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martes, 7 de abril de 2009

NEUSCHWANSTEIN: UNA LEYENDA HECHA REALIDAD


En los Alpes de Baviera, al sur de Europa, la naturaleza esculpe fortalezas de bosque y piedra. Desde estos riscos se levanta una fantasía inverosímil, más sueño que realidad. Ha sido llamado el disparate de un loco y el palacio de un cuento de hadas. Neuschwanstein fue la obsesión de un príncipe y escenario de su extravagancia. Sus súbditos lo veneraban como a su rey de cuento de hadas, pero la historia lo ridiculiza como Luis II, el Rey Loco. Adentrarse en los salones de este castillo es acercarse a un alma acariciada por la locura o la trágica genialidad. Desde su construcción ha sido despreciado y elogiado, declarado una obra antiestética o candidato a maravilla.

"Todas las acciones del ser humano se derivan del amor, en todas ellas se le puede encontrar y percibir. El amor crea y destruye, da vida y quita vida; es un ser y no ser a la vez, vida y muerte en una vida”. Estas palabras del filósofo Ludwig Andreas Feuerbach expresan con precisión el ideal romántico y, con mayor precisión aún, el wagneriano. La vida y obra de Wagner discurrió de manera tan extrema como su obra, entre deudas, infidelidades matrimoniales, revoluciones, excesos de todo tipo y una obsesión recurrente por las leyendas y mitos europeos.

Cuando Wagner llegó a Munich en marzo de 1863 escapando de la ruina económica que le perseguía en Viena y vio en un escaparate un retrato del joven rey Luis II de Baviera, poco podía suponer el compositor que su música, sus temas y sus pasiones encontrarían resonancia en la alma del apuesto joven que contemplaba, un espíritu con menos talento que el del músico, pero con un nivel de obsesión que traspasó el límite de la cordura. De la inspiración mutua que se ejercieron ambas personalidades nacería lo que, en poco tiempo, se convertiría en uno de los destinos turísticos más famosos del mundo, un paradigma de belleza romántica inserta en un paisaje de leyenda que ha dado la vuelta al mundo en forma de incontables posters, cuadros, documentales, calendarios e ilustraciones.

La historia de Neuschwanstein comienza en la aldea de Schwangau, o mejor dicho, en su castillo, Hohenschwangau. Lo separan del que sería el emplazamiento de Neuschwanstein una corta distancia y unos solitarios y tristes recuerdos de infancia. Luis nació en 1845, príncipe heredero de Maximiliano y su esposa prusiana, Marie. Ella, una devota alpinista con escaso interés en criar hijos y él un biólogo que sabía mucho de ciencia pero muy poco de educar a un rey. El control y la disciplina que ejercían sobre Luis sus tutores era paralelo al desapego de su padre, incapaz de llegar al corazón de su hijo. Su madre había alejado a sus compañeros de juegos, de educación inferior. El joven príncipe creció solo, inmerso los brillantes veranos bávaros en el esplendor del castillo. Desde los primeros días en Hohenschwangau, la mente sedienta de Luis se impregnó de fantasía romántica. El castillo había sido construido por los caballeros de Schwangau, heroicos guerreros que desaparecieron en el siglo XVI y cuyas antiguas hazañas llenaban el vacío mundo de Luis.

Las fantasías de Luis ya habían comenzado a manifestarse en su infancia. A temprana edad gustaba de disfrazarse y actuar en sus propias obras. Según Luis I, su abuelo, a los seis años construía “prodigiosos edificios” de juguete, una inocente indicación de lo que habría de venir. En su adolescencia, el príncipe encontró consuelo para su exaltado idealismo y su prematura nostalgia en la literatura de autores románticos, como Von Schiller o largos paseos a caballo por el campo. El gusto por el romanticismo no era exclusivo de Luis porque su padre Maximiliano prefirió encargar los planos de la “restauración” del castillo -que había comprado a la antigua familia propietaria en 1833- a un escenógrafo antes que a un arquitecto. Y como además era aficionado a los mitos, hizo pintar en los muros escenas fantásticas, extraídas en particular de la historia de Lohengrin, el caballero-cisne, ficticio habitante de Hohenschwangau.

