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domingo, 11 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Era un día soleado, caluroso. Por las orillas de los bulevares despoblados y sin árboles, los escasos viandantes, algunos vestidos con trajes de poliéster, otros con las tradicionales túnicas aterciopeladas y los casquetes asiáticos, deambulaban en fila por la estrecha franja de sombra que proporcionaban unos tenderetes. Algunos ejecutivos -eso parecían, aunque probablemente fueran funcionarios- ataviados con camisa azul y corbata y con un maletín en la mano, paseaban por las interminables aceras, increíblemente limpias. Las mujeres vestían todas, sin excepción, con el precioso vestido largo turkmeno, de colores púrpura, verde o rojo oscuro. Tenían una elegancia y un orgullo natural especial, con su pelo cuidadosamente peinado y recogido en coletas negro azabache y su manera de andar, erguida y majestuosa.

Los edificios, como he mencionado, son de difícil descripción. Algunos parecen mausoleos griegos, con un zócalo en su base sobre el que se levanta una estructura cuadrangular rodeada de columnas cilíndricas y, rematando el conjunto, una cúpula de estilo persa y botón dorado. Otros eran colosales construcciones que recordaban los peores excesos comunistas, matizados, eso sí, por el deslumbrante color blanco de sus fachadas y los adornos decorativos azul celeste. No se había descuidado el verde, y por todas partes se habían plantado jardines y parterres que aliviaban el sofoco irradiado por el hormigón y el cemento. Todo parecía nuevo, recién construido, exprimido de los petrodólares sobre los que Turkmenistán estaba navegando.

El oasis de Margiana fue el centro de una avanzada sociedad agrícola hace unos nueve mil años y se cree que su nivel de desarrollo igualaba al de Egipto, India, China y Mesopotamia. La tierra que se extiende entre el mar Caspio y el río Amu Darya fue terreno de paso para incontables ejércitos. Alejandro Magno fundó a poca distancia de la moderna Ashgabat la ciudad de Merv. La región en la que nos encontramos fue el corazón del Imperio parto desde el siglo II a.C. hasta el siglo I d.C. La capital del imperio se encontraba en Nisa, a tan solo diez kilómetros de distancia de lo que entonces no era sino una pequeña población agrícola. En el siglo I un terremoto la destruyó por completo, aunque el oasis en que se asentaba, un codiciado lugar de paso de la Ruta de la Seda, hizo que los comerciantes la fueran reconstruyendo poco a poco, hasta convertirla otra vez en una próspera ciudad denominada Konyikala, que los mongoles se encargaron de destruir de nuevo en el siglo XIII, cuando ya estaba ocupada por un nuevo pueblo venido del noreste, los turcos selyúcidas.

Se desconoce con precisión cuando aparecieron los modernos turcomanos, pero se cree que fue
alrededor del siglo XI, al tiempo que los turcos selyúcidas. Se trataba de tribus nómadas, originarias de las montañas Altay y dedicadas a la cría de caballos, que encontraron nuevos pastos en los oasis exteriores del desierto de Karakum, Persia, Siria y Anatolia. Como nómadas que eran, no tenían interés alguno en el concepto de Estado o el modo de vida urbano y por ello permanecieron ajenos a los vaivenes dinásticos e imperiales que han marcado la historia de esta parte del mundo.

Como ya vimos en otra entrada, cuando los rusos se presentaron en el siglo XIX en la región para “civilizarla”, se dieron de bruces con un pueblo temible en la guerra. Capturaron miles de soldados eslavos para venderlos como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara, lo que, naturalmente, provocó la ira de los zares rusos, que acabaron por entrar a saco y masacrar a miles de turcomanos en 1881. Después de esto, toda la región fue anexionada al Imperio Ruso, algo de lo que todavía Turkmenistán está intentando recuperarse.

Cuando los rusos llegaron a Ashgabat en 1881, no encontraron más que un villorrio. Aunque la ciudad más importante de la región era entonces Merv, los enviados del zar decidieron establecer aquí la nueva capital regional, tal vez por su estratégica situación, próxima a la Persia dominada por los ingleses. A finales del siglo XIX, Ashgabat relucía con modernos hoteles y tiendas de corte europeo, una estación de ferrocarril de impresionante arquitectura y una efervescente vida social, disfrutada principalmente por la mayoritaria población rusa, con los oficiales del ejército a la cabeza. Tras la revolución bolchevique en Rusia, Ashgabat fue ocupada por los comunistas en 1919, pasando a convertirse en la República Soviética Socialista de Turkmenistán, en 1924.

La historia de Ashgabat sufriría un revés brutal la noche del 6 de octubre de 1948, cuando la ciudad entera desapareció en menos de un minuto a causa de un violento terremoto que alcanzó los nueve grados en la escala de Richter. Era la época de la férrea propaganda estalinista, cuando en la Unión Soviética no podían ocurrir desastres, y las cifras oficiales hablaron entonces de 14.000 muertos. A pesar de que durante cinco años el acceso a la zona quedó herméticamente cerrado para que no trascendiera ninguna información mientras se retiraban los cuerpos y se iniciaba la reconstrucción de la ciudad, estimaciones de expertos independientes elevaron el número real de víctimas por encima de los 100.000 muertos, lo que equivale a unos dos tercios de la población de la época.

La consiguiente reconstrucción convirtió a Ashgabat en una ciudad de moderno diseño, con rectas avenidas y nuevos edificios de escasa altura en previsión de los frecuentes terremotos que suelen sacudir la zona. Y después, llegó Turkmenbashi, el Líder, el Padre...

Llegamos a la enorme plaza de la Independencia, donde saqué una foto -ilegal- del palacio presidencial, un gran edificio coronado por una gran cúpula dorada y rodeado de verjas tras las cuales vigilaban soldados. Era una plaza de dimensiones sobrecogedoras, preparada para acoger a las vitoreantes multitudes que se reunían para aclamar los soporíferos y egocéntricos discursos del líder. O quizá fuera para dejar espacio libre a los tanques en el caso de que hubiera que echar mano de ellos para aplastar a esas mismas multitudes.

La plaza tenía espectaculares fuentes aquí y allá, situadas en diferentes niveles y expulsando una cantidad obscena de agua en un país que es básicamente un desierto. Extensos cuadrados de césped intentaban ofrecer un contraste al gris amarillento del hormigón.

En aquella misma plaza, tan desierta de gente como si hubiera caído una bomba de neutrones, vimos por primera vez al líder, una fotografía a gran tamaño colgada de un edificio ministerial. Un tipo de mediana edad -la foto lo mostraba tal y como era años atrás, porque en realidad pasaba de la sesentena-, con ojos ligeramente almendrados y cara algo rechoncha. Una foto totalmente oficial.

En el vistoso anuncio colgado del Ministerio de Justicia, se exhibían tres de los libros escritos por el presidente, todos ellos acerca de la gloriosa historia turkmena y su valeroso pueblo. Y, enfrente de nosotros, el horrible Arco de la Neutralidad, un edificio de mármol con ascensores de cristal instalados en los lados. Se asemejaba a una especie de Sputnik de 75 metros de altura en cuya cúspide descansa la estatua alada y dorada del propio presidente, de doce metros, que gira siguiendo la trayectoria del sol. Y, algo más allá, un busto dorado de Turkmenbashi en mitad de una plazoleta ajardinada. Era imposible sustraerse a la aviesa mirada del líder en muchos metros a la redonda. Todas las construcciones de la ciudad están dedicadas al líder turkmeno, tan sólo una tímida estatua de Lenin, escondida en un parquecillo, sobrevive al colapso de la URSS. Se la había conservado como a un recuerdo kitsch del pasado, decorando el pedestal de su estatua con motivos turkmenos, convirtiendo lo que había sido una muestra de respeto al líder espiritual del comunismo soviético en una ridiculización del pasado.

