Los desayunos en lugares lejanos son siempre un asunto sugestivo. Aquella mañana en el pequeño hotel con vistas a la jungla en el interior de Sri Lanka, los serviciales camareros nos alegraron la mañana con un “hopper”, una especie de tortita elaborada con harina de arroz y servida con un huevo recién frito encima y un poco de chili. Para acompañar, algo de pan de chapata con coco gratinado, un poco de fruta y te. Sirvió para recuperar el ánimo tras una agitada noche en la que nuestra compañera escocesa Emma había sufrido el robo de su cartera. En un lugar apartado como aquél, las labores policiales las llevaba a cabo un oficial del ejército acompañado de dos soldados que se presentaron conduciendo un camión militar cargado de cajas de munición. El farragoso proceso de denuncia -donde nosotros hablábamos en inglés y un intérprete lo traducía al cingalés y viceversa y en la que todo se hacía a base de bolígrafo y papel de calco- se prolongó hasta bien entrada la madrugada.
Frescos y recuperados de tales tribulaciones gracias al desayuno y al limpio aire de la mañana, conducimos hasta la antigua ciudad de Polonnaruwa.
“Como las ruinas de Angkor, en Camboya, los restos de Polonnaruwa son de ese tipo de monumentos que emocionan, conmocionan y empequeñecen al hombre común que se enfrenta con la genial creatividad de sus antepasados”, escribe el arqueólogo Arthur Evans. Y es cierto. De hecho, en Polonnaruwa domina la desmesura, tanto en las obras del hombre como en las de la Naturaleza. Si las estatuas y los templos budistas son suntuosos y de dimensiones colosales, la jungla, omnipresente e invasora, no deja nunca de amenazar con sus atractivos y sus peligros el esplendor de la antigua capital.
Frescos y recuperados de tales tribulaciones gracias al desayuno y al limpio aire de la mañana, conducimos hasta la antigua ciudad de Polonnaruwa.
“Como las ruinas de Angkor, en Camboya, los restos de Polonnaruwa son de ese tipo de monumentos que emocionan, conmocionan y empequeñecen al hombre común que se enfrenta con la genial creatividad de sus antepasados”, escribe el arqueólogo Arthur Evans. Y es cierto. De hecho, en Polonnaruwa domina la desmesura, tanto en las obras del hombre como en las de la Naturaleza. Si las estatuas y los templos budistas son suntuosos y de dimensiones colosales, la jungla, omnipresente e invasora, no deja nunca de amenazar con sus atractivos y sus peligros el esplendor de la antigua capital.
La historia de Polonnaruwa es la historia de los antiguos reinos de Sri Lanka y de su difícil relación con su gran vecino del norte, la India. La antigua capital del reino de Sri Lanka había sido Anuradhapura pero en el siglo X d.C. tras la invasión de los hindúes Chola, de raza tamil y provenientes del sur de la India, los cingaleses hubieron de abandonarla y huir al sur, fijando su nueva sede en Polonnaruwa, una antigua fortaleza situada en el vado del río Mahaveli, el mejor lugar para controlar posibles invasiones de los ejércitos. Sus murallas tenían un perímetro de seis kilómetros ya antes de ascender a la categoría de capital y pronto se convirtió en el centro de mando de los rebeldes. Cincuenta años después de su exitosa campaña, los tamiles Chola se vieron asediados por todo tipo de problemas tanto en Sri Lanka como en sus reinos de la India y en 1070 acabaron retirándose ante el empuje de la guerrilla cingalesa, encabezada por Vijayabahu, un joven pariente del antiguo rey en el exilio. Siguiendo la tradición, Vijayabahu se coronó en la ya ruinosa Anuradhapura, pero decidió trasladar la corte a Polonnaruwa. Su reinado fue largo y fructífero, consiguiendo que el país viviera en paz durante cuarenta años.
