span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Desierto de Atacama: Azufre, Sal y Arena

miércoles, 1 de abril de 2009

Desierto de Atacama: Azufre, Sal y Arena




A menudo la única imagen que nos viene a la mente de Chile es la de su peculiar forma sobre el mapa: un país estrecho y alargado empujado por los Andes hacia el Pacífico. Efectivamente, su trazado reviste una extraordinaria relevancia para su historia, economía y política. Para el visitante no resulta tampoco éste un aspecto menor puesto que no es fácil abarcar una franja de tierra de 4.329 km que se extiende desde la frontera con Perú hasta el cabo de Hornos. Para hacernos una idea de estas dimensiones, se trata de una distancia equivalente a la anchura de Estados Unidos. Por contra, bastan poco más de tres horas para recorrer la distancia que media entre las playas bañadas por las frías aguas del Pacífico y la formidable pared andina al este.

El hecho de que Chile cubra un arco de latitud tan amplio hace que el viajero pueda optar por una gran variedad de ecosistemas y paisajes. El sur patagónico ofrece sus famosos fiordos, azulados glaciares y moles graníticas. Algo más al norte, la Carretera Austral atraviesa espesos bosques húmedos enhebrados por bravas corrientes que desembocan en lagos alpinos rodeados de cumbres nubosas. A medida que los kilómetros desaparecen bajo nuestras ruedas y la latitud disminuye, la temperatura se dulcifica y el paisaje se somete al dictado del hombre. Viñedos, cultivos, entorno mediterráneo, sol vigoroso, luz festiva... Pero si sobrepasamos Santiago y Valparaíso para encarar las largas horas de carretera que nos llevarán al extremo norte, apreciaremos cómo el paisaje vuelve a endurecerse, esta vez en sentido opuesto a las regiones meridionales del país. La fría luz de la Patagonia se transforma aquí en un resplandor enceguecedor, los lagos y glaciares son sustituidos por amplias extensiones yermas para las que el agua es un recuerdo lejano, geográfica y temporalmente.

En la anodina población de Antofagasta tomamos un autobús de línea en dirección este, hacia el desierto de Atacama. Desde las ventanillas contemplábamos el entorno ya claramente desértico, con amplias extensiones de una nada amarillenta que se extendía kilómetros y kilómetros sin más interrupción que colinas y dunas.

A medida que nos acercamos a Calama, a ambos lados de la carretera, se alinean los restos de las salitreras y los pueblos fantasma de los que nos habían hablado en Antofagasta. Algunos de ellos han conseguido sobrevivir a la marea de los tiempos gracias a los nuevos métodos de procesamiento. El abaratamiento de costes y el uso de nueva tecnología permiten que la explotación de minerales de baja calidad sea un negocio económicamente provechoso.

Resulta paradójico que esta región árida y hostil haya proporcionado la base de muchas de las grandes fortunas del país. Los nitratos y el cobre que se han extraído aquí desde el siglo XIX han dirigido, en cierto modo, la política económica, fiscal y hasta social de Chile tal es la dependencia de su economía de estas materias primas. El dinero que las compañías mineras aportaban a los presupuestos públicos las convertían en agentes influyentes a los que convenía mantener contentos.

En su momento, el cobre sustituyó al nitrato en la economía regional y nacional. El mayor yacimiento de cobre del mundo se encuentra en Chuquicamata, cerca de Calama. Sus inagotables reservas han convertido a Chile en el mayor productor del mundo de este metal. Al principio, la extracción se hacía con capital extranjero, utilizando técnicas a cielo abierto desarrolladas en el oeste de EEUU. Esta mina produce el 43% del total de cobre extraído en el mundo, lo que supone el 17% de los ingresos anuales por exportaciones. En el cómputo global, casi el 40% de las transacciones chilenas corresponden al cobre. Estas cifras pueden resultar engañosas. El cobre es fuente de riqueza, pero también de debilidad. A la economía nacional le urge abordar una diversificación que le desligue de su dependencia a un producto sujeto a los inciertos vaivenes internacionales.