Embelesado por la naturaleza y las leyendas que narraban heroicas hazañas, Luis sentía que le aguardaba una vida llena de grandezas, mirando hacia el día en que ocuparía el trono. No nos puede extrañar que con estos estímulos el sensible y retraído Luis recibiera una gran impresión al escuchar por vez primera la ópera Lohengrin en 1861. Desde entonces devoró los escritos de Wagner y buscó toda la información disponible sobre él. En 1863 leyó el prólogo a El Anillo del Nibelungo, cuya representación teatral habría de ser financiada, según aquel escrito, “por fundaciones privadas o por el presupuesto de un príncipe”. El joven Luis decidió adoptar ese papel en cuanto se le presentara la ocasión. Y no tardó en llegar.

El 10 de marzo de 1864, Maximiliano II murió. Luis, a la sazón con dieciocho años, fue empujado al trono. No sabía nada del mundo y menos aún de política. Nunca le interesaron las tareas de gobierno y en ello, al menos, coincidió con sus ministros, que deseaban tener una simple figura, un rey sólo de nombre. Luis, que siempre fue un admirador de la monarquía absoluta, se retiró amargado a su residencia estival de Hohenschwangau. Allí desarrolló cierta vida social, recibiendo visitas de personalidades como Otto Von Bismarck. La celebridad proporcionó a Luis gran cantidad de admiradoras. Algunas aseguraban enamorarse de él a primera vista. Se prometió a una joven princesa bávara, Sofía -a la que con cariño llamaba Elsa, un personaje de la ópera Lohengrin-. Se llegó a emitir moneda y encargar un carruaje nupcial, pero Luis se volvió atrás. Muy pocas veces fue visto en compañía femenina después de aquello. Por el contrario, durante su reinado, Luis mantuvo toda una serie de amistades muy íntimas con diversos hombres. En 1869 comenzó a llevar un diario en el que recogía sus intentos de apagar sus deseos sexuales y permanecer fiel a la fe católica. Los diarios se perdieron en la Segunda Guerra Mundial y todo lo que sobrevivió fueron copias de fragmentos de los mismos que, junto a cartas privadas apuntan a la homosexualidad de Luis y la lucha que sostuvo contra sus inclinaciones durante toda su vida.

Cinco semanas después de subir al trono, el 5 de mayo de 1864, Luis supo que Richard Wagner, que entonces contaba 51 años, se encontraba en Munich, como hemos dicho, deshecho y amargado por el rumbo que había tomado su carrera y su vida. El monarca se entrevistó con el músico en la Residencia Real. De algún modo, Wagner tuvo una premonición tras aquel encuentro. Escribió: “Desgraciadamente, (el Rey) es tan bello y espiritual, tan sensible y delicado, que temo que su vida haya de desvanecerse en este mundo vulgar como un efímero sueño de los dioses”. Luis instaló a Wagner en una cómoda villa ribereña del lago Starnberg, canceló sus deudas, le puso en nómina en su presupuesto de libre disposición con el sueldo de consejero secreto, compró los derechos de “El Anillo de los Nibelungos” y le obsequió con diversos regalos.

Para entonces, Wagner tenía una bien ganada reputación de revolucionario. En 1843, había sido nombrado director de la Ópera de la Corte sajona en Dresde, pero, en 1848, tomó parte activa en la revuelta popular. Hacer discursos contra el Estado y ponerse tras las barricadas no era lo que las autoridades esperaban del director de la Ópera y Wagner tuvo que huir a Suiza con la ayuda de Franz Liszt, quien también se encargó de dirigir el estreno de Lohengrin el 28 de agosto de 1850 en Weimar. Impresionado por la temática y la fuerza de las óperas del compositor, que alimentaban sus sueños y fantasías infantiles, Luis -que por otra parte carecía de talento musical- ofreció a Wagner sus consejos, crítica e inspiración.

