No siempre la Ópera de Sydney ha sido la "niña bonita" del público. Durante muchos años, el elemento distintivo de Sydney y su bahía fue otro muy diferente, en forma, propósito y origen. Dediqué la tarde a visitar ese segundo gran símbolo de la ciudad, el Harbour Bridge.
El puente emana poder, solidez, perdurabilidad y utilitarismo. Puede que el edificio de Utzon sea más bello, pero no le gana al puente en presencia pura y simple. El puente domina la bahía en mayor medida que la Ópera. Sus contundentes formas, hijas de la revolución industrial, del carbón y el hierro, dominan la bahía. Es tan grande que desde lejos resulta diíficil hacerse una idea exacta de sus dimensiones. Sólo cuando nos vamos acercando notamos cómo se nos viene encima. Sus cimientos son inmensos, se levanta sobre nosotros como un edificio de diez pisos, pero parece mucho más pesado. Hasta 1967, fue la estructura más alta de la ciudad y aún continúa siendo el puente más ancho del mundo.
Sus dimensiones, no obstante, son variables, oscilando 18 cm verticalmente dependiendo de la temperatura. El arco tiene una longitud de 503 metros y su estructura metálica -en la que se utilizaron seis millones de remaches con cabezas como manzanas- pesa 39.000 toneladas. La parte más alta del arco se levanta a 134 metros sobre el mar, aunque esta altura puede ampliarse casi dos metros más en los días de calor por la dilatación del metal.
Los australianos han sabido sacar partido del puente, y no sólo como infraestructura utilitaria. En cada extremo del mismo se levantan un par de pilones de cemento y granito de 89 metros de altura, de cierto aire egipcio y que sostienen la masiva pasarela. En uno de ellos se aloja el museo del puente, una interesante exposición que rinde homenaje a aquellos que hicieron posible un proyecto de unas dimensiones nunca vistas en el continente hasta ese momento. Aquellas salas daban la oportunidad al visitante de profundizar en el entorno social en el que se construyó, la proeza técnica que su tendido supuso para la época, cómo salvó la economía de la ciudad y el papel que juega actualmente, por no hablar de las siempre entretenidas cifras y estadísticas.
Para llegar hasta el pilón era necesario subir hasta el nivel del puente por un tramo de escaleras que partía del barrio de The Rocks y caminar un buen trecho por el carril de peatones. La altura sobre el agua era atemorizante pero aun así, el puente ha visto caer 40 suicidas, la mayoría al poco tiempo de inaugurar el puente, durante la Depresión de los años treinta. Sin pretenderlo, el gobierno les había proporcionado la infraestructura ideal para sus desesperados propósitos.
Habían existido planes para levantar un puente desde 1815, pero las cosas no se concretaron hasta 1911. Hasta después de la Primera Guerra Mundial no se empezaron a dar pasos hacia la construcción que supuso un capítulo fundamental en la historia de Sydney. En 1923 cuando los ciudadanos decidieron por fin a iniciar los trabajos, no pensaban en un puente cualquiera, sino en el espacio arqueado más largo construido hasta entonces. Era una empresa ambiciosa para un país tan joven y tardaron en construirlo más de lo que pensaban, casi diez años. Justo antes de terminarlo, en 1932, el Bayonne Bridge de Nueva York se inauguró sin aspavientos y se descubrió que medía 600 metros más.
En 1923 se demolieron 800 viviendas (los propietarios de las casas recibieron una compensación, no así los inquilinos). Las fotografías en blanco y negro de la exposición iban reflejando las distintas etapas de construcción y mostraban a los operarios realizando peligrosas tareas a cien metros de altura sobre el mar sin cordajes ni arneses de ningún tipo, tomándose el almuerzo, bromeando o exhibiendo sus habilidades y ausencia de vértigo. Por otra parte el fotógrafo demostró un valor nada desdeñable al subir con su equipo a los andamiajes teniendo en cuenta las nulas condiciones de seguridad imperantes en la época. Dieciséis obreros murieron durante las obras pero sólo dos fue a causa de caídas. Hubo también varios heridos a causa de la labor de remache -había que calentar los remaches al rojo antes de insertarlos- o padecieron de sordera para el resto de sus vidas a consecuencia del ruido de las remachadoras.