Precisamente en Calama nos detenemos durante media hora y aunque no tenemos suficiente tiempo para visitarla en profundidad, lo que vemos no parece prometedor. El colosal agujero del que brota el mineral mide 4,3 km de longitud, 3 km de ancho y 850 m de profundidad y es la fuente de una permanente nube de polvo en suspensión que permite localizar el pueblo a distancia. Por las pistas de grava, gigantescos camiones diésel transportando cada uno entre 170 y 330 toneladas sobre ruedas de más de 3 m de altura dejan atrás una cortina de polvo. También se vislumbran las reliquias de casi cien años de actividad minera: montañas de residuos y escoria, ya casi elementos topográficos en sí mismos.

Desde Calama, el paisaje se torna espectacular y su grandiosidad y capacidad de fascinación aumenta conforme nos vamos internando en el desierto. Uno podría pensar en Atacama como una monótona sucesión de interminables horizontes amarillentos sin hitos relevantes. La palabra “desierto” evoca imágenes de elevadas dunas de arena resplandeciendo bajo un sol abrasador. Las dunas, sin embargo, sólo se dan en algunos desiertos y, con frecuencia, en zonas reducidas. En cambio, el noreste de Chile, en su mayor parte, está compuesto por extensas llanuras pedregosas. A medida que nos acercamos a San Pedro, el relieve comienza a transformarse: ocres, marrones, anaranjados, amarillos, pardos en todos sus tonos se suceden en un mosaico de colores que no necesita de las mágicas luces del amanecer o del ocaso para cautivar. El terreno se arruga en atormentadas colinas, serpenteantes cañones y rocas de formas extrañas.

Estamos en el noveno desierto más grande del mundo, una extensión rocosa y estéril de 360.000 km2. Es también uno de los más áridos que existen, ya que la precipitación media anual no supera los 50 mm cúbicos. Técnicamente, se considera desierto a una zona determinada cuando las precipitaciones anuales están por debajo de 254 mm. Con esta cifra se puede entender mejor hasta qué punto es seco el Atacama. Se han dado en Atacama periodos de hasta 20 años sin registrarse una sola gota de lluvia. La ciudad de Calama padeció una sequía de 400 años, hasta 1971, y en los puertos de Iquique y Antofagasta sólo caen lluvias fuertes de dos a cuatro veces por siglo. Como la sequedad del aire permite que la intensidad de la luz solar sea mayor, la zona también recibe una de las radiaciones más altas del mundo.

En los trópicos, los frentes occidentales de los continentes suelen presentar fajas desérticas. El desierto de Atacama es parte de un sistema árido que se inicia en Perú, al norte, con el desierto de Sechura y que baja siguiendo la costa hasta la mitad de Chile. Dos factores básicos explican la aridez extrema de Atacama: primero, la alta presión atmosférica de esa zona del Pacífico sur, que genera un anticiclón, masa de aire homogénea, estable y reseca que inhibe toda precipitación; y en segundo término, la corriente marítima fría de Perú o corriente de Humboldt, con aguas muy frías traídas de la Antártida, que chocan contra las costas. El agua fresca refrigera el aire, que se carga de humedad marina. La temperatura desciende –esta región tropical debería ser calurosa, pero oscila entre los 13 y los 21ºC de día y los 0º de noche- y aparecen bancos de niebla y nubes bajas conocidas como “camanchacas”, que en vez de soltar lluvias desecan el ambiente, pues al entrar en contacto con la tierra se calientan y su humedad desciende. Los vientos húmedos de la cuenca amazónica, al este, nunca llegan al Atacama, ya que son detenidos por los Andes. Todo contribuye a formar lo que se conoce como “la región más árida del planeta”.

Los españoles Almagro y Valdivia fueron los primeros europeos que atravesaron el desierto y eso sólo gracias a la ayuda de los indios, que sabían dónde encontrar el agua de deshielo procedente de los Andes que se acumulaba en pozos subterráneos. El cronista Mariño escribió que los españoles se encontraron con los cadáveres momificados de quienes habían pasado antes por allí, “estando todos tan frescos, que parecen recién muertos, siendo de más de trescientos años, según la relación que dan los indios”.