Pero la ópera no era suficiente para conseguir evadirse de sus compromisos y de la difícil situación que vivía en aquella época su reino (que había perdido la independencia al pasar a formar parte de la Prusia de Bismarck). Se sentía fracasado tanto en la política como en el amor. Más que nunca se concentró en dar forma a su romántico mundo interior. En la primavera de 1867, después de visitar el castillo gótico de Wartburg, cerca de Eisenach, en Turingia, encontró por fin su destino, el proyecto por el que pasaría a la historia: edificaría castillos. Y el primero de ellos sería un lugar de ensueño, un fastuoso monumento al romanticismo, un paraíso acorde con un auténtico caballero. Inmenso en su altura, el mundo a sus pies, en su interior prevalecerían los nobles instintos, reinarían la verdad y la belleza

Neuschwanstein está a un centenar de kilómetros de Munich, en la Baviera fronteriza con el Tirol austriaco. Esta región goza de un maravilloso paisaje alpino. Las carreteras discurren entre los imponentes macizos cubiertos de oscuros bosques, cascadas y lagos de agua cristalina, un auténtico decorado operístico wagneriano. El castillo domina este escenario de cuento de hadas desde un peñón que se asoma al lago Alpsee. A sus pies se acurruca el pueblo de Schwangau y el accidentado cañón del río Pollak. En otro risco cercano se ven los muros del castillo de Hohenschwangau desde cuyas ventanas, en los meses de verano de su niñez, Luis veía los restos de una antigua torre en la peña que se divisaba enfrente. Decidió que aquél se convertiría en el emplazamiento de su castillo soñado.

Cuando llega a los pies del castillo, el viajero dirige su mirada hacia lo alto para maravillarse de la sensación de ligereza que destila la construcción. Sus blancas murallas, torres y almenas se integran perfectamente en el terreno, pareciendo surgir de él y proyectarse hacia el cielo. No se puede evitar cierta sensación de deja vú, de haberlo visto hace muchos años, en nuestros sueños infantiles. De hecho, parece más genuinamente “medieval” que cualquier edificio de la Edad Media. Al llegar a las puertas de esa fortaleza de cuento -el empinado trayecto desde el valle se puede cubrir a pie o en coche de caballos- la primera sensación no se desvanece. No se trata de un decorado, de una tramoya operística con fines meramente estéticos. Es una construcción real.

Un arquitecto no parecía suficiente para llevar a cabo el diseño de un edificio de un tipo que nunca existió sino en los lienzos y los efectistas decorados operísticos. Así que, al igual que hiciera su padre, Luis encargó a Christian Jank, escenógrafo del teatro de la corte, el diseño del exterior. Éste le presentó fascinantes bocetos de los decorados producidos por pintores y artesanos para las óperas Lohengrin, Tannhäuser y Parsifal, de Wagner. En efecto, los planos para el Palas o cuerpo principal, originalmente proyectado como una fortaleza gótica de tres plantas, se modificaron hasta transformarlo en una estructura románica de cinco, lo que Luis juzgó más afín a la leyenda. La inspiración para el patio surgió del diseño del vestíbulo del castillo de Amberes en el segundo acto de una producción de Lohengrin

Neuschwanstein -que significa "nuevo hogar del cisne"- es, en esencia, el castillo de Lohengrin y su primera piedra se colocó el 5 de septiembre de 1869. Aun cuando la intención era recrear un palacio medieval de fantasía -objetivo de sobras cumplido- hubieron de utilizarse las más modernas técnicas con las que se contaba en aquellos días: motores de vapor, electricidad, instalaciones avanzadas de calefacción y fontanería... El resultado global fue un notable logro estructural -fundamental teniendo en cuenta el escarpado e irregular terreno que le sirve de base- alcanzado utilizando íntegramente materia prima y mano de obra bávara por expreso deseo de Luis.

Lohengrin fue la tercera gran ópera de Wagner, tras El Buque Fantasma” (1843) y Tannhäuser (1845). Existen varias versiones de la historia en la que Wagner basó su ópera, la primera de las cuales procede de una colección de cuentos del siglo XIII titulada Parzifal. De acuerdo con la interpretación de Wagner, Lohengrin, el caballero-cisne, navega por el río Escalda hacia Amberes en una barca tirada por un cisne. Allí se convierte en el paladín de una noble dama en peligro, Elsa, princesa de Brabante, con la que se casa a condición de que jamás le pregunte su nombre y su origen. Pero en la noche de bodas, ella rompe la promesa y él disipa su duda, con lo que reaparece el cisne y Lohengrín parte tan misteriosamente como llegó.