Aunque teóricamente se trata de un país libre y democrático, el miedo salta a la vista. Mis
intentos de trabar conversación intrascendente con gente que encuentro por la calle se encuentran con expresiones de preocupación, miradas en derredor y huidas rápidas y silenciosas. El dictador de facto tiene ojos y oídos en todas partes. La omnipresente policía lo controla todo, a menudo sin ser vista. A partir de las diez de la noche piden la documentación a cualquiera que circule por la calle, y quien quiera viajar fuera de la ciudad tiene que sufrir exhaustivos controles policiales, como si atravesara una frontera. El aparato represivo del antiguo régimen soviético ha sido heredado en su integridad, así como la insufrible burocracia. A Turkmenbashi las divisas del turismo le traen sin cuidado. Lo que le importa es el escrutinio riguroso de todos cuantos entran o salen del país, que de inmediato se convierten en sospechosos. ¿Por qué querría nadie visitar un lugar como éste?, parece ser la pregunta que se hacen en el Ministerio correspondiente cada vez que alguien solicita un visado. La respuesta a esa pregunta es el interminable calvario de trámites, pesquisas y tiempo que transcurre hasta que uno paga el abusivo visado que le concede el dudoso privilegio de recorrer aquel secarral y degustar sus excelentes tomates y pepinos.

El nombre real del líder era Saparmunat Niyazov, aunque él mismo se ha rebautizado como
Turkmenbashi, que significa “Padre de los Turkmenos”. Su lema preferido, tan omnipresente como su efigie, definía su política y la idea que tenía de cómo se debía gobernar un país: “Halk, Watan, Turkmenbashi”, o lo que es lo mismo: “Gente, Nación, Yo”. ¿De dónde salió este oscuro elemento, olvidado por las organizaciones proderechos humanos de todo el mundo pese a su evidente –aunque silenciosa- mano de hierro?

No lo tuvieron fácil los soviéticos para subyugar a Turkmenistán y encajarlo dentro de su programa de exterminio de las tribus y colectivización agrícola forzosa. La resistencia continuó hasta 1936 en forma de guerra de guerrillas y más de un millón de turkmenos huyeron de los principales centros urbanos internándose en el desierto del Karakum o trasladándose a Irán o Afganistán, donde podían continuar con sus costumbres nómadas. La campaña antirreligiosa de Moscú también influyó en ellos: de las 441 mezquitas que existían en Turkmenistán en 1911, sólo cinco permanecían activas en 1941.

Al mismo tiempo, comenzó una inmigración constante de rusos que comenzaron a llegar en la década de los veinte y que fueron clave en la modernización de Turkmenistán y en la orientación de su economía hacia el algodón. El clima árido del país hubiera hecho que cualquier agrónomo medianamente competente se diera cuenta que semejante cultivo era una locura, pero los planes quinquenales estalinistas no tenían en cuenta pequeños detalles como la naturaleza o la geografía
. Así, se dedicaron a construir un gigantesco canal de irrigación, el Canal de Karakum, de 1.100 km de distancia, que atraviesa toda la república de norte a sur y que desangra el río Amu-Darya para alimentar una franja fértil en la que cultivar el ansiado algodón. Aparentemente, el plan tuvo éxito: la producción de algodón se cuadruplicó. Pero no se tuvieron en cuenta las catastróficas consecuencias sobre el Mar de Aral y la insostenibilidad del proyecto a largo plazo.

Turkmenistán vivió una existencia tranquila durante la época soviética. Su reducida población, la ausencia de industria pesada y su alejamiento geográfico hicieron que Moscú los apartara de su malvada mente. En 1985, un desconocido Saparmyrat Niyazov fue elegido Secretario General del Partido Comunista de Turkmenistán. Inicialmente considerado un reformador, pronto se hizo evidente que aunque Niyazov no ponía inconvenientes para llevar a cabo los cambios que se aplicaban desde Moscú, no tenía interés alguno en formar parte de ese proceso de manera activa. El 27 de octubre de 1991, un fax desde Moscú les anunció que a partir de ese momento eran independientes. Había llegado el momento de navegar solos.

En ese momento, Niyazov demostró que era muy capaz de dar órdenes además de obedecerlas. Decidido a conservar el poder, renombró al Partido Comunista como Partido Democrático de Turkmenistán como paso previo a la eliminación de cualquier competidor político y el cultivo de un monstruoso culto a la personalidad.

Niyazov había nacido en 1940 en Kipçak, un pueblo cerca de Ashgabat. Su padre murió en combate en la Segunda Guerra Mundial y su madre y hermanos fallecieron en el terremoto de 1948 que destruyó la ciudad. Sus padres pasaron a formar parte del culto público al líder –en especial su madre, cuyo nombre, Gurbansoltan Elje, pasó oficialmente a designar el mes de abril-.

El joven presidente creció en un orfanato y cursó estudios de ingeniería en el prestigioso Instituto Técnico de San Petersburgo, regresando a Ashgabat para trabajar en una central eléctrica. Se unió al partido comunista en 1962 y su primer éxito político llegó cuando fue nombrado cabeza del partido en el comité de la capital. Desde ese puesto, puso en práctica sus ideas en urbanismo (un hobby que acabó degenerando en auténtica adicción). Un año después fue nombrado por Gorbachov –pese a que apenas lo conocía- secretario general del Partido Comunista de Turkmenistán. Seguramente, su perfil gris y obediente le facilitaron tal privilegio en una época en la que el líder ruso intentaba cambiar las cosas. Pero tampoco pudo ser ajeno a la decisión de Moscú el que, criado en un orfanato, careciera de afinidades hacia ningún clan tribal de los que todavía habitaban en la desértica república.

Poco tiempo después de convertirse en presidente de la recién nacida república, se hizo nombrar Turkmenbashi, esto es, “líder de los turkmenos”. Escribió un libro guía espiritual titulado Rukhnama (Libro del Alma), que se ha convertido en lectura obligatoria en las escuelas y materia de examen para aquellos que quieren entrar en la universidad. Cerró los cines, el ballet, la ópera y todo aquello relacionado con las artes que no fuera “turkmeno” –esto es, poca cosa más allá de los bailes tradicionales-.

Junto al Arco de la Neutralidad estaba el Toro Sagrado, estatua de un gigantesco toro sobre un
plinto de mármol. El animal parecía querer quitarse de encima una esfera colocada sobre su lomo, pues en la tradición turcomana el toro embravecido es el símbolo de los terremotos. De pie delante del toro, una mujer mostraba su hijo al sol. La mujer era la madre de Turkmenbashi, el niño era él mismo. Monumentos más pequeños, de oro y mármol, en honor del presidente ocupaban los lados de la plaza.

¿Egomanía? Esperen, aún hay más. El Camino de la Salud era uno de los proyectos más queridos por Niyazov. Se trata de una escalinata de cemento excavada en las laderas de la cordillera de Kopet Dag. Hay dos caminos hacia la cima, uno de 8 km y otro de 37 km. Una vez al año, en un ritual deliciosamente humillante, el presidente hacía subir a sus ministros y miles de funcionarios los interminables escalones. Él se desplazaba en helicóptero hasta la cima para saludarles y felicitarles mientras intentaban recuperar desesperadamente el resuello.

¿Cómo era posible ese carísimo despliegue de edificios de estilo neocomunista-oriental en un país con un banco central insolvente, sin clase media, con pensiones mensuales de diez dólares y una fuerza laboral en su mayor parte en paro? La respuesta son dos palabras: petróleo y gas. Ambos recursos han permitido embolsarse a Turkmenbashi millones en concepto de primas por contrato y anticipos por la exploración.