Con las caras pegadas a las ventanillas y las bocas abiertas de sorpresa ante la espectacularidad del paisaje, llegamos a nuestro destino. San Pedro de Atacama, de origen prehispánico, se asienta a 2.438 metros de altitud. Con un censo aproximado de 2.500 habitantes entre atacameños y forasteros, San Pedro se ha convertido en lo que podríamos llamar el centro del desierto, un imán para aspirantes a artistas, hippies nacidos con veinte años de retraso, rastreadores de fuerzas espirituales, yuppies desilusionados, mochileros de todo el mundo e individuos que han cortado amarras con el pasado y se hallan en busca de un futuro.

Los “ganchos” de las agencias de turismo y aventura esperan ansiosos la llegada de los autobuses procedentes de Calama cargados de turistas y mochileros. Mientras intentamos recoger las mochilas en un torbellino de polvo, manos y maletas, al jaleo general se unen los gritos y reclamos para ofrecernos sus servicios. Al final, uno de ellos se sale con la suya y, organizándolo todo rápidamente, traslada el equipaje hasta el alojamiento. A cambio, escuchamos sus propuestas para contratar con él algunas de las excursiones y actividades que se pueden realizar desde San Pedro.

De camino al hotel, caminamos por callejuelas sin asfaltado ni iluminación bordeadas por casas de adobe de una sola altura intercaladas con huertos y tapias. Las acequias de riego nunca están lejos. La gente se mueve con lentitud, nadie tiene prisa ni sufre de estrés. Los vecinos charlan de puerta a puerta. Los niños juegan persiguiéndose descalzos. Los hombres se encorvan silenciosos trabajando en sus huertos ganados al desierto. San Pedro es un lugar peculiar, un oasis alargado adornado de arquitectura tradicional que ha resistido los envites del desarrollismo descontrolado. Lo cual no quiere decir que el espíritu original del pueblo no haya sufrido una profunda modificación. Aunque tradicionalmente la fuente de ingresos de la localidad ha sido la agricultura de regadío de las comunidades indígenas (ayllus), hoy día el turismo ha pasado a primer plano. San Pedro está plagado de restaurantes y pubs de moda, eso sí, aprovechando siempre la estructura de las rústicas casas de adobe atacameñas. Son lugares que por la noche reviven del sopor en el que pasan el día e incluso en temporada baja puede ser difícil encontrar mesa sin reserva previa. Existen además abundantes pensiones y agencias de turismo y aventura que ofrecen múltiples posibilidades que se extienden hasta la vecina Bolivia. ¿Acabará convirtiéndose en una trampa para turistas en la que el sabor indígena ha sido reducido a un falso espectáculo para el extranjero?

Nuestro alojamiento, el “Hotel” Licáncabur, es un sencillísimo hotelito compuesto por una puerta de entrada, un corredor y un par de edificios tradicionales de piedra de un solo piso que se abren a un patio en cuyo centro se encuentran los baños y las duchas. Las habitaciones no pueden ser más espartanas. Tras la rústica puerta de madera que cierra la mía, sólo hay una cama y una mesilla de noche. Ni silla, ni armario, ni percha... ni siquiera lámpara: tan sólo una bombilla desnuda. Pero no me puedo quejar: por una feliz casualidad, me han asignado la única habitación que cuenta con baño. Un baño básico, eso sí, con una ducha cuyas cortinas no impiden que el suelo se inunde. Además, no hay agua caliente. La habitación guardaba otra sorpresa: a pesar de tener el aspecto de una celda monástica de una orden especialmente severa, conseguía mantener a raya las temperaturas externas. Las gruesas paredes de piedra dejaban fuera las bajas temperaturas nocturnas y durante el día el calor era más soportable que en el exterior. La dueña del hotelito era una diminuta señora boliviana, de rasgos marcadamente indígenas y ataviada a la manera tradicional. Lástima que tan pintoresca imagen quedara arruinada por su molesta costumbre de no separar la oreja del teléfono móvil y su afición a permanecer encerrada en su habitación –en la entrada del hotelito- contemplando infumables culebrones televisivos.

