El barrio estambulita de Sultanahmet, aunque todavía guarda rincones de marcado sabor popular, es hoy campo de maniobras de las legiones de turistas que, vestidos con idénticas camisetas chillonas, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, acuden todos los días al centro histórico de la gran ciudad. Hasta cierto punto, ellos son lo único que queda de la diversidad étnica y linguïstica que hizo de Constantinopla una ciudad sin igual en sus años de esplendor. En la época de Justiniano, en el siglo VI de nuestra era, 750.000 personas vivían y morían en las calles y hogares de Constantinopla. Se decía que sus habitantes, judíos, coptos, griegos, persas, romanos, godos, escitas, gálatas, sirios, eslavos, norteafricanos, árabes, armenios... se expresaban en setenta y dos lenguas diferentes. Un mosaico fascinante que fue desintegrándose con el paso del tiempo. Fue un proceso lento -a finales del siglo XIX casi la mitad de la población de Estambul era aún cristiana- pero inexorable. La estocada final la asestaron los movimientos nacionalistas que expulsaron de mejor o peor manera todo lo que no fuera turco. Los judíos emigraron a Israel, los griegos fueron expulsados tras la guerra greco-turca de 1922, los armenios se exiliaron en Estados Unidos o trataron de encontrar un sitio en la ya independiente ex-república soviética de Armenia... Hoy, Estambul es turca y nada más que turca y los restos de los siglos previos a la conquista otomana son escasos y las autoridades les dedican poca atención, como si no formaran parte de la historia del país.
Pero existe un deslumbrante monumento que aún presta testimonio de aquel tiempo preislámico: Hagia Sofia (Hagia Sofia significa “Santa Sabiduría”, una manifestación de Dios. Por consiguiente, es a Dios a quien está dedicado el templo. Se suele traducir por Santa Sofía, dando así la falsa impresión de que está dedicada a alguna mujer canonizada), una imponente construcción rematada con una cúpula que simbolizó durante 1.400 años la supervivencia del cristianismo a las mareas que experimentó el imperio bizantino antes de sucumbir ante los turcos otomanos en 1453. La percepción popular es que el Islam se hizo con el control de Oriente tras la caída del imperio romano de Occidente, pasando por alto la fascinante, larga, compleja y sorprendente historia del Imperio Bizantino, cuyo último bastión fue Constantinopla.
El saqueo de Roma por los visigodos en 410 d.C. marca en la historiografía convencional la caída del Imperio Romano de Occidente aunque ya hacía tiempo que su situación política era de completa desintegración y caos. El papel de custodia de la civilización clásica, de faro religioso y emporio comercial pasó a ser representado por Constantinopla, enriquecida por los sucesivos emperadores.
El emperador Anastasio murió en 518 sin herederos claros. La cuestión sucesoria levantó todo tipo de intrigas y maniobras para hacerse con el trono. No puede sorprender que quien se llevara el gato al agua fuera el comandante de la guardia de la capital, la única fuerza militar con poder efectivo sobre la ciudad. Su nombre era Justino y era de origen ilirio y, probablemente, raza griega. Pero eso no era consuelo para la culta aristocracia griega de Constantinopla: Justino era de origen campesino y fue analfabeto toda su vida. Tampoco estaba ya en disposición de aprender en el momento en que fue coronado puesto que contaba con 68 años.
Sin embargo, el viejo era astuto y fuerte y contaba con una ayuda muy valiosa, su sobrino Justiniano. Éste era inteligente, cultivado, sutil, cautivador y diplomático, virtudes que le granjearon el favor de la nobleza. De hecho, era él quien gobernaba el imperio por mucho que su tío portara la corona. Justino, a fin de evitar tentaciones innecesarias, no reconoció oficialmente a su sobrino sucesor al trono hasta pocos meses antes de su muerte, el 1 de agosto de 527 tras nueve años de reinado. De este modo, con todos los papeles en regla, la sucesión de Justiniano fue tranquila y exenta de problemas.