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martes, 6 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (1)


Tras un vuelo de tres horas y media, aterrizamos en el viejo y lúgubre aeropuerto de Ashgabat a las doce de la noche. Cuando descendía por la escalerilla del avión y seguía cansinamente al resto del pasaje hacia el único edificio iluminado, recibí la primera bocanada de un aire extraño, seco y preñado de los inquietantes olores del desierto. En la terminal –por llamarla de algún modo generoso- unos funcionarios de aspecto prepotente y fatigado -peligrosa combinación- distribuyeron a todos los pasajeros en dos filas a lo largo de un pasillo de deprimente iluminación y pintura desvaída. Éramos los únicos pasajeros de aquel aeropuerto ajado y lleno de retorcidos corredores, pesadilla de un arquitecto moderno. Los turkmenos agitaban sus pasaportes y eran rápidamente introducidos en el país sin aparente problema. Los visitantes éramos harina de otro costal.

Media hora después de haber comenzado la lenta y refinada tortura aduanera, llegaba a la cabecera de mi fila y me enfrentaba al policía que, de pie, con las piernas separadas y sabedor del poder que ostentaba, iba canalizando a la gente hacia los dos mostradores de madera contrachapada tras los cuales se agazapaban los encargados de sellar los pasaportes. El sujeto uniformado revisó mi pasaporte, murmuró algo ininteligible y me señaló la otra cola, a cuyo final me tuve que situar completamente desconcertado. Comprendí entonces que, erróneamente, me había estado situando en la fila de aquellos que llevaban en sus manos una carta de invitación, hecho que me hizo encoger el corazón. ¡Cielos, yo no tenía ese papel! Se suponía que la agencia inglesa se había encargado de ello, pero, ¿dónde estaba el mío? Por mi mente empezaron a desfilar todo tipo de aterradoras imágenes en las que se mezclaban repatriaciones forzosas, noches en el aeropuerto, policías corruptos, sobornos y chantajes.

En la cola conocí a Steve, un galés curtido en repúblicas ex-soviéticas y cuyo currículo viajero, en el que se contaban un centenar de países, le había enseñado a ser paciente y dejar los nervios en casa. Fuimos los dos últimos en pasar el control y, por fortuna, no sufrimos incidentes a pesar de que nada menos que seis personas revisaron nuestros pasaportes - tres de ellas anotando nuestros nombres-. En el mostrador tenían preparadas nuestras cartas de invitación y, pese a nuestros temores, no nos intentaron sacar dinero aduciendo cualquier estúpido motivo. Pero fue mera cuestión de suerte. Había víctimas más vulnerables. Los policías habían apartado a un par de personas de la fila, una de ellas con rasgos indios, que esperaban en un rincón, con cierta inquietud reflejada en sus rostros, a que todos los demás pasáramos. Entre otros detalles poco tranquilizadores, la guía Lonely Planet mencionaba la propensión de los funcionarios locales -y en especial los policías- al chantaje y la práctica de bribonadas con los acobardados turistas. Eran capaces de encontrar -o directamente sacarse de la chistera- grietas burocráticas capaces de acogotar al más pintado.

Otro de los encarecidos avisos que se dan a los viajeros es que no olvide solicitar un certificado de entrada de divisas en el aeropuerto, puesto que a la salida del país, tres días después, podrían exigírnoslo como justificante del dinero que portábamos (ni que fuéramos a Turkmenistán a comprar divisas para evadirlas a continuación). Fue inútil. En unas repisas de madera contrachapada se amontonaban unos impresos amarilleados por el tiempo y escritos en turkmeno, pero no parecían ser lo que andábamos buscando. Intentamos preguntar a los soldados y policías de aduana por el papel en cuestión, pero no entendían una palabra de inglés y, lo que es peor, al intentar explicarles que era algo relacionado con el dinero -"dollars", "money"-, comenzaron a mirarnos con cara de sospecha. Temiendo que acabaran creyendo que queríamos declarar una cantidad inusual de dólares o nos tomaran por millonarios, decidimos olvidarnos del asunto.

Eran las tres de la mañana y estaba reventado. Llevaba más de 24 horas viajando desde que salí
de Zaragoza. Lo único que quería era llegar al hotel y descansar. Steve y yo nos unimos al muchacho indio que había soportado el abuso de los funcionarios turkmenos y cuyo nombre era Ahmit. Los tres compartiríamos viaje, conversación y aventuras durante las siguientes dos semanas en nuestro camino hacia Kirguizistán. Ahmit, como Steve, era una persona de eterno buen humor, siempre bien dispuesto y con gran don de gentes. Ese flexible carácter le permitía sobrellevar los inconvenientes que habitualmente encontraba en los aeropuertos a causa de su tez morena, confundida a menudo con la de un árabe. Para complicar las cosas, viajaba solamente con equipaje de mano y acarreaba todo tipo de chismes electrónicos que levantaban las sospechas de los agentes de aduana. En Turkmenistán, se encontró con otro tipo de problema. Quizá fuera que su papeleo era algo más enrevesado de lo normal -había tenido que tramitar sus permisos desde Nueva York a través de la India- o su condición de residente en los Estados Unidos; el caso es que se convirtió en presa fácil para los ladinos aduaneros turkmenos. Le dijeron que no habían recibido los papeles necesarios y le hicieron retirarse de la cola y aguardar a que todo el mundo hubiera pasado los controles para así no tener testigos del inminente chantaje, arte en el cual estos herederos de la cultura soviética eran practicantes experimentados. Al final, Ahmit pudo solucionar el asunto con 60 dólares, tras cuyo pago, aparecieron milagrosamente los papeles remitidos por su país natal.

Una vez reunidos los tres, subimos a la furgoneta que nos trasladó al hotel recorriendo las desiertas calles y avenidas. Turkmenistán, un país no menor que España pero habitado sólo por cinco millones de almas es una fascinante república en mitad del desierto que, nominalmente, ha superado la época soviética. Cuna de antiguas culturas y tierra de gran belleza natural, solamente suele aparecer en los medios de comunicación por dos motivos: la extravagante personalidad de su ya fallecido presidente y las reservas de gas que contiene su subsuelo.
El 90% de su territorio es desierto y la población se aglutina en media docena de oasis. Su capital, Ashgabat (500.000 habitantes), donde me encontraba, sufrió en 1948 un terremoto de nueve grados en la escala de Richter que la dejó reducida a escombros. La primera impresión fue que la ciudad era un enorme y enloquecido cementerio, donde grandes y flamantes edificios brillantemente iluminados representaban el papel de lápidas. Por todos lados se veían obras en curso y grandes bloques de incalificable estilo arquitectónico. Una cosa sí se podía decir de ellos: estaban levantados para impresionar. No se veía ni rastro de tráfico rodado o peatonal, aunque teniendo en cuenta la intempestiva hora, no me extrañó. Decidí esperar al día siguiente para hacerme una idea más acertada del país.

Llegamos al hotel Nissa, un flamante edificio, oscuro a esas horas y con un personal de recepción
algo adormilado. Mientras buscaban la llave de mi carísima habitación (60 euros en un país subdesarrollado como aquel) me fijé en un cartel que anunciaba el servicio de internet. La tarifa era abusiva y, para colmo, todos los mensajes que salían del país eran minuciosamente revisados por agentes del gobierno. Existen sólo dos accesos a internet en la capital y ambos estaban intervenidos. Para colmo, el hotel era propiedad del hijo del presidente de aquel país surrealista y uno de los pocos disponibles en una ciudad que, por lo demás, no era muy visitada por personal extranjero ajeno al negocio de la construcción o el de los hidrocarburos.
A las 4.30 me metí en la cama de mi amplia y confortable habitación con vistas a la gran mezquita de la capital, de reciente inauguración -y a la que nadie acudía porque, tras unos accidentes mortales ocurridos durante su construcción, la gente creía que tenía mal "karma"-. Los pobres Steve y Ahmit no habían reservado nada, así que se tuvieron que conformar con una cabezada en los amplios sofás del vestíbulo a la espera de la llegada del no lejano amanecer.