A la mañana siguiente, cuando alcanzamos los 4.500 metros de altitud, nos encontrábamos en un estado ciertamente pésimo. Y es que el viaje lo había tenido todo: nos habíamos levantado a las 3,30 de la mañana para encarar un recorrido en furgoneta de 198 kilómetros por pistas irregulares de tierra en las que las nubes de polvo propias y ajenas (levantadas por otros vehículos que nos precedían de camino al mismo destino), penetraban en el interior de la furgoneta dificultándonos la respiración, ya no precisamente fácil a causa de la creciente altura que íbamos ganando. Y como guinda, la temperatura era gélida, no sólo por lo temprano de la hora, sino porque a más de cuatro mil metros, una madrugada bajo cero en otoño está garantizada. El frío consigue penetrar las cuatro capas de ropa que llevo encima. ¿Con qué objeto estábamos convirtiendo las vacaciones en una prueba de esfuerzo?

La actividad volcánica es muy grande en Atacama. El volcán Láscar está activo y desde una extensa área se puede ver su solitario penacho de humo. Pero donde mejor se aprecia el fenómeno es en el lugar hacia el que nos encaminábamos, los géiseres del Tatio, a 4.500 metros de altitud, en la misma frontera con Bolivia. Conviene verlos al amanecer, cuando la tierra se convierte en una gran caldera termal que expulsa grandes columnas de vapor. Los indios llamaban a los géiseres “el viejo que llora”, y sólo al estar frente a ellos puede comprenderse lo acertado del nombre. Cuando el sol se asoma sobre las cumbres de los Andes, uno cree haber descendido a los dominios del Hades. El frío es cruel, el paisaje atormentado en su desolación, y las columnas de vapor convierten las cosas en equívocas imágenes de sí mismas.

En la gran explanada el ambiente es gélido y del color del acero. Helados de frío y mareados por la altitud, caminamos con dificultad por entre las densas nubes de vapor que brotan de los géiseres de todos los tamaños, las fumarolas y los estanques de agua hirviendo. Había que tener cuidado para no pisar la endeble y traicionera lámina mineral que en algunas zonas ocultaba agujeros repletos de agua en ebullición. Nos contaron cómo hacía unos meses, no muy lejos de allí, en otra zona geotérmica que visitaríamos más tarde, unos franceses deseosos de obtener una buena foto habían bajado la guardia pagando con la vida el descuido: cayeron dentro de una de las piscinas de barro hirviendo y se escaldaron vivos. El sonido burbujeante del lodo, los silbidos del vapor escapando por pequeños agujeros y el temblor que se siente bajo la superficie, son una estremecedora muestra del poder oscuro de la Tierra. Las siluetas encogidas por el frío de otros turistas surgen entre las fumarolas sulfurosas para volver a desaparecer engullidas por el vapor.

Entre la bruma se vislumbra una estructura de hierro de color óxido con forma de arco corroído por el frío y la intemperie. Eran los restos del equipo con que los ingenieros habían intentado instalar una central eléctrica. En tiempos existió el proyecto de construir una estación eléctrica que se alimentara de la energía geotérmica del Tatio. En 1920 se hicieron las primeras prospecciones y se instaló un campamento. La empresa era demasiado compleja, sobre todo contando con los medios limitados de la época, y se suspendió hasta 1967, cuando volvió a reemprenderse el proyecto con financiación de las Naciones Unidas. Pero la estación nunca llegó a entrar en funcionamiento porque nadie logró extraer energía eléctrica de los géiseres.