Justiniano acometió una necesaria reorganización general del sistema jurídico del Imperio, a esas alturas un laberinto de normas en conflicto, vacíos legales y normas en desuso. El emperador nombró una comisión de diez hombres que examinó los viejos códigos y archivos y en 529 presentaron el resultado de su trabajo: doce volúmenes que recogían 4.652 leyes, una obra bien organizada y estructurada para que cualquier juez pudiera consultarla con facilidad. Ese fue el Código de Justiniano al que complementaban una colección de cincuenta tomos de opiniones legales de los siglos II y III (la edad de oro del derecho romano) destinada a orientar a los jueces en sus interpretaciones.
Según el código, el emperador era absoluto, y su palabra la ley. Con la mentalidad actual, esto puede parecer tiránico y absolutista. Y lo era, pero hemos de tener en cuenta que en el aspecto estrictamente jurídico y de procedimiento su efecto era que el juez, como representante del emperador, era la máxima autoridad en el tribunal. Comoquiera que el magistrado se guiaba por la ley, esto era equivalente a decir que la ley estaba por encima de todo y de todos.
Aunque el Código era básicamente conservador en sus planteamientos, recogió la influencia de la nueva cultura cristiana, para bien y para mal. En algunos aspectos, las leyes se humanizaron: era más fácil manumitir a los esclavos y vender tierras, los derechos de las viudas estaban más protegidos, y ya no se consideraba a los niños como propiedad absoluta de sus padres. Pero otras ofensas se endurecieron considerablemente: los sacrificios a los dioses paganos eran castigados con la muerte y el converso al cristianismo que recaía sufría la decapitación. Con respecto a los judíos, no se les permitía tener a cristianos como esclavos ni tratar de convertirlos.
Este cógido jurídico fue la contribución más relevante de Justiniano y aquella que le aseguró un lugar en la historia. Sirvió como base jurídica del imperio durante novecientos años, y con el tiempo llegó a Occidente. Resulta llamativo que el código se redactara en latín. Y es que el imperio se consideraba romano (los bizantinos se llamaban a sí mismos "romanos") aun cuando la lengua hablada por las élites cultivadas y en las provincias era el griego. El Código resultó ser el último gran producto de las letras bizantinas escrito en latín, aunque ese idioma iba a continuar siendo la lengua oficial de la corte durante otro siglo.
Hemos apuntado la actitud hostil del Código hacia todo aquello que no fuera católico. No podía ser de otra manera. Justiniano fue un personaje de su tiempo y eso incluía una intolerancia corrosiva alentada por su fervor católico. Unos ochenta años antes de que Justiniano llegara al gobierno, el papa León I ya había decidido que el crimen de la herejía merecía nada menos que la sentencia de muerte. Y en cuanto el nuevo emperador se hizo con el poder, apoyado por unos dirigentes eclesiásticos cada vez más rígidos, promulgó unas leyes acordes con el espíritu del Imperio.
En este sentido, la víctima más llamativa del ardor religioso bizantino fue la Academia ateniense fundada por Platón en el 529 a.C. Reliquia de los tiempos precristianos, fue durante nueve siglos el centro simbólico de la filosofía pagana. Cierto es que llevaba mucho tiempo languideciendo, reducida a un conjunto de rancios estudiosos que volvían una y otra vez sobre los mismos temas sin aportar ninguna innovación destacable. Realmente eran inofensivos, pero Justiniano no estaba dispuesto a hacer excepciones: cerró la escuela y sus miembros se fueron a Persia. Aunque simbólico, fue el final del saber clásico.
Resulta chocante el contraste entre la profunda religiosidad que destila el arte y arquitectura bizantinos y la corrupción generalizada y la relajación de las costumbres que dominaban amplias capas de la sociedad y de las que nos hablan algunas crónicas de la época. El propio Código de Justiniano legislaba acerca de los burdeles, que contaban con agentes que engañaban y secuestraban a las chicas de provincias con ropas y joyas para luego obligarlas en la capital a trabajar como prostitutas. El mundo no ha cambiado tanto desde entonces. Abundaban los espectáculos teatrales escandalosos, las tabernas, los baños mixtos y los lupanares; los sacerdotes y monjes se lamentaban amargamente de las vestimentas impúdicas, el afeminamiento de los jóvenes y la decadencia moral de la clase aristocrática.