A las diez de la mañana me reuní con Joan, una intrépida trotamundos neocelandesa, para explorar juntos la capital de Turkmenistán. Ella llevaba ya un día en la ciudad. Había llegado dos días atrás pero se encontró con que no tenía plaza en el hotel y se las arregló para alojarse con una familia que le presentó el taxista que la recogió en el aeropuerto. Había comido y cenado con ellos y, pese a que no hablaban prácticamente nada de inglés, tuvo la oportunidad de vivir una experiencia de primera mano de la vida real de los turkmenos. Le pregunté cómo eran sus casas.

- Era un hogar confortable. Me descalcé a la entrada. Todo el piso estaba cubierto por alfombras. Exhiben su riqueza y prosperidad con alfombras. Da igual que ya no vivan en tiendas en el desierto y que su existencia nómada haya quedado dos generaciones atrás. Las viejas tradiciones se resisten a morir por mucho que las familias abandonen sus tribus y se trasladen a bloques de hormigón. El salón no tenía otro mobiliario que unos sofás pegados a las paredes y una televisión en un rincón. En el resto de la casa no había muebles. Comían y dormían en el suelo, otro recuerdo de su pasado nómada: para trasladarse con la casa a cuestas, es preciso reducir las posesiones al mínimo.”

Ashgabat (en persa, “lugar adorable”), capital de Turkmenistán, es la más meridional de las
capitales de la antigua Unión Soviética, pues se encuentra a pocos kilómetros de la frontera iraní, a los pies de la cordillera de Kopet Dag. La vida en la capital estaba a mitad de camino entre la esquizofrenia, el delirio y la perplejidad. Para empezar, no parecía circular nadie por aquellas inmensas avenidas flanqueadas por imponentes edificios de dimensiones grandiosas. No había apenas tráfico rodado, pero es que tampoco se hacían notar los peatones. Los únicos seres humanos que se veían eran soldados que custodiaban celosamente los edificios oficiales -que, en aquella parte de la ciudad, parecían ser la única arquitectura presente-. Curiosamente, no llevaban armas, ni siquiera una pistola. El gobierno no se fiaba de tener más gente armada que los más incondicionales al régimen. Eso sí, en cuanto veían que te echabas la cámara de fotos a la cara o que salías de la acera para contemplar un poco más de cerca la ecléctica arquitectura de los palacios, en los que se combinaba la grandiosidad estalinista con los deslumbrantes motivos de cerámica, las cúpulas y las arcadas del Oriente Próximo musulmán, entonces los guardias se acercaban gesticulando de una forma que no daba lugar a equívocos: o te alejabas y guardabas la cámara o te atenías a las consecuencias. Había tantos soldados/policías que la ciudad parecía que había sido acabada de conquistar por una potencia extranjera.
Los seres humanos quedaban empequeñecidos en medio de semejante grandiosidad arquitectónica. En otra zona vimos grandes parques y una extensa cuadrícula de calles silenciosas con casas de una planta de estilo provincial ruso, cuyas fachadas descamadas parecían deshacerse en el intenso calor. En ningún otro lugar se advertía con más claridad la penetración del Imperio ruso hacia el sur, camino del océano Índico, que en esta ciudad achicharrada de 550.000 habitantes, más agradable, a pesar del calor y la arquitectura, que Tashkent, capital de Uzbekistán, con más de un millón de habitantes y más altos índices de criminalidad.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

Swazilandia: un paseo por el reino perdido


A medida que las ruedas van acumulando kilómetros y nos acercamos al pequeño reino de Swazilandia, el paisaje humano se vuelve negro. Lo que vemos por las ventanas del camión no son las grandes carreteras sudafricanas que atraviesan Johannesburgo y Pretoria, o las elegantes y tranquilas instalaciones turísticas de Kruger. Aldeas deterioradas levantadas a base de feos edificios de cemento y chapa a medio construir, suciedad y basura desparramada por doquier, restos de automóviles comidos por el óxido, edificios cuya construcción parece haber sido interrumpida hace ya meses… Aquí los blancos brillan por su ausencia y todos los transeúntes son negros.

Comenzamos a ascender las primeras elevaciones que nos llevarán hacia el rústico paso fronterizo con Swazilandia y el paisaje se limpia, se vacía. El cielo se cubre de oscuras nubes y comienza a chispear. Un nuevo sello en el pasaporte y ya estamos en esa anomalía política africana enclavada en mitad de Sudáfrica.

Swazilandia es como un soplo de aire fresco en la agitada Sudáfrica. Con su atmósfera relajada, gente amigable y ausencia de acusadas tensiones raciales, constituye un cambio respecto a su gran vecino. Nosotros, como la mayoría de los que aquí llegan, se llevan recuerdos de adultos sonrientes y niños que agitan sus manos saludando cuando nuestro camión pasa a su lado.

Durante la época del apartheid Swazilandia era conocida sobre todo por sus casinos y clubs –placeres prohibidos en la reprimida Sudáfrica-, pero con el desmantelamiento del sistema racista en el país vecino, esa reputación de “Las Vegas” africana desapareció rápidamente. Hoy, los atractivos de Swazilandia se reducen a las posibilidades de disfrutar de vida salvaje de una manera relajada, paisajes espectaculares de montaña, una cultura tradicional todavía viva… y el visitar una de las pocas monarquías que sobreviven en África (junto a Marruecos y Lesotho), un régimen que tiene, justificadamente, sus críticos, pero que junto a su histórica resistencia a los boers, los británicos y los zulúes, ha sido clave en la forja de un fuerte sentido de orgullo nacional.

Se han encontrado herramientas y restos humanos con una antigüedad de 10.000 años en Swazilandia. Desde siempre ha constituido un enclave montañoso y aislado sobre el que los blancos no pudieron imponer su dominio. De acuerdo con la tradición, los actuales habitantes del reino, los swazi, emigraron aquí desde Mozambique alrededor del siglo XVIII. Su primer destino fue Zululandia, pero, incapaces de enfrentarse al poder de los zulúes, optaron por trasladarse gradualmente hacia el norte y en 1800 se asentaron en la actual Swazilandia, donde consolidaron su posición gracias a una serie de capaces líderes, el más importante de los cuales fue Mswati II, del cual toman los swazis su nombre.

Mswati II alcanzó varios acuerdos con los británicos y tras su muerte, los swazis consiguieron salirse con la suya –algo totalmente inusual para los indígenas en el África austral- en materias como la independencia, las reclamaciones territoriales por parte de europeos, autoridad administrativa y seguridad. Aunque la República de Transvaal reclamó su soberanía sobre Swazilandia, no llegó a hacer nada por establecer su poder allí de forma efectiva. Tras la guerra con los ingleses de 1899-1902, el reino se convirtió en un protectorado británico. Los ingleses, viendo con alarma la intensificación del racismo institucional en el gobierno sudafricano, rechazaron cederles el territorio y comenzaron a preparar al pequeño reino para su independencia (lo mismo pasó con los actuales Lesotho y Botswana). Ésta se alcanzó finalmente en 1968. Desde entonces, el país ha vivido en una continua tensión entre los activistas partidarios de la democracia y un sistema de monarquía totalitaria.