Vijayabahu adornó su nueva capital con palacios, templos budistas, enormes represas, canales y jardines. Con todo lo espectaculares que fueron estos trabajos, los cronistas reservan sus mejores elogios para Parakramabahu I. Y es que la vena espiritual de este monarca del siglo XII le llevó a favorecer de manera especial al clero budista. Pero también fue el artífice de aún más colosales obras públicas, como la del lago artificial destinado a irrigación más grande construido hasta entonces que con sus 2.100 hectáreas era un auténtico mar interior. También proyectó sus delirios de grandeza a la política exterior: formó un ejército –incluyendo una fuerza naval- capitaneado por un general malabar para lanzar una ofensiva sobre la India e incluso llegó a invadir Birmania.
Pero la prodigalidad y dispendio de Parakramabahu y las de sus sucesores agotaron el tesoro. Cuando el último monarca murió sin heredero, se desencadenó la lucha por el trono. Como ya había sucedido antes en la historia del reino, los problemas internos constituyeron una oportunidad de oro para las tropas tamiles de hacerse con la apetitosa Sri Lanka y un ejército proveniente de la India se asentó en la ciudad, instaurando una nueva dinastía y cometiendo, según los cronistas cingaleses, todo tipo de atrocidades.
Aquél fue el comienzo de la decadencia de Polonnaruwa. Cuando la situación de anarquía se enderezó ya era demasiado tarde. La ciudad y su complejo sistema de irrigación se desatendieron y la jungla se cerró sobre ellos. Como consecuencia de esa negligencia, la malaria se cobró numerosas vidas y, finalmente, la ciudad fue abandonada. Aunque la vida de Polonnaruwa duró menos de doscientos años -comparados con los ochocientos de Anuradhapura, igualó a su predecesora en magnificencia. Pero su recuerdo tampoco superó la prueba del tiempo y los nativos acabaron olvidando aquellas ruinas dispersas entre palmeras y banianos. Fue a finales del siglo XIX cuando un oficial colonial redescubrió para el mundo la grandeza de la que debió ser, a juzgar por lo que ha quedado, un lugar extraordinario y una de las más importantes ciudades de Asia.
A juzgar por los renegridos restos esparcidos por la enorme superficie tomada por la selva, Polonnaruwa debió ser una ciudad espléndida. Los monumentos están dispuestos en un área ajardinada de ocho kilómetros razonablemente compacta y, a pesar del calor, explorarla resulta gratificante. Caminamos a través del corazón sagrado de la capital: el Complejo del Cuadrilátero, un conjunto de doce templos levantados sobre una plataforma cuadrangular que refleja las religiones, la fusión de creencias, de las dinastías guerreras tamiles y cingalesas. Templos hindúes comparten espacio con santuarios budistas y, en el Hatadage o relicario, cuatro imágenes de Buda se sientan en el interior de una estructura cuyas puertas están decoradas con divinidades hindúes. Es aquí donde se guardaba en el siglo XII el mayor tesoro budista de Sri Lanka, un diente de Buda.
Cerca está una de las estructuras más curiosas de la ciudad, la Satmahal Prasada, construida en el siglo XII o XIII, una especie de pirámide escalonada que recuerda edificios similares de Centroamérica, Egipto o Camboya. Es la única de este tipo en el país y nadie tiene la menor idea acerca de la función que desempeñaba. ¿Fue quizá el resultado de algún tipo de conexión religiosa o cultural entre tierras y gentes muy alejadas entre sí?
Entre el mar de templos, estructuras y estatuas, uno de los restos que más nos roba el corazón fue un antiguo templo circular, el de Thuparama, todavía con los muros y el techo originales intactos, cuyo oscuro sanctasantórum contenía, alineados contra las paredes, diversos budas esculpidos en diferentes materiales pétreos. Cuando los rayos del sol, a una hora determinada de la mañana, penetraban por una abertura del muro y alcanzaban una gema que el Buda central tenía en el pecho, aquéllos se reflejaban hacia el resto de las estatuas. Las incrustaciones de piedras preciosas y semipreciosas de éstas hacían que todo el santuario reverberara y parpadeara. Un lugar digno de los mejores relatos de aventuras, un sitio mágico que podría haber constituido el telón de fondo para una peripecia de Allan Quatermain o Indiana Jones.