Cuando la luz comienza a ser mas intensa hago un esfuerzo y abordo el ascenso de la colina más próxima para tener una mejor visión del entorno. Tras muchos jadeos y descansos motivados por la insuficiente adecuación a la altitud, conseguí alcanzar una altura suficiente como para ver a la gente convertida en puntitos multicolores que se movían entre las columnas de humo. Despunta el Sol y en segundos su luz lo inunda todo. Iluminadas, las laderas cambian su piel por un amarillo violento y del suelo surge un centenar de columnas de vapor de agua que trepan enhiestas al cielo cada vez más azul. Son poco más de las seis de la mañana y con la luz del día se toma conciencia de la pureza del aire que nos rodea, limpio de contaminación o polvo y que permite una visión nítida que alcanza varios kilómetros a la redonda. La ausencia de elementos familiares que pudieran servir de referencia, como árboles o rocas, impedía tomar conciencia de las distancias que se alargaban en todas direcciones. Cinco minutos de exposición solar y la vida volvió a nosotros. El cansancio parecía retroceder a medida que el sol barría el valle. Como es tradicional, nuestro guía para ese día, Ricardo, calentó el café e hirvió los huevos al calor de los géisers e hicimos las últimas fotos de un paraje que, a pleno día, tomaba un aspecto completamente distinto del que tenía tan sólo unos minutos antes. Los vientos matutinos dispersan el blanco vapor de los géiseres despejando el valle y atenuando el ambiente misterioso que reinaba allí al amanecer. Es una excursión exigente, pero sin duda ha merecido la pena.

Salimos del valle por el Paso de las Vizcachas. Se divisan grandes páramos donde crece la yareta, planta de forma redondeada y de color verdoso que, en un lugar parco en vegetación susceptible de ser utilizada como fuente de calor, los indios usaban como combustible. Las pistas conducen a los antiguos edificios de las azufreras que hoy se han reconvertido en alojamiento turístico, el nuevo Eldorado de los atacameños. El camino se estrecha y se ciñe a las paredes. El Sol calienta y cuesta respirar por la altitud, pero por el momento mantenemos a raya el mal de altura.

Las vizcachas y vicuñas son los animales más llamativos de la región y los más fácilmente visibles. En el hemisferio occidental quedaron pocos rumiantes después de que en el Pleistoceno se extinguieran el mamut, el caballo y otros herbívoros mayores. Su desaparición se achaca a los excesos cometidos por los cazadores de las praderas y pampas de América. Sin embargo, durante milenios, los pueblos andinos han sacado provecho de los salvajes guanacos y vicuñas y de las domésticas llamas y alpacas para alimentarse y confeccionar su indumentaria. La zona donde viven los guanacos se extiende de los Andes centrales a Tierra de Fuego. En los Andes centrales, donde la población humana es escasa y está muy dispersa, pero hay gran abundancia de animales domésticos, el número de guanacos es pequeño. Se trata de unos camélidos sudamericanos cuyos cuerpos son capaces de conservar la humedad de manera extraordinariamente eficiente. Dado su tamaño, sin embargo, necesitan una fuente de agua de manera regular y la hallan en las flores que coronan los cactos de la región.

Los cactos son parte de la enciclopedia de adaptación de la vida del Atacama. Puede parecer que las condiciones de extrema sequedad imposibiliten la vida vegetal, reduciéndola a presencias puntuales en torno a oasis. Sin embargo, hay que ser muy cautos a la hora de hablar de desierto desde el punto de vista biológico. De hecho, hay muy pocas regiones en las que no se dé algún tipo de vida vegetal o animal, aunque sea en estado latente. En este caso, la ausencia casi total de agua obliga a adoptar las más variadas estrategias para obtener el líquido elemento y para que éste no se evapore con rapidez. Los cactos se aprovechan de las nieblas de las que hablamos, las camanchacas, empujadas hacia el interior por los vientos. Al poco tiempo, los cactos quedan cubiertos de gotas de rocío. Estas preciosas gotas salvan la vida no sólo a los cactos, sino a muchas otras criaturas.

En el centro del desierto hace tanto calor que el vapor de agua que porta la niebla no se condensa, de modo que la única parte del Atacama en el que existe vida, es la estrecha franja costera. Los cambios de temperatura son extremos, las rocas se deshacen a causa de la contracción y la dilatación producidas por el frío nocturno y el calor diurno. Atacama tiene muy poco suelo, por lo que prácticamente carece de vegetación. La vida es difícil. En 1835, Charles Darwin –durante su famoso viaje en el Beagle- partió de Iquique rumbo a las minas de salitre, que estaban a poco menos de cien kilómetros de la costa. A lo largo del camino no vio un solo insecto, ni pájaro, ni cuadrúpedo ni reptil, con la excepción del jote, un buitre que se alimentaba de carroña.