El jefe del Estado es el rey, quien, por tradición, gobierna junto con su madre –llamada la Indovuzaki o “Elefanta”- en un curioso sistema bicéfalo: el rey es el responsable de la administración y el gobierno efectivo mientras que su madre simboliza el espíritu del mismo. Cuando en 1973, un partido –el único existente- ganó puestos en el Parlamento y amenazó con recortar el poder del rey, éste suspendió la Constitución otorgada en 1968, declarando el estado nacional de emergencia, decreto todavía en vigor en la actualidad. Justificó sus acciones diciendo que tal medida se tomaba para evitar el intrusismo de elementos y prácticas ajenas al modo de vida tradicional swazi. El rey murió en 1982 y su sucesor –por tradición, el más joven de sus hijos- subió al trono en 1986 con dieciocho años, con el nombre de Mswati III. En 2005, tras muchos años de deliberaciones y presiones de los grupos de derechos humanos, entró en vigor una constitución. El caso es que el apoyo popular a la monarquía sigue siendo muy fuerte, más incluso que a las reformas constitucionales.

Y es que los asuntos reales no son poca cosa en esta diminuta nación de un millón de habitantes. Cuando el rey Sobhuza II murió a los 83 años, dejó detrás 120 viudas oficiales a las que habría que sumar otras tantas amantes. Por ahora, el rey Mswati está muy lejos de emular a su
predecesor con un triste harén de catorce esposas. A pesar de la proliferación de esposas en las casas de las principales personalidades del reino, la poligamia está en horas bajas entre las clases populares. Una de las principales razones es que supone un desembolso excesivo: cada vez que un hombre se casa, debe pagar la llamada lobola (casi siempre ganado) a la familia de la novia. Mientras la práctica de la poligamia oficial está desapareciendo, a menudo se ve reemplazada por una proliferación de novias y amantes.

En un país donde más de un tercio de la población es seropositiva, prácticas como las de la poligamia han empeorado las cosas muchísimo. Swazilandia tiene la tasa de infección por el virus VIH más alta del mundo (26% de todos los adultos) y una esperanza de vida de 32 años. Los últimos datos de la OMS datan de 2002 y según indicaban, el 61% de las muertes del país se debían al sida.

Pero quizá lo que más ha contribuido a la extensión de la enfermedad haya sido el sistema de trabajo emigrante. Hay más swazis trabajando en Sudáfrica (sobre todo en la minería, las plantaciones de azúcar y la tala de árboles) que en la propia Swazilandia y esas poblaciones emigrantes constituyen un objetivo claro para el virus: lo contraen a través de prostitutas locales y lo transmiten a su mujer y amantes cuando regresan a casa. Y a ello se añade la práctica de ciertas tradiciones familiares y sociales todavía vivas en el país (como la de que la viuda de un hombre pasa a mudarse a la casa de su cuñado) y la falta de igualdad entre la mujer y el hombre.

El terreno es montañoso y las carreteras que recorremos son anchas y bien pavimentadas,
aunque hasta tal punto empinadas que el camión debe ascender por ellas trabajosamente, recurriendo a la marcha más corta. Resulta chocante cómo, cuando se hace notar a los bienintencionados profesionales del humanitarismo global, el lamentable estado general del continente africano y de algún país en particular, el primer as de triunfo que esgrimen es: “Hombre, el país está mucho mejor. Fíjate qué bien están las carreteras”. Es lo mismo que dicen los políticos locales, intentando justificar el buen uso de las ayudas exteriores señalando un logro visible y reluciente, una alfombra de asfalto bajo la cual se acumula la podredumbre y las pesadillas que se resisten a desaparecer. Tras un buen rato de conducción sin cruzarnos con nadie, uno se pregunta para qué quieren las carreteras estas gentes, que no disponen de coches y que se trasladan de un punto a otro a pie. No hay tráfico circulando por estas relucientes y costosas serpientes de asfalto. Son un escaparate efectivo para limpiar conciencias que intentan ocultar los verdaderos problemas del país.

El rey vive rodeado de una flota de lujosos coches –las carreteras, aquí sí, le vienen de maravilla- y gasta millones redecorando una y otra vez las lujosas mansiones de sus numerosas esposas mientras el 40% de sus 1.185.000 súbditos viven en el desempleo y el 70% sobrevive con un dólar al día. Su pequeño país de 17.363 km2 (menos de la mitad de grande que Aragón) ocupa el puesto 154 del ranking según Producto Interior Bruto. Una realidad a la que el monarca cierra los ojos, estableciendo una censura política total sobre los medios de comunicación –que, por otra parte, se reducen a un diario, un canal de TV y tres emisoras de radio, dos de ellas independientes-. No existen partidos políticos, los miembros del Senado son en su mayoría elegidos directamente por el rey y en cuanto al Parlamento (es un sistema bicameral), 55 de los 82 miembros son elegidos por el pueblo, si bien su autoridad sobre los asuntos relevantes es mínima y se limitan a servir de consejeros del monarca. Los miembros del sistema judicial también son nombrados y controlados por el rey.

El país está rodeado por Sudáfrica y Mozambique y su economía depende totalmente del
primero, hacia el que dirige los dos tercios de sus exportaciones y en el que compra el 90% de sus importaciones. Uno de los sustentos del país, ya lo dijimos, son las remesas de dinero enviadas por los emigrantes que trabajan en las minas sudafricanas. Prácticas agrícolas agresivas, agotamiento del suelo, sequías e inundaciones periódicas son problemas con los que el país tiene que lidiar: en 2002, más del 25% de la población hubo de ser alimentada con ayuda de emergencia ante la sequía que arrasó los cultivos de los que dependía la supervivencia de esa gente. El 70% de los swazis viven en el ámbito rural y son especialmente vulnerables a los caprichos del clima. Y el sida, como mencionamos, es la última incógnita en esa lista de jinetes del Apocalipsis. El futuro, con este panorama, se presenta cuando menos incierto.

Por fin, en lo alto de una de las montañas, a unos húmedos 1.500 m de altura, llegamos a la Reserva de Malolotja. El camión protesta en el último tramo, un inclinado, estrecho e irregular sendero que lleva al camping de la reserva. Miramos a nuestro alrededor silenciosos y algo desesperanzados al pensar que vamos a tener que montar nuestras tiendas bajo la nefasta combinación de lluvia y viento. Nuestro guía nos mejora el humor al confirmarnos que las dos siguientes noches vamos a dormir en las confortables cabañas que se asientan esparcidas por el lugar. Pero, antes de poder acomodarnos, vivimos un momento de tensión al quedar el camión a punto de volcar en la ladera de la colina. La continua lluvia y el barro atascaron las ruedas en el empinado suelo y hubo que echar mano de las planchas metálicas que el vehículo transporta a sus costados para eventualidades como ésta y situarlas bajo las ruedas, fijando así un punto de apoyo seco sobre el que el camión pudiera rodar. A pesar de inclinarse peligrosamente, conseguimos hacerlo volver a la estrecha senda sano y salvo.

Las cabañas de madera estaban bien equipadas y eran cálidas y acogedoras. Disponían de un porche desde el que disfrutar del paisaje los días en los que el buen tiempo lo permitiese: un paisaje de onduladas colinas cubiertas de espesa hierba de color verde oscuro, con antílopes pastando aquí y allá, sin un solo árbol que interrumpiera la visión de las montañas y valles que cerraban el horizonte y que en aquel momento se escondían bajo una niebla persistente y móvil. En el interior de las cabañas, la planta baja albergaba la cocina, un salón con hogar y cómodos sofás y sillones, y mi “dormitorio”, una plataforma a cuatro metros de altura a la que se accedía por una escalera de mano.

La cena –un sabroso guiso de pasta con carne y tomate- la preparamos y disfrutamos en una de las cálidas cabañas. Estábamos todos un poco apretados y no era fácil moverse entre tanto comensal intercalado con muebles diversos, pero agradecimos el calor y la comodidad de disponer de una mesa y una silla tras varios días careciendo de ambas.