Muchos de los edificios y estatuas mostraban señales inequívocas de destrucción deliberada y fuego. Las invasiones tamiles dejaron una huella profunda e indeleble y demostraron que no importa lo magníficas, avanzadas e inmortales que puedan lucir las civilizaciones. Todas tienen un final, ya sea a manos de otros pueblos más avanzados que imponen, por la fuerza o pacíficamente, sus costumbres; o bien bajo las armas de hordas más primitivas pero más poderosas y dispuestas a luchar. Los mutilados y renegridos rostros de reyes, leones y budas que asoman desde los frisos y fachadas pueden dar fe de ello.
Sería tedioso profundizar en cada uno de los jardines, templos, palacios y restos diversos que visitamos aquella mañana. Grandes estanques de cinco niveles en forma de loto, derelictos de monasterios que llegaron a contar con quinientos edificios, templos que aún conservan sus delicadas decoraciones, dagobas (estupas) de grandes dimensiones, la cámara del consejo y su fino trono del león, las tristes ruinas del palacio de siete pisos del rey Parakramabahu... El magnífico museo anexo al yacimiento muestra, además de algunas extraordinarias figuras, reconstrucciones de los edificios y templos más significativos. Los restos de por sí ya eran asombrosos, pero aquellas maquetas causaban todavía más asombro al poder recuperar visualmente la grandeza y la habilidad constructiva de los antiguos cingaleses.
Nuestra última parada es Gal Vihara, la Cueva de los Espíritus del Conocimiento, un grupo escultórico perteneciente al monasterio de Parakramabahu, al norte del complejo. Se trata de tres colosales estatuas del siglo XII excavadas en una pared de granito que ejemplifican lo más sublime del arte budista cingalés. El Buda erecto de siete metros de altura y brazos cruzados sobre el pecho -una postura bastante inusual- reflexiona sobre su búsqueda de la iluminación, el Nirvana; mientras que la figura de catorce metros reclinada a su lado representa al Maestro en paranirvana, el momento de paz trascendental en el que las pasiones humanas son aniquiladas. A la izquierda hay un Buda más convencional, sentado, más pequeño y con menos finura en su acabado que las otras dos imágenes.
El tamaño sí importa en el arte Budista. Las grandes imágenes representan grandeza de corazón, fervor o poder sagrado. Parakramabahu quiso construir una estupa gigante para mostrar la escala de su devoción y el esfuerzo y sacrificio que había hecho por su religión. Y aquí tenemos una enorme estatua de Buda, extrañamente materialista para una fe tan poco mundana. En realidad, imágenes de semejante tamaño son relativamente recientes dentro de la fe budista, remontándose "sólo" 1.700 años atrás. Anteriormente, Buda (que murió hace 2.500 años) era representado a través de formas más abstractas: una rueda, unos pies, una columna... Éstas parecen ser formas más adecuadas para una fe cuyo principal protagonista no es un dios, sino un hombre que a través de la meditación, alcanzó la comprensión universal.
Mientras contemplo estas enigmáticas figuras, algo sucede que me hace tomar conciencia de que su poder está aún muy vivo. No estoy ante una atracción turística o un motivo de estudio para historiadores, sino de un símbolo para los creyentes. De repente, nos rodean docenas de devotos y la sonrisa beatífica del Buda reclinado cobra entonces todo su sentido. Está dando ánimo, amor y comprensión a quienes vienen en busca de ayuda. Nos retiramos, dejando al Buda, súbitamente vivo, a sus seguidores.
1 comentario:
muy buen post
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