Llegamos a una diminuta aldea cuyas casas de adobe quedan perfectamente camufladas en la ladera ocre de la montaña. Tan solo una blanca iglesia de humilde factura, encaramada en la parte superior del cerro, sobresale del resto. Es un pueblo apagado, adormecido, donde aparte de algunas llamas domésticas no parece haber nadie, aunque es evidente por la ropa puesta a secar y algunos utensilios domésticos dejados de cualquier manera a las puertas de las casas, que no se trata de un pueblo fantasma. Resulta difícil imaginarse cómo debe ser la vida en este lugar perdido de la mano de Dios, en unas condiciones de aislamiento y sencillez que en nuestro civilizado mundo parecen haber sido completamente olvidadas. Algunos cables se deslizan entre los edificios, lo que nos hace suponer que, al menos, cuentan con electricidad, probablemente suministrada por un generador. Pero, aparte de eso, la vida aquí, reducida a cuidar de los rebaños de llamas y vicuñas y algunos magros cultivos, no debe ser muy diferente de la que llevaban hace cientos de años los indios originarios de la región.

Los restos arqueológicos nos revelan que el hombre ha venido morando en estas inhóspitas tierras desde hace al menos 15.000 años. A diferencia de otras comunidades humanas en otros desiertos del mundo, desde los aborígenes australianos a los tuareg del Sáhara, los antecesores de los indios no se convirtieron en nómadas, sino que desarrollaron una civilización sedentaria a medida que el grupo humano se iba disgregando en diferentes pueblos y tribus entre los que destacaron los aimaras. Esto fue así gracias a que la vecina cordillera de los Andes acumulaba y canalizaba agua hacia pozos del desierto, posibilitando el cultivo del maíz o la patata y la cría de animales. Como ha ocurrido a lo largo de toda la historia humana, el agua se convirtió también aquí en fuente de civilización.

Mirando a nuestro alrededor resulta difícil imaginar que el Atacama no ha sido siempre tan cruel e inflexible como lo es ahora. En épocas prehistóricas los hombres se alimentaban de una gran variedad de mamíferos que sobrevivían en un hábitat de lagos, ríos, llanuras y bosques. Todo cambió hace unos siete mil años, cuando sobre la región se abatió una sequía que modificó totalmente el ecosistema. Los animales se extinguieron, los lagos se secaron hasta convertirse en enormes salares, de los bosques no quedó ni rastro... y los hombres, estirando la capacidad de adaptación de nuestra especie, se asentaron al pie de las montañas, donde subsistía algo de vegetación y disponían de un suministro razonablemente seguro de agua.

El clima no hizo sino empeorar con el transcurso de los siglos. Los periodos de sequía se alargaban más y más. Cuando llegaron los españoles, no tuvieron otro remedio que enfrentarse al desierto para acceder a lo que hoy es Chile, entonces parte del imperio inca pero en cuanto la colonización se asentó y las rutas marítimas comenzaron a fluir de forma regular, esta región volvió a ser dejada de lado por los recién llegados, más interesados en las fértiles haciendas del sur. Los indígenas, de este modo, continuaron viviendo de acuerdo a sus ya milenarias costumbres, sacando el máximo provecho de una tierra morosa y austera. Con la yareta y los excrementos animales se calentaban durante las noches frías de invierno. Intentaban ahogar las carencias de su dieta, muy pobre y basada en el maíz, la quinoa y las patatas, mascando las hojas de coca, un estimulante moderado.