La mañana siguiente amaneció brumosa y destemplada. Disponíamos del día libre para hacer lo que nos apeteciera, o lo que es lo mismo, elegir entre dos opciones: permanecer en el camping y sus alrededores descansando o dando cortos paseos; o bien emprender una caminata algo más larga por las montañas cercanas. Varios de nosotros nos animamos a hacer uno de los recorridos de media distancia, así que nos levantamos a las siete,
desayunamos, preparamos unos sandwiches y nos acercamos a la rústica recepción del camping para hacernos con un mapa y un permiso para la caminata (un papeleo tan inesperado como innecesario teniendo en cuenta que no se trataba más que de un miserable papel garabateado por el que no había que pagar nada y en el que lo único que constaba era la fecha y el número de caminantes que formaban el grupo. Durante nuestra caminata no solamente nadie nos solicitó el permiso, sino que ni siquiera vimos rastro alguno de presencia humana.

La Reserva Natural de Malolotja es un lugar apartado en el que se puede disfrutar de la soledad y la grandeza de las montañas africanas. Con unos doscientos kilómetros de senderos apenas frecuentados, se puede salir al paso de cebras, antílopes, ñúes e incluso algunos elefantes que han hecho de este su hogar. El relieve oscila desde las escarpadas montañas hasta elevadas mesetas cubiertas de espesa hierba. Toda la reserva está recorrida por arroyos de montaña y tres ríos principales encuentran su camino a través de cataratas, rápidos y gargantas.

El comienzo del sendero era una pista de arena prensada e intenso color tostado que serpenteaba entre colinas cubiertas de un verde intenso, de brillo realzado por las lluvias del día anterior. Los antílopes cruzaban el camino y se alejaban de nosotros saltando y jugando. A lo lejos, la bruma se iba alzando desde los profundos valles hacia el cielo, que comenzaba a aclararse, mutando del gris plomizo al azul brillante. Caminar por estas montañas puede ser arriesgado si las condiciones meteorológicas deciden ponerse difíciles por lo que todos llevábamos linterna y ropa de abrigo. En caso de que la niebla descendiera súbitamente sería imposible orientarse y lo único que podía hacerse era parar y permanecer en el sitio hasta que levantara la niebla o una partida de búsqueda nos encontrara, confiando en no sufrir una hipotermia.

Al cabo de una hora de caminar a paso tranquilo, comprendimos por qué nos habían insistido en equiparnos adecuadamente para el caso de extraviarnos: el mapa que nos habían entregado era casi inservible –de hecho estaba dibujado a mano- y los senderos que en él aparecían habían quedado ocultos por la hierba. En ocasiones, sólo un leve surco en la misma indicaba la dirección por la que discurría la senda. Además, nosotros contábamos con una visibilidad excelente y podíamos hacernos una idea de la dirección a tomar en base a tal río o cual promontorio. Si la niebla o la noche nos hubieran sorprendido, habría sido muy difícil, por no decir imposible, orientarse. Y aquello no eran los Alpes o el Pirineo, con eficientes equipos de rescate y turistas bajo cada piedra.

Nuestro grupo caminaba sin prisa, deteniéndonos de vez en cuando para disfrutar del paisaje de
montañas verdes y redondeadas, valles surcados por ríos de caudal caprichoso y flanqueados por espesos herbazales tapizados de flores silvestres. El agua acabó siendo necesaria porque si bien el día había empezado nublado y poco prometedor, a mediodía las nubes desaparecieron del cielo dejando vía libre a un sol intenso y castigador que acabó por quemarme cara, cuello, brazos y piernas. Aunque bien es verdad que nadie se libró de los efectos de la radiación solar y aquella noche, alrededor de la mesa, todos brillábamos con un divertido tono escarlata.

Subimos a colinas y caminamos por el fondo de los valles. En lo alto de un promontorio con unas fantásticas vistas sobre una garganta en cuyo interior el río se desplomaba en una catarata, intentamos almorzar pero las hormigas resultaron ser especialmente voraces y en cuanto permanecíamos diez segundos sentados, nos veíamos invadidos por esos insectos, de tamaño más que respetable, a la búsqueda de sustento. Así que descendimos de nuevo al valle que se abría en la otra vertiente, descansamos un momento a la bienvenida sombra de un árbol que crecía junto al río, vadeamos el mismo saltando sobre las piedras y ascendimos a una pequeña meseta que se levantaba al otro lado. Allí nos dirigimos hacia la única sombra que se divisaba en los alrededores, un árbol de retorcido tronco que crecía aferrado a unas rocas. Como si fuéramos babuinos, nos instalamos entre sus ramas y devoramos los bocadillos y la fruta guarecidos del sol.

Un par de horas después llegábamos sanos y salvos al camping. No habían sido más que diez kilómetros, pero con no pocas bajadas y subidas, aunque a ritmo tranquilo. Malolotja permite disfrutar del silencio y grandeza de las montañas africanas sin el peligro de los animales salvajes –a excepción de alguna serpiente que se escabulló rápidamente entre la maleza-, un relieve agreste o la molestia de las grandes masas de turistas ¡Qué diferente con los grandes parques nacionales africanos, repletos de visitantes y perfectamente acondicionados! Sin gente, sin apenas senderos, el único sonido que se escuchaba era el del viento. Swazilandia es un rincón perdido, a menudo pasado por alto, empobrecido y con infinidad de problemas. Pero, con todo, es capaz de recibir bien al visitante y ofrecerle una cara de África que parece haberse perdido en muchos otros países del continente.

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sábado, 13 de agosto de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (y 3)


(Viene de la entrada anterior)

Dedico un largo rato a visitar el museo, observando piezas que encarnan el sincretismo cultural que tuvo lugar en aquellos lejanos siglos: pinturas murales de santos ojerosos, una representación de San Onofrio, desnudo y sólo cubierto por una larga barba que le llegaba a los tobillos; el bajorrelieve de una figura masculina desnuda portando un bastón en una mano y con la otra sujetando un racimo de uvas mientras un perro subido a su cabeza bebe de una especie de recipiente; un fragmento de un bajorrelieve del siglo IIII que muestra a Afrodita saliendo del mar, desnuda y con un colgante al cuello; sus facciones y grandes ojos, casi caricaturescos, no se parecen nada al arte romano del mismo periodo. En una estela funeraria de la misma época, un hombre vestido con una túnica permanece de pie entre dos columnas que soportan un dintel de cabezas de cobra; a su lado, un chacal representando a Anubis.

Es una época de transición, en la que el estilo romano se funde con la iconografía tradicional de la mitología egipcia. A esa influencia griega, romana y egipcia, se incorpora la de la floreciente comunidad cristiana, que hace uso de las mismas imágenes paganas para representar sus creencias. Así, un Heracles luchando contra el león de Nemea comparte espacio con dos pequeños Eros que, cumpliendo el papel de ángeles, sostienen un friso decorado con una cruz; o, en otra sala, un dios Pan, con su barba de chivo, grandes ojos y expresión pícara, que baila alegremente con una bacante, comparte habitación con una cruz en bajorrelieve del siglo VI tallada igual que un ankh egipcio, símbolo de la vida, coronada por un águila.

El arte religioso de los siglos siguientes mantiene su marcado carácter oriental: los frescos del monasterio de San Jeremías, en Saqara, muestran Cristos, vírgenes y ángeles, de tez pálida y expresión ojerosa. Cristo y María no se sientan en tronos, sino en grandes cojines al estilo oriental. Otra de las vírgenes se saca el pecho a través de un pliegue de su túnica púrpura para dar de mamar a su hijo, una representación muy inusual durante buena parte de la historia del arte sacro occidental. A medida que avanzo por las salas del museo, la iconografía pagana va difuminándose hasta desaparecer allá por el siglo VII. La persecución del paganismo y el auge del movimiento monástico imponen un arte ya totalmente religioso en el que dominan las figuras de ángeles, evangelistas, santos anacoretas y pioneros del monasticismo.