Un mural que retrata la llegada de Lohengrin a Amberes cuelga aún sobre una chimenea en la sala principal de Neuschwanstein. El gusto de Luis por lo teatral lo impulsó en una ocasión a escenificar este pasaje en el Alpsee, el lago próximo al castillo. Su primo, que interpretaba a Lohengrin, surcó las aguas en un bote arrastrado por un cisne artificial, mientras una orquesta ejecutaba los compases wagnerianos.

La construcción de Neuschwanstein se prolongó durante 17 años. Podría pensarse que es demasiado tiempo, especialmente si se tiene en cuenta que de las 360 habitaciones que alberga, sólo 14 cuentan con una decoración completa, quedando inconclusas el resto. Pero es que llenar aquellas estancias al gusto del rey no era tarea fácil. Se volcó en ellas un lujo sin igual encarnado en un exceso de estucos dorados, espejos, sedas, bóvedas, candelabros, murales, mosaicos, finos trabajos de marquetería, seda, terciopelo, espejos y lienzos.

Sobresale de manera especial “El salón de los cantores” o "Sala de Conciertos". La estancia destaca por su decoración a base de ricas columnas, balcones y dorados, aunque lo que más llama la atención son los murales de motivos inspirados en la leyenda de Parsifal, pintados un año después del estreno de la ópera del mismo nombre. Posiblemente, Luis debió identificarse con las pruebas a las que era sometido el héroe romántico. El material gráfico de las estancias del rey comienza donde la leyenda de Parsifal acaba. En la ópera Lohengrin, Parsifal pide a su hijo que proteja a Elsa de Brabante. También repetido en esta sala está el motivo del cisne, importante en la leyenda de Parsifal. Recordemos que Neuschwanstein significa "nuevo hogar del cisne" y que Luis quiso otorgar a su refugio las cualidades que el cisne simbolizaba en la mitología alemana: amor y fidelidad.

El Salón de los Cantores no cumplió su verdadero propósito hasta después de la muerte de Luis. Efectivamente, éste había ordenado construirla para que su idolatrado Wagner dispusiera de un lugar donde componer y representar sus obras. Pero Wagner jamás puso sus ojos en el santuario que Luis había creado para él. El clero bávaro y la aristocracia se quejaban de lo que el rey se gastaba en Wagner, cómodamente instalado en Munich. La reina madre detestaba al músico. En la monárquica y católica Baviera, el compositor aparecía como el sajón republicano y protestante, la influencia nefasta sobre el inexperto rey. Los enemigos de Luis acusaron a Wagner de sedición en un periódico: "Este hombre tiene la intención de aislar y explotar al rey con las ideas desleales de un partido revolucionario". De nada sirvió el éxito que el compositor cosechó en Munich con su último trabajo, "Tristan e Isolda". En 1865, el jefe de Gobierno dirigió una carta a Luis: debía de escoger entre el amor y el respeto del pueblo bávaro y aquel favorito indeseable. Luis II cedió. Mantuvo su apoyo financiero a Wagner, pero el 6 de diciembre le comunicó la invitación a abandonar Baviera. En la madrugada del día 10, un demudado y abatido Wagner partió solo en el tren que iba a Berna.

Wagner, como siempre había hecho, encontraría fuerzas para seguir adelante en su carrera y cosechar nuevos éxitos. Pero para Luis, el exilio de su músico, de su inspiración, fue algo decisivo. El desarrollo de sus funciones se convirtió en algo muy pesado y la grieta entre el gobierno bávaro y su rey se hizo infranqueable. Llegó incluso a considerar la abdicación y el suicidio.