Comenzamos nuestro descenso hacia San Pedro de Atacama siguiendo pistas desiertas que, según Ricardo, no frecuentan los extranjeros. Son caminos irregulares, donde hay que vadear ocasionales torrentes, estrechos y con una pendiente más que respetable. Nos detenemos en lo alto de un espectacular cañón desde el que se divisa el oasis de Atacama y, un poco más lejos, el enorme salar. Este cañón es, además de algunos remansos de torrentes estacionales poblados por flamencos, el único paraje verde que hemos visto en todo el día. El río Loa, el único que discurre de este a oeste rumbo al Pacífico, ha abierto esta grieta en el horizonte del desierto. Mientras en la parte superior del cañón no crece vegetación alguna, en su fondo se acumula la preciosa humedad que permite su desarrollo. El río Loa es el más largo de Chile y su curso, límite entre las regiones de Tarapacá y Antofagasta, con una extraña forma curvada, aloja varios oasis, centros mineros importantes y otros agrícolas menores. Son las aguas del Loa junto a la mínima humedad proveniente del océano lo único que sustenta la pampa del Tamarugal, llanura que ofrece un bosque de tamarugos (una especie de acacia espinosa) en medio de una zona que difícilmente permite el desarrollo de plantas desérticas.

Apenas tuvimos en tiempo en San Pedro para un almuerzo rápido antes de que Ricardo llamara a la puerta del hotel. Cuando lo vimos nos quedamos de piedra. Por la mañana su atuendo había sido el de un indio de tebeo de Tintín, con su poncho, calcetines gruesos y gorro de lana. Pensamos que, puesto que sus rasgos eran claramente indígenas, se trataba de su indumentaria tradicional que vestía de forma cotidiana. Pues no. Era un disfraz. Porque ante nosotros, junto a la furgoneta, con un calor de justicia y sin quitarse las gafas de sol... el inefable Ricardo aparecía ¡vestido de Superman! No le faltaba ni siquiera el pelo engominado y el rizo sobre la frente. Por un momento, la visión nos dejó incapaces de reaccionar antes de echarnos a reír lo más disimuladamente posible y actuar como si aquello fuera lo más normal del mundo. ¿Querría dar un toque “exótico” y diferente a la excursión o el origen se debía a un desorden exhibicionista de personalidad? Por si fuera poco, no perdía ocasión para actuar como el mismísimo superhéroe de tebeo: salía del vehículo en los lugares en los que nos deteníamos y se echaba a correr con el puño en alto y la capa escarlata ondeando tras él mientras trepaba por riscos y promontorios, posando orgulloso para las fotos con sus brazos en jarras. Sin duda se trataba de una estampa tan inolvidable como inesperada en mitad del desierto. Los indios no suelen demostrar mucho sentido del humor. Quizá el clima y las duras condiciones de vida no favorecen la risa confiada. Oí comentar más tarde a algún otro guía en el Valle de la Luna que este extravagante sujeto tenía la costumbre de disfrazarse con los atuendos más llamativos, incluido el de la Momia.

Nuestra primera parada fue en el llamado Cráter del Meteorito, una enorme hendidura de forma circular y fondo invisible pegada a una de las paredes rocosas que flanquean la carretera a Calama. Un mirador cercano nos permitió divisar en el horizonte el inmenso salar de Atacama, rodeado de volcanes. Se extiende al sur de San Pedro y tiene una extensión de 282.740 hectáreas, mayor que Luxemburgo. Se trata de un lago cubierto por una gruesa y rugosa costra de sal, por cuyos resquicios asoman varias lagunas que sirven de hogar a numerosos grupos de flamencos. En algunos lugares, la blancura del salar es tan intensa que daña la vista. A lo lejos se extiende la Cordillera de la Sal y más allá se pueden ver las columnas de polvo que recorren el Llano de la Paciencia. El aire es tan transparente que uno cree respirar pura luz.