Pero aquí y allá resurge la tradición egipcia, resistiéndose a morir: un fresco del siglo VII en el que aparecen tres ratones caminando sobre sus patas traseras y sosteniendo diversos objetos simbólicos, como un estandarte, un cáliz, un rollo de papiro (la representación de animales actuando como seres humanos acumulaba una tradición milenaria en Egipto); tapices y bajorrelieves de los siglos V al VII mostraban centauros, cupidos, ninfas o figuras dionisiacas.

Y es que otra de las razones que explican la receptividad de Egipto hacia el cristianismo fue la resonancia que muchos de sus elementos hallaban en la antigua religión que había dominado las mentes y espíritus de los habitantes del valle del Nilo durante miles de años. El mito fundamental de Osiris, Isis y Horus podía ser interpretado como una alegoría de la Sagrada Familia: Isis se identificaba fácilmente con María y los parecidos entre Isis cuidando del niño Horus y la imagen cristiana de la Virgen y el Niño eran obvios. Los artistas cristianos primitivos que retrataban a la Virgen amamantando al niño Jesús se copiaron directamente de retratos paganos de Isis y Horus. El faraón como hijo encarnado de Dios se asemejaba al papel de Cristo; de la misma forma, las visiones cristianas del Último Juicio y la entrada a un Paraíso celestial o un Infierno subterráneo no eran nada nuevo para los egipcios. Incluso la doctrina de la Sagrada Trinidad, un concepto extraño para muchas culturas no cristianas, era fácilmente comprensible para los egipcios gracias a su costumbre de agrupar a las deidades en tríadas. Muchos otros paralelos, incluyendo el parecido entre la cruz cristiana y el símbolo egipcio del ankh, facilitaron la aceptación de la nueva religión. Y, sin embargo, mientras que las antiguas creencias proporcionaron un marco adecuado para la introducción del cristianismo, de forma sutil dejaron también su huella en aquél, al menos en las particularidades propias que se desarrollaron en Egipto mediante el sincretismo.

Aunque dejó pocos rastros en los registros históricos, el cristianismo había hecho grandes avances en Egipto hacia el final del siglo III, cuando las evidencias al respecto ya son abundantes. Las iglesias se levantaban en cada esquina del país, incluyendo los oasis occidentales, y se había establecido una jerarquía de obispos en la mayoría de las provincias, subordinados al Obispo de Alejandría. No existen suficientes datos que nos permitan estimar el número de cristianos existentes en Egipto en ese momento, pero probablemente eran todavía una minoría, pequeña pero muy dinámica. Las conversiones aumentaban de forma constante incluso aunque no resultaba nada fácil convertirse. Era necesario pasar por un periodo preliminar de instrucción antes del bautismo y la administración de la primera comunión. El aspirante debía permanecer por detrás y aparte del resto de la congregación durante los servicios religiosos. El cristianismo en Egipto era un compromiso que se tomaba muy en serio.

El cristianismo egipcio estaba también adquiriendo su propio lenguaje, escritura y liturgia, unos
desarrollos que al final servirían para hacer de la Iglesia Egipcia una entidad nacional. En el Egipto romano se usaban tres lenguas: el egipcio, el griego y el latín. De los tres, el latín era el que había tenido un impacto más superficial, quedando reservado sobre todo para asuntos gubernamentales. Nunca hubo un grupo amplio de hablantes de latín en Egipto. El griego tenía una implantación más profunda, en parte gracias a los siglos de gobierno ptolemaico y en parte porque el griego era el lenguaje de la administración, la cultura y el comercio del Mediterráneo oriental.

Sin embargo, la mayor parte de los egipcios seguían hablando egipcio. Aunque a comienzos de la edad imperial romana aún sobrevivían algunos artesanos capaces de tallar inscripciones jeroglíficas, casi todos los textos egipcios ya se escribían entonces en demótico; pero debido a que había poca gente alfabetizada, a que era difícil de leer y que la documentación oficial y de negocios había de escribirse en griego, el demótico también comenzó a experimentar un declive en su uso. Aparte de algunos graffiti en Filae, en la frontera sur de Egipto, no hay textos demóticos después de mediados del siglo III. Así que en el país se hablaba el egipcio, pero no se podía escribir, una situación que se prolongó dos siglos. La solución se encontró en el desarrollo de la escritura copta.

La mayoría de los egipcios nunca aprendieron griego, pero esa lengua afectó a cada aspecto de
sus vidas, así que era natural para ellos, a falta de una escritura para su propio lenguaje, intentar escribir palabras egipcias con letras griegas. Fueron los clérigos egipcios, que sabían hablar y escribir griego, los que tomaron la iniciativa de establecer un sistema que permitiera usar el alfabeto griego para representar sonidos egipcios, añadiendo siete letras nuevas que representaran aquellos sonidos para los que no existían signos. La lengua egipcia escrita en este “nuevo” alfabeto es lo que llamamos copto. Aunque el egipcio había continuado evolucionando con el paso de los milenios, el copto es el descendiente directo de aquella lengua hablada por los faraones. Cuando escuchamos la liturgia copta, oímos el eco del Antiguo Egipto. Muchos nombres de personas populares entre las familias coptas de Egipto son palabras muy antiguas. Pronto, la Biblia se tradujo al copto y en esa escritura se compusieron nuevos trabajos píos. Los servicios religiosos se hacían en copto y los evangelios podían ser predicados al pueblo en su propia lengua.

La rápida expansión de la Iglesia por todo Egipto y el Imperio Romano llamó la atención del
gobierno. Aunque los romanos eran habitualmente muy tolerantes con otras religiones y a menudo las integraban en su vida civil, el cristianismo tenía algunas características inquietantes para ellos. Para empezar, era como una sociedad secreta, algo que siempre ponía nerviosos a los romanos; y aún peor, los cristianos se negaban a reconocer la religión oficial, cuya observancia se identificaba con la lealtad al emperador y al propio Estado. Comenzaron a circular rumores sobre orgías y canibalismo… La respuesta romana fue la persecución, esporádica y a menudo localizada, alternando con largos periodos de tolerancia, pero devastadora cuando se llevaba a cabo con denuedo. A los cristianos perseguidos se les daba una oportunidad de salvar el cuello renegando de su religión o haciendo un sacrificio público simbólico a los dioses; aquellos que rechazaban la oferta, eran torturados y condenados a muerte, convirtiéndose en mártires o testigos de la fe.

Egipto también sufrió la ola de persecuciones que barrió el imperio durante el corto gobierno de Decio. Muchos fueron martirizados mientras que otros, como Origen, cabeza de la Escuela de Catequesis de Alejandría, fueron torturados y luego liberados. Después de que Decio muriera mientras luchaba contra los godos en la frontera del Danubio en 251, su sucesor Valeriano continuó la persecución, pero el siguiente emperador, Galieno, emitió un edicto de tolerancia. Mucho peor fue la Gran Persecución iniciada por Diocleciano, un acontecimiento de tanta importancia para el cristianismo egipcio que en el calendario copto, la “Era de los Mártires” no comienza con el nacimiento de Cristo, sino en 284 d.C., el primer año del reinado de Diocleciano.