Seguramente el músico habría temido por la salud mental del rey si hubiera visto otra de las estancias del castillo: entre las habitaciones personales y el estudio Luis construyó una cueva, escenario de otra ópera, en esta ocasión Tannhäuser. Según la leyenda, Tannhäuser, un poeta alemán del siglo XIII, encontró en la montaña Hörselberg el camino hacia un mundo subterráneo de amor y belleza presidido por la diosa Venus. No se conformó con ello, sino que se propuso crear una auténtica “gruta de Venus”. El espectacular resultado, que se puede contemplar en el interior del castillo, no satisfizo del todo al monarca, que llevó a cabo una versión aumentada y mejorada en Linderhof, a 24 kilómetros al este, un antiguo pabellón de caza ascendido por Luis a la categoría de palacio versallesco y redecorado con igual lujo.

En el dormitorio real, con un estilo gótico tardío, trabajaron catorce artesanos durante más de cuatro años. La enorme cama cuenta con un dosel soportado por cuatro postes delicadamente tallados. La habitación tiene también un baño con desagüe y un lavabo en forma de cisne. Las habitaciones privadas de Luis en el tercer piso están pobladas de cisnes y cuadros con escenas de las leyendas de Tristán e Isolda, Lohengrin o Sigfrido. Éste último fue otra "recuperación" de Wagner de un antiguo mito teutón. En la ópera La Muerte de Sigfrido, el protagonista aparecía como el nuevo tipo de hombre que surgiría tras una revolución para la que Wagner escribió varios volúmenes, tanto políticos como artísticos.

Al envejecer el rey, el castillo de Lohengrin y Tannhäuser se transformó en el Castillo del Grial de Parsifal. En efecto, Parsifal, padre de Lohengrin, había sido el caballero de la Mesa Redonda que pudo contemplar el Santo Grial. Los bocetos de Luis para el Salón del Grial (ideado desde mediados de la década de 1860) se vieron concretados en la magnífica Sala del Trono de 20 metros de largo. Con una altura de 15 metros y decorada al estilo bizantino siguiendo el modelo de Santa Sofía de Estambul, su techo es un firmamento estrellado, y entre el cielo y la tierra flota una araña de oro y plata que tiene la forma de la corona real, con 96 velas y casi una tonelada de peso. Como parte del despliegue de exhuberancia habitual en los gustos del rey, se necesitaron nada menos que dos millones de teselas para elaborar el mosaico de esta habitación, que representa a Jesucristo y los apóstoles.

Todo él es una reprimenda infantil y recargada a los detractores de Luis en el parlamento. Y símbolo de ello es la escalera de mármol que conduce a una plataforma vacía, donde debería haber un trono... y donde nunca lo hubo. Y es que, con todo lo dicho, Luis nunca llegó a hacer de Neuschwanstein su residencia oficial. De hecho, Luis habitó sólo seis meses en este castillo. La obesidad había sustituido a su buena apariencia. Se hizo adicto a las drogas prescritas por los doctores contra el insomnio y el dolor de muelas. Su peso le impedía cabalgar. Se alejó de sus amigos, de los agricultores y, aún peor, de sus queridos Alpes. Permanecía retirado en sus habitaciones durmiendo por el día y deambulando por el castillo por la noche, cuando nadie podía verle. En 1870 la familia real comenzó a valorar la posibilidad de que Luis fuera declarado loco. Únicamente la triste escena final de la vida de Luis alcanzó las proporciones de lsa óperas wagnerianas que tanto admiraba. Los héroes a los que había fallado imitando sus hazañas podrían acompañarle ahora en la tragedia.

Aunque el rey había cubierto sus gastos con sus propios fondos y no había recurrido a las arcas del estado, la situación financiera de Baviera sí quedaba afectada por sus despilfarros. Sus caprichos y extravagancias acabaron por colmar la paciencia de sus ministros. En 1885 el rey ya debía 14 millones de marcos, estaba fuertemente endeudado con su familia y en lugar de seguir las advertencias de ahorro que le dirigían sus consejeros, continuaba abordando proyectos millonarios, entre ellos un nuevo castillo, un palacio bizantino y un palacio de verano de estilo chino. Exigió que se pidiesen nuevos préstamos a las familias reales europeas mientras seguía desentendiéndose de los asuntos de Estado. Sintiéndose presionado e irritado con sus ministros, llegó a considerar la posibilidad de despedirlos a todos. Era algo que el gobierno no estaba dispuesto a permitir y decidió actuar primero.