Sea como fuere, la construcción del puente, terminada en 1932, fue una proeza tanto financiera, dada la situación de depresión económica, como de ingeniería. Antes de que existiera, la única manera de acceder desde el centro de la ciudad, en la orilla sur, hasta el barrio residencial, en el norte, era por transbordador o dando una vuelta de 30 km por una carretera por la que habían de cruzarse cinco puentes. Este puente de un solo arco, conocido popularmente como The Coathanger (la percha), tardó ocho años en levantarse, incluida la línea del ferrocarril. Los préstamos para su construcción ascendieron a 6.25 millones de libras australianas, que terminaron de pagarse en 1988.
Los cimientos del puente miden 12 m de profundidad. El arco se construyó en dos mitades sujetas a cada lado con cables de acero. Una vez reunidas las dos partes, se empezó a levantar el suelo. Pintar el puente se ha convertido en una tarea interminable. Exige un mantenimiento continuo para protegerlo del óxido, por lo cual se le han de dar continuamente manos de pintura gris acero. Para cada capa se necesitan aproximadamente 30.000 kg de pintura, los suficientes para cubrir un espacio equivalente a 60 campos de fútbol. Más de 1.500 vehículos cruzan el puente cada día; unas 15 veces más que en 1932.
El museo mostraba también varias fotografías del día de la inauguración, con miles de personas atravesando por primera vez la obra que había sido conocida como "El Pulmón de Hierro", pues aunque el 79% del metal utilizado fue importado de Inglaterra, los 1.400 trabajadores eran australianos y semejante obra, aunque costó al final el doble de lo presupuestado, sostuvo la economía de la ciudad en plena Depresión. Pero hablando de inauguraciones, cuando se trata de grandes ceremonias de apertura hay que mencionar el suceso que marcó la apertura del Sydney Harbour Bridge el 19 de marzo de 1932. El plan era que el primer ministro Jack Lang cortaría la cinta, la multitud vitorearía y todo el mundo se iría a casa con una sonrisa en los labios. Pero había alguien que tenía una idea diferente.
El oficial de caballería retirado Francis De Groot no estaba pero que nada satisfecho con el hecho de que Jack Lang tuviera el honor de cortar la cinta en aquella histórica ocasión. De Groot creía que sólo un miembro de la familia real era digno de tal misión y ante la ausencia del rey Jorge V, De Groot decidió que él mismo se encargaría de la tarea real. De alguna manera consiguió que se le pusiera al frente de la guardia de honor durante el acto de inauguración y, cuando Lang llegó, el jinete aprovechó la ocasión: cabalgó hacia el frente a toda velocidad ¡y cortó la cinta con su espada! La policía intervino rápidamente –aunque ya un poco tarde- y detuvieron al lunático monárquico para internarlo en un hospital psiquiátrico. Se le declaró cuerdo pero no tardó en revelarse que era miembro de un partido político de extrema derecha, New Guard. De Groot fue multado con cinco libras y acusado de comportamiento ofensivo. En cuanto a la ceremonia, la cinta fue atada de nuevo y el protocolo se reanudó como si nada hubiera sucedido.
En la cima del pilón se abre un mirador desde el que se goza de una buena perspectiva tanto del puente como de la bahía. A muchos metros por debajo discurren los carriles para coches, trenes, ciclistas y peatones. Hoy ya no es la única manera de cruzar la bahía. El avance de la tecnología permitió décadas después excavar un túnel que comienza debajo de Macquarie St. y llega al otro lado de la bahía, muy cerca del puente, aliviando la congestión de las horas punta.
Desde el mirador se distinguía una fila de pequeños seres que subían las escaleras que bordeaban el gran arco exterior. Eran turistas, disfrutando de una actividad que por razones presupuestarias yo hube de dejar para otra visita. Se trata del Bridge Climb, cuya base está en el pilón sudeste. Desde 1998 esta empresa se dedica a llevar a pequeños grupos de diez personas a escalar el puente (en realidad se trata de subir por las escaleras de servicio, que no tienen complicación mientras no seas agorafóbico o sufres de vértigo). Aunque la experiencia dura 3 horas, sólo se pasan 2 en el puente, ascendiendo gradualmente y descansando mientras el guía señala puntos de interés y ofrece información. La hora que se pasa inscribiéndose y equipándose en las modernas oficinas de la base del pilón hace que uno se sienta como si se estuviera preparando para salir al espacio exterior, en parte debido a los trajes de estilo Star Trek, diseñados para camuflarse con el puente (no es una vestimenta colorida que estropee la visión a aquellos que se encuentran a ras de tierra).