Dimos un paseo por el espectacular Valle de la Muerte, compuesto de cañones, cortados, desfiladeros, formaciones rocosas de inusuales perfiles y una gigantesca duna –poco frecuentes en desiertos rocosos como Atacama- de arena negra que servía de trampolín para los aficionados al sand boarding. Las Cuevas de la Sal son un conjunto de cavernas, túneles, estrechos pasos y ásperas paredes modeladas por la acción del agua y el viento en extrañas creaciones. Éramos los únicos visitantes de aquel rincón del desierto, entre otras razones, porque para entrar por el laberinto de las cuevas, digno de una novela de fantasía, era necesario estar advertido y llevar linterna, sin contar con que, en algunos tramos, era imprescindible agacharse, estirarse, gatear y retorcerse con cuidado de no abrirse la cabeza contra alguna roca traidora.

El sol ya descendía con rapidez cuando llegamos al Valle de la Luna. Aunque también existen otros "Valles de la Luna" justificadamente famosos en Bolivia y Argentina, esta zona desértica, que forma parte de la reserva nacional Los Flamencos, merece una visita. Situado al oeste de San Pedro, en el extremo septentrional de la cordillera de la Sal, constituye una de las atracciones más populares.

Cerrando el valle por el sur se levanta una gigantesca duna de fina arena rojiza apoyada sobre la pared rocosa de una de las montañas que circundan el lugar, duna que es preciso escalar y crestear para disfrutar de la magnífica vista sobre el valle propiamente dicho. No era tarea fácil: los pies se hundían, la pendiente era muy acusada y el viento en la cima soplaba con intensidad. Pese al esfuerzo requerido, el lugar estaba concurrido: todos los forasteros presentes en San Pedro ese día trepábamos por la duna, los más atléticos adelantando a los menos acostumbrados a someter a piernas y pulmones a semejante esfuerzo. Por otro lado, el ascenso no debe eternizarse, no sólo porque los mejores sitios para disfrutar del espectáculo se ocupan pronto, sino porque el sol no espera a los tardanos para ocultarse. Sobre la cima se dominaba una panorámica de la arrugada Cordillera de la Sal, las extraterrestres formaciones y pliegues rocosos de los alrededores y el aspecto selenita del valle, todo ello mudando su color en un espectro de tonos anaranjados y rojizos, proyectando sombras crecientes desde montículos, rocas y pequeñas colinas para, al final, sumergirse en una sombra informe sólo sometida por una luna cuyo brillo, en un cielo límpido, apenas dejaba sitio a las estrellas más madrugadoras.

El norte de Chile y el Altiplano son un collar de pequeñas gemas listas para ser disfrutadas por el viajero. Llamas y guanacos pastando libres; encaladas iglesias coloniales con sus techos de vigas y sus puertas de madera de cactos; el silencio del Valle de la Luna y su atmósfera de otro mundo; ocasos de intenso color escarlata; cenas en los restaurantes a la luz de las velas en perdidos locales del desierto; uno de los cielos nocturnos más limpios de la tierra; bucear entre la bruma matinal de los geisers andinos; una luz enérgica que se derrama desde cielos de un azul inmaculado; una meca para los antropólogos al encuentro de antiquísimas costumbres y tradiciones son los reclamos de una tierra milenaria y desafiante presta a sorprender a aquellos que decidan aventurarse en ella.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Chile es un país hermoso, este verano lo visité y conocí muchos destinos turísticos. Sin embargo, quería mencionarles que otro país increíble es Perú, después de estar en Chile visité el sur de este país y conocí lugares como Machu Picchu, el Lago Titicaca y el Cañón del Colca. Lo recomiendo al igual que TurPeru, la agencia de viajes que organizó todas mis visitas. Si quieren más información les dejo su página web www.turperu.com.pe

manuel dijo...

Gracias por tu comentario. Ahi queda la dirección de la agencia por si alguien se anima...

Anónimo dijo...

Valparaíso, en Chile, cuenta con una enorme diversidad cultural, gastronómica y artística. Las casas multicolores dicen relación con sus orígenes como principal ciudad-puerto. Sólo el 7% de la ciudad corresponde al "Plan", o área céntrica, plana; el resto está conformado por 45 cerros, entre ellos, Cerro Bellavista, lugar donde alojé varias semanas en un apartamento con espectacular vista a un precio bastante módico. Quien visite esa ciudad, puede averiguar más en www.valparaisoexperience.com