Símbolo de esta difícil coexistencia de vicio y virtud era Teodora, un personaje histórico fascinante cuya vida fue recogida por un historiador bizantino contemporáneo, Procopio, fiel cronista oficial de la corte de Justiniano. Durante casi toda su vida adulta, Procopio escribió un tomo tras otro de empalagosa adulación al irreprochable Justiniano, magnífico constructor, astuto general e inteligente administrador. Tan mala conciencia acumuló en tantos años de lisonjas almibaradas que en sus últimos años se reconvirtió en un crítico feroz sin el menor rastro de moderación. En su obra Anécdota (“no publicable”) cargaba brutalmente contra los mismos a los que elogiaba en público. Afirmaba que el reinado de Justiniano había sido un desastre absoluto que había llevado a fracasos en muchos ámbitos, pero de modo especial a una situación de anarquía moral. Y en el centro de aquella depravación situaba nada menos que a la esposa de Justiniano, la emperatriz Teodora, una auténtica fiera sexual a decir del historiador, protagonista de los más escabrosos y enfermizos episodios de promiscuidad.
Según esta "biografía no oficial" de Procopio, Teodora era la hija de un empleado de circo de Constantinopla. Se dedicó muy joven al teatro y se convirtió en prostituta. Su decidida entrega y talento en tal profesión le granjeó una fama que llegó hasta el emperador. Justiniano, seducido por sus artes, ciego a consejos y conveniencias políticas, se enamoró de ella y consiguió que su tio accediera al enlace. El matrimonio se celebró en 523, antes de ser coronado, cuando él tenía 40 años y ella 23.
Mujer de mala vida o no -sólo contamos con el virulento testimonio de Procopio quien probablemente guardara un resentimiento personal por algún motivo- el matrimonio funcionó bien. Teodora demostró estar a la altura intelectual y política de su marido en los asuntos de gobierno. Justiniano siempre tuvo en ella un extraordinario apoyo que nadie hubiera podido preveer. Fuera cual fuese su pasado, durante los veinte años que se sentó en el trono, Teodora llevó una vida bastante recta e incluso en su vejez llegó a cerrar los burdeles, compró a las prostitutas y las alojó en un antiguo palacio imperial que transformó en el Convento de las Arrepentidas. Procopio señala, no obstante, que ésa fue una de las empresas de Teodora peor acogidas. Según el historiador, la nueva forma de vida resultaba tan aburrida a las jóvenes que casi todas prefirieron arrojarse al vacío durante la noche antes que ser monjas.
De aquellos fascinantes y complejos siglos en los que en el mismo imperio convivían el lujo y fastuosidad de las clases pudientes de Constantinopla con el desnudo ascetismo de los eremitas del desierto, la búsqueda de reliquias santas con la acumulación de joyas y metales preciosos, los himnos a Cristo y las bufonadas pornográficas de los teatros, la observancia de la ortodoxia cristiana más estricta con el surgimiento de múltiples y coloristas herejías, ha quedado poco, muy poco, en pie. El islam ha acabado superponiéndose sin contemplaciones sobre un cristianismo no ya en retroceso, sino en desaparición. De las quinientas iglesias y monasterios que adornaban en tiempos el territorio que se eleva sobre el Cuerno de Oro, sólo han sobrevivido hasta hoy los restos de veintitantos, casi todos reconstruidos y transformados en mezquitas. Otros, como San Polieucto, que en tiempos fue la mayor iglesia de todo el imperio cristiano, no son más que un montón de ruinas dispersas entre la basura. Las míticas murallas de Constantinopla, en su tiempo las más perfectas e impenetrables del mundo, siguen en pie, así como el acueducto de Flavio Valente y un par de cisternas del tiempo de Justiniano. Pero eso es casi todo. No han sobrevivido ni palacios ni viviendas ni edificios