La forma de deponer al rey sin apartarse de la constitución era declararle mentalmente inestable. Reunieron una colección de cotilleos, declaraciones y quejas de criados y sirvientes entre los que se contaban su timidez patológica, sus paseos en trineo a la luz de la luna, su aversión a los asuntos de gobierno, conversaciones con seres imaginarios, picnics nocturnos en los que los miembros de su séquito -todos varones- bailaban desnudos, modales infantiles a la hora de sentarse a la mesa, comportamiento abusivo y violento o su nebulosa identidad sexual. Aunque algunas de estas acusaciones eran sin duda ciertas, cuáles de ellas y en que grado es algo que probablemente nunca llegará a saberse. El canciller de Prusia, Otto von Bismarck, por ejemplo puso en duda la veracidad del informe, aunque no puso pegas a que los ministros bávaros se salieran con la suya.

El 9 de junio de 1886 una comisión gubernamental enviada desde Munich fue a buscarle a Neuschwanstein con el fin de incapacitarle para gobernar declarándole enfermo mental. El informe en cuestión, firmado por varios psiquíatras, concluía que el rey sufría de paranoia y que debía ser retirado del trono para el resto de su vida. Advertido por un sirviente leal, Luis ordenó a la policía local que lo protegieran y la comisión hubo de detenerse ante un muro de bayonetas a las puertas del castillo. Los amigos del rey le intentaron convencer para que huyera o se dirigiera a Munich para recabar el favor del pueblo. Era demasiado tarde. El 12 de junio una segunda comisión tuvo más éxito, lo sacaron de su amado palacio, lo metieron en un carruaje y lo confinaron en el castillo de Berg, a orillas del lago Starnberg, al sur de Munich. De nada sirvió que, indignado, les gritara que habían escrito el informe sin tan siquiera examinarlo personalmente.

Dos días después, muy pronto por la mañana, Luis pidió a su psiquiatra, el doctor Gudden (quien había sido uno de los autores del informe que declaró al rey incapaz), que lo acompañara a dar un paseo por la orilla del lago Starnberg. El médico, inexplicablemente, pidió a los guardias que no les siguieran. Nunca volvieron. A las once y media de la noche una partida de búsqueda encontró los cuerpos sin vida de ambos hombres flotando en un remanso del lago cerca de la orilla.

Oficialmente se consideró la muerte de Luis un suicidio, pero esta versión ha sido ampliamente cuestionada por varias razones de peso. En primer lugar, el rey era un buen nadador; por otra parte, el lugar en el que se encontró su cadáver tenía una profundidad que no superaba la altura de las caderas del monarca y, además, no se encontró agua en sus pulmones. Y aunque es cierto que Luis había manifestado ciertas tendencias suicidas durante los últimos tiempos, ello no explicaría la muerte de Gudden. El misterio continúa sin resolverse pero no son pocos los que apuntan a que fue asesinado cuando intentaba huir ayudado por algún partidario.

Prácticamente nadie puede hoy poner en duda que Luis fue un gobernante peculiar y, desde luego, irresponsable. El asunto de su locura es más discutible. Hay quien sostiene que su excentricidad natural se vio potenciada por los efectos del cloroformo que utilizaba para mantener a raya un dolor crónico de muelas. A la vista de sus gustos y actividades, esa interpretación la considero más bien magnánima, especialmente teniendo en cuenta sus antecedentes familiares. Se decía que la locura corría por sus venas. Su hermano Otto, al que inicialmente se designó para sucederle, hubo de ser internado en un manicomio, su tía Alexandra sostuvo toda su vida que se había tragado un piano de cristal.

En cualquier caso, Luis fue sustituido por su tío, Luitpold, que mantuvo su regencia hasta su muerte en 1912. Siguieron otra regencia y un destronamiento hasta que la Primera Guerra Mundial cerró definitivamente la historia de la monarquía en Alemania.

