboya y fue encarcelado en una celda abovedada del castillo tallada parcialmente en la roca bajo la Gran Sala. Fue liberado al cabo de seis años por los berneses cuando tomaron la fortaleza. Byron convirtió al personaje, magnificando sus sufrimientos de acuerdo al gusto romántico, en un símbolo casi místico de libertad.

Pero el gobierno del Cantón de Vaud no se mostró demasiado impresionado por todos estos poetas y pintores algo chiflados. Es más, modificó el edificio para adecuarlo mejor a su papel de arsenal y prisión. Los visitantes que llegaban hasta aquí inflamados de pasión romántica mientras realizaban el Grand Tour por Europa propio de los miembros de las mejores familias inglesas, eran conducidos a través de las habitaciones del castillo por los dos guardias, que no quitaban ojo de encima a aquellos estrafalarios personajes. No tardaron aquéllos en aprender los trucos propios de los guías turísticos, narrando a los asombrados oyentes sus propias y adornadas versiones de las leyendas y los episodios que tuvieron al castillo como escenario. Varios de los nombres que hoy tienen las habitaciones de la fortaleza provienen de aquellas historias.

El castillo de Chillon, tal y como lo vemos hoy, es, por tanto, el resultado de siglos de construcción, renovación, adaptación y restauraciones. Pero una cosa es cierta: desde la Edad del Bronce hasta la Edad de Internet, no ha dejado de despertar el interés, el asombro y los sueños de cuantos lo han visto. Completamente renovado, hoy se ha reinventado como atracción turística de primer orden y entorno ideal para organizar eventos. Tras los horarios de visita, se puede alquilar el castillo para banquetes o recepciones por un módico precio base mínimo de 3.000 euros en el que se incluyen el uso de las cocinas, velas y candelabros, la limpieza posterior, el guardarropa y el uso de las cocinas. Uno de los patios se utiliza frecuentemente para los conciertos del Festival de Jazz de Montreux ¡Que dirían ahora aquellos dos solitarios guardias que durante decenios abrían a viajeros ocasionales las vacías estancias!

A diferencia de tantos otros castillos, éste no se localizaba en un punto elevado, fácil de defender desde el punto de vista táctico y al que es necesario llegar tras una empinada subida. Chillon está en el agua y se accede a él cruzando el puente de madera que salva el foso natural formado por el propio lago. Si se llega aquí con el barco de línea que cruza el lago Leman, el castillo tiene la apariencia no tanto de una fortaleza medieval como de una elegante mansión señorial, con las aguas lamiendo sus cimientos de roca. Esta parte del castillo, que requería menos protección, estaba dedicada a las estancias principescas de los duques de Saboya, con magníficas vistas sobre el lago.

Además del agua circundante, el castillo está protegido en la parte continental por una doble muralla con torres, paseo de ronda y rampas dobles. Tras el puente, se atraviesa la torre de vigilancia hasta el patio exterior. Una segunda entrada da acceso al patio interior, el cual está virtualmente dividido en dos por un gran torreón. En el lado externo hay dos grandes salas, con majestuosas bóvedas del siglo XIII y, al norte, los aposentos ducales y la Torre de los Duques, incluyendo la Camera Domini o Cámara de los Lores, la habitación más interesante del castillo, con columnas de roble y techo artesonado. Las habitaciones han sido amuebladas y decoradas con armas antiguas, blasones, armaduras, tapices, chimeneas de piedra…

No es un castillo tan grande como otros, pero sus murallas guardan más encantos de los que uno podría pensar: mazmorras que estimulan la imaginación, subterráneos con decoraciones góticas, una capilla encantadora, balconadas de madera, grandes salones, pasajes secretos y la Torre del Homenaje, desde lo alto de la cual se disfrutan insuperables vistas sobre el lago Leman y los Alpes.

Visitar el castillo de Chillon es como volver atrás en el tiempo o como sumergirse en un relato de aventuras medievales salido de la imaginación de Walter Scott. El silencioso espíritu del Romanticismo aún perdura entre sus muros.
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