En el fondo no es tan arriesgado como pudiera pensarse, ya que es imposible caerse gracias a los arneses y al sistema de cables. El único objeto personal que se puede llevar consigo es las gafas de sol, atadas al traje con cuerdas especiales; todo lo demás (desde pañuelos a gorras) viene con el equipo y sujeto de modo similar. Todo ello es para evitar que se caigan objetos sobre los automóviles y las personas que pueda haber debajo circulando por el puente. Esto significa que uno no puede llevar su cámara fotográfica. Teniendo en cuenta que se trata de una de las mejores oportunidades para hacer buenas fotografías, este contratiempo resulta decepcionante y aunque se realice gratuitamente una foto de grupo encima del puente, las propias personas ocultan parcialmente el fantástico panorama.
Por otro lado, el precio no es precisamente barato: entre 179 y 295 dólares australianos según la hora que se elija, ya que hay ascensiones durante todo el día, incluyendo al amanecer y al atardecer. Sólo se cancela la actividad a causa de tormentas eléctricas o fuertes vientos (no resultaría bueno para el negocio que Mrs.Smith de Kansas resultara carbonizada por un funesto rayo o arrastrada por el viento hasta estrellarla contra la calzada 100 metros por debajo).
Pero las vistas desde el mirador donde me encontraba, aunque muchos metros por debajo de la cúspide del puente, eran igualmente magníficas. Por supuesto, el agua era el elemento que dominaba el paisaje, un agua surcada por docenas de embarcaciones que ejecutaban con ligereza y despreocupación un complicado baile: lanchas rápidas, barcos de crucero por la bahía para turistas, los pintorescos transbordadores con su aire de barquito de juguete, cruceros de lujo de gran tonelaje, pequeñas embarcaciones deportivas ancladas en puertos resguardados en recoletas ensenadas, veleros, …se cruzaban, entrando o saliendo de la bahía.
Sin duda es el puerto lo que ha hecho a Sydney. No es tanto un puerto como un fiordo de 25 km de largo y perfectamente proporcionado: tan grande como majestuoso, pero sin perder su aire doméstico. Estés donde estés, la gente de la otra orilla nunca está tan lejos que parezca remota. Como cruza el centro de la ciudad de este a oeste, divide Sydney en más o menos dos partes iguales, los suburbios del norte y del este (da igual que los suburbios del este estén realmente en el sur, o que muchos de los suburbios del norte estén claramente en el este. Los australianos, no hay que olvidarlo, empezaron siendo británicos). Decir que tiene 25 km de largo no da ni una ligera idea de su extensión. Como constantemente se bifurca y divide en brazos que acaban en pequeñas y apacibles ensenadas y bahías, la línea costera del puerto mide nada menos que 244 km.
La costa, además, ha recibido un tratamiento urbano responsable, evitando los desarrollos urbanísticos desordenados. Así, sin salir del centro urbano, se pueden dar largos paseos jalonados por pequeñas calas y bordeados por parques que parecen estar a kilómetros de cualquier ciudad grande. De repente, das la vuelta a un cabo y te encuentras con una nueva perspectiva del edificio de la Ópera.Circular Quay es un conjunto peculiar y desde lo alto de puente se puede apreciar su extraña variedad. Por un lado, un arrecife de modernos rascacielos de cristal, escaparate de la Australia contemporánea. Justo al lado, el barrio histórico de The Rocks, con sus restauradas casas del siglo XVIII. Los Botanical Gardens, que se adentraban en la bahía en la forma de una estrecha península paralela a Bennelong Point, se veían claramente detrás del elegante edificio de la Ópera.
Y el puente, que como un gran padre de cemento y metal domina todo el entorno. Desde aquí el edificio de la Ópera parece un indefenso David frente al inmenso goliat. Pero como David, ha vencido en la batalla de la publicidad y la carrera por conseguir el cariño de la gente. El puente es impresionante por su tamaño, pero sus rotundas formas responden a un propósito práctico y utilitario: facilitar el transporte. La Ópera, por el contrario, pertenece al etéreo mundo de la cultura y Jorn Utzon lo entendió perfectamente cuando planteó su diseño. El puente se ancla firmemente en la bahía. La Ópera parece que vaya a emprender el vuelo. Una extraña pareja que han aprendido a convivir en armonía.
2 comentarios:
Muy entretenida la lectura de tu blog.
Enhorabuena.
Merece la pena leer los artículos completos.
Gracias.
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