En una ocasión Luis le había escrito a Wagner: “Moriremos, pero nuestra obra resplandecerá en la posteridad”. Puede que Luis hubiera perdido la cabeza, pero como todos los locos, tenía momentos de inspiración. Y aquella aseveración resultó ser cierta. Aunque Luis nunca admitió visitantes en sus palacios, sus descendientes los abrieron al público en un intento de pagar las deudas que la construcción había generado. Más tarde, vendieron el palacio al gobierno bávaro, quien desde entonces se hace cargo del carísimo mantenimiento y renovación. Pero no hay duda de que merece la pena: desde la muerte de Luis, más de 50 millones de personas han paseado por sus estancias del castillo y se han asomado desde las murallas y ventanales para disfrutar del magnífico paisaje que le rodea.

Y es que, aun cuando en su día fue considerado artificial e histriónico por su extraña mezcla de estilos, Neuschwanstein atrae hoy a más de un millón de visitantes cada año, deseosos de sumergirse en esta fantasía neogótica, uno de los monumentos más emblemáticos de Alemania. Hasta Walt Disney lo tomó como modelo para diseñar sus emblemáticos castillos de los parques temáticos. Los carísimos caprichos arquitectónicos de Luis han recuperado con creces su inversión. De hecho, con el dinero que han aportado a las arcas públicas se podrían haber construido varios castillos más.

Pero el legado de Luis II no fue sólo patrimonial. Fue pionero en la introducción de la electricidad en Baviera y sus palacios fueron los primeros edificios en hacer uso de la misma así como en contar con algunas de las comodidades más modernas de su tiempo: un elevador para subir los alimentos, calefacción, y una moderna cocina que contaba con agua corriente fría y caliente y armarios caldeados para mantener la comida. Además, su exorbitante actividad constructora, por un lado preservó el conocimiento de numerosas habilidades artesanas que de otro modo se hubieran perdido; y, por otro, proporcionó trabajo a multitud de albañiles, decoradores y artesanos de la región.

Y, en otro orden de cosas, sin el patrocinio de Luis, Richard Wagner, con todas las puertas cerradas ante él, probablemente no hubiera podido finalizar su obra de la manera en que lo hizo. Efectivamente, en una labor que le ocupó un total de 26 años, el compositor añadió a su ópera La Muerte de Sigfrido otras tres obras que la precederían y entre las cuatro compondrían la titánica El Anillo del Nibelungo: El oro del Rhin, La Valquiria, El joven Sigfrido –más tarde llamado simplemente Sigfrido- y La muerte de Sigfrido –conocida después como El Ocaso de los Dioses-. Este gigantesco drama musical fue concebido para ser representado durante cuatro veladas consecutivas. Las óperas Tristán e Isolda y Parsifal fueron estrenadas bajo el patrocinio que Luis otorgaba al Festival de Bayreuth. A decir de muchos, sin el decidido apoyo del rey bávaro, Wagner no habría conseguido salir adelante.

No es de extrañar que a pesar de su peculiar personalidad -o quizá a causa de ella- Luis sea uno de los monarcas más queridos por los bávaros incluso mientras vivía. La animadversión de los ministros la veía compensada con la popularidad de la que disfrutaba entre la gente común gracias a su buena apariencia y sus delirios de rey de fantasía. Luis disfrutaba de sus viajes por los campos bávaros, deteniéndose para charlar con los granjeros y campesinos que encontraba por el camino. Tenía la costumbre de regalar caros objetos a aquellos que le habían ofrecido su hospitalidad.

En Neuschwanstein no se vivieron capítulos épicos o historias de amor imposibles, no residieron personajes ilustres ni tuvieron lugar batallas que cambiaran el curso de la Historia. Tampoco constituyó un hito en la arquitectura o un referente artístico. El motivo por el que miles de personas vienen hasta aquí es para encontrar la encarnación de un símbolo enraizado en el colectivo cultural occidental, el de los castillos de los cuentos de hadas, de las leyendas de caballeros y dragones, una imagen que durante siglos fue patrimonio de narradores, escritores y músicos pero que hace ciento cincuenta años un adulto que nunca creció decidió convertirlo en una realidad tan extravagante como hermosa, tan romántica como trágica.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace años estuve con mis hijos en los castillos de Baviera. Leyendo tu artículo, he vuelto a disfrutar de esa visita. Me ha gustado mucho.
Desde Cuenca, un saludo.
Por cierto, ¿has estado en Cuenca? Merecería la pena que escribieras algo sobre ella.