Diocleciano, que había participado en campañas en Egipto, desató esta ola de violencia en 303. El prefecto de Egipto, Sosiano Hierocles, puso un especial celo en la tarea y la lista de víctimas crecía rápidamente. Eusebio, autor de la influyente “Historia de la Iglesia”, fue un testigo directo:

Estábamos allí y vimos muchas ejecuciones, algunas por decapitación, otras en la pira, tantas que el hacha del verdugo se desgastó, melló y rompió en pedazos; los verdugos estaban tan agotados que tuvieron que hacer turnos. Y sin embargo, siempre vimos el celo más maravilloso y un poder y una impaciencia verdaderamente divinos en aquellos que creían en Cristo. Tan pronto como el primer grupo era sentenciado, otros acudían rápidamente al tribunal y se proclamaban cristianos, haciendo caso omiso del horror y la tortura, hablando con valor y compostura sobre su religión y el Dios del universo. Recibían sus sentencias de muerte con alegría, risa y felicidad, cantando himnos de gratitud a Dios hasta su último aliento”.

Hoy los llamaríamos fanáticos, sin duda, y los miraríamos con recelo y temor. Algo parecido les debió suceder a los romanos, aunque otros se sintieron impresionados y atraídos por semejante fe y devoción.

Se desconoce el número de cristianos torturados, mutilados y ejecutados en Egipto durante la Gran Persecución. Las cifras coptas, que pueden ser del orden de cientos de miles, son sin duda exageradas, pero no hay duda de que el sufrimiento y las matanzas fueron generalizados y terroríficos. Y, sin embargo, en lugar de erradicar el cristianismo en Egipto, Diocleciano lo imprimió a fuego en el alma del país.

La persecución de Diocleciano fue de lejos la más importante, pero también la última. La suerte de los cristianos dentro del Imperio Romano cambió de manera bastante repentina. La Gran Persecución fue finalizada por uno de los sucesores de Diocleciano, Galerio, en su lecho de muerte en 311. Unos años más tarde, el emperador Constantino, mientras se hallaba en campaña para controlar el gobierno del Imperio, tuvo una visión previa a una decisiva batalla en la que obtendría la victoria. Con el Edicto de Milán, en 313, otorgó a los cristianos libertad de culto, restaurando los bienes de la iglesia y permitiendo a los fieles celebrar públicamente sus liturgias. Fue la primera de una serie de manifestaciones imperiales de apoyo al cristianismo. Con la excepción del emperador Juliano (361-63), que intentó revivir el paganismo durante su breve reinado, el resto de los emperadores a partir de Constantino fueron cristianos. El camino estaba abierto para que el cristianismo prosperara en el interior del imperio y, especialmente, en Egipto. La cifra de cristianos en este país a finales del siglo IV d.C. es del 90%, aunque probablemente un 50% se acerque más a la realidad. Sean cuales sean las cifras que se tomen, el incremento fue rápido y sustancial, haciendo del cristianismo la religión más importante de Egipto.

Los logros del cristianismo egipcio son muchos, como la vida monástica, pero merecerían un
estudio más profundo que el breve comentario que hago aquí. Aunque mi viaje por el país del Nilo se centraría principalmente en el Egipto faraónico, me iría encontrando aquí y allá con las huellas de los cristianos, unas veces como minoría asediada por los musulmanes fanáticos, otras en el papel de agresores, especialmente en la antigua Alejandría. Su importancia en el desarrollo del cristianismo tal y como lo conocemos hoy es a menudo desconocido para el creyente, que piensa en Egipto como una nación musulmana casi desde la noche de los tiempos.

Sin embargo, fue Egipto el que proporcionó la matriz teológica para la formación del Nuevo Testamento, un proceso que se desarrolló durante dos siglos tras la muerte de Cristo. Los primeros cristianos se apoyaban en los Salmos y otros elementos del Antiguo Testamento para sus servicios religiosos, pero además de eso y desde finales del siglo I, existían una amplia variedad de textos circulando entre la comunidad: evangelios, compilaciones de dichos y máximas de Jesús y los Apóstoles, cartas… Algunos se incorporaron más adelante al Nuevo Testamento canónico, pero había muchos otros, algunos con un contenido asombroso que apuntaba ya a una gran diversidad dentro de este cristianismo primitivo, tal y como ha venido revelando la mencionada biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La presión uniformadora exigía un cuerpo canónico de textos. La élite clerical egipcia jugó un papel importante a la hora de decidir qué incluir y qué dejar fuera o incluso suprimir (por ejemplo, el Evangelio de Santo Tomás). La primera lista de libros del Nuevo Testamento tal y como la conocemos, también proviene de Egipto.

Gran parte de la doctrina cristiana fue forjada en Egipto. La influencia de la tradición filosófica del
Museion alejandrino es evidente en el pensamiento cristiano primitivo. En la segunda mitad del siglo I, los cristianos fundaron una Escuela de Catequesis en Alejandría. Uno de sus primeros directores fue Clemente (150-216), un converso al cristianismo con profundos conocimientos de literatura griega. Aunque sus escritos subrayaban la superioridad de la filosofía cristiana sobre la griega, su bagaje clásico le hizo apreciar la necesidad de continuidad con el pasado y se le llegó a considerar como demasiado “contaminado” por el clasicismo. Su sucesor fue Origen, Padre de la Iglesia y prolífico teólogo. Origen fue el primero en clarificar principios dogmáticos como la naturaleza de Dios y Cristo, el alma y la salvación. Las ideas que salieron de la Escuela de Catequesis se extendieron por todo el Imperio Romano y más allá.

Con el crecimie
nto de la iglesia en número y organización, cobró fuerza la ortodoxia, literalmente “creencia correcta”, la convicción de que existe sólo una fe verdadera cuyos principios pueden ser establecidos, y que no existía la salvación fuera de ellos. Estos principios eran universales y cualquiera que los desafiara era considerado hereje y expulsado de la Iglesia. Las disputas sobre los dogmas podían revestir proporciones titánicas, especialmente cuando intervenía la autoridad imperial. Si a la explosiva mezcla se añadían los componentes étnicos y nacionalistas, podía suceder de todo y nada bueno y Egipto fue el centro de algunos de estos desgarradores conflictos, en los cuales tampoco podemos profundizar mucho a riesgo de desviarnos demasiado.

Además de arte en forma de representaciones pictóricas o escultóricas, el museo exhibe otras piezas interesantes que van desde los instrumentos musicales hasta la vestimenta (en una vitrina conservan tres magníficas túnicas bordadas de la época bizantina con sus correspondientes zapatos). El museo en sí deja mucho que desear en cuanto a exhibición: las salas suelen estar mal iluminadas, el etiquetado es mediocre y la disposición algo caótica. Aunque se trata de un edificio grande y espacioso, con excepción de algunas salas que cuentan con un extraordinario trabajo de artesonado, es bastante soso, siniestro e incluso deprimente. Sí que es de justicia destacar las magníficas balconadas en celosía.

Cuando finalizo en el museo, regreso a las cercanas calles del barrio copto. Pero no me quedo mucho: el lugar hierve ahora de turistas alemanes de autobús que han tomado por asalto las iglesias, sin saber que hace solo unas horas, esas estancias oscuras y desiertas estaban iluminadas y llenas de vida. El barrio es un lugar de encuentro, social y religioso, no residencial. Si no se acude el día y las horas correctas, lo más probable es que uno se lleve la impresión de estar en una zona fantasma.


El legado cristiano en Egipto está desapareciendo. Su extraordinario papel en el desa
rrollo del cristianismo tal y como hoy lo entendemos es ignorado por la mayoría de los creyentes del resto del planeta, que además no demuestran interés alguno en saber de las dificultades y amenazas a las que tienen que hacer frente los herederos de aquellos primeros seguidores de Cristo. El barrio copto de El Cairo es un mundo oculto, hasta hermético, para el visitante extranjero. Pero es de justicia aprender y reconocer la deuda que nuestra cultura e historia tiene con sus últimos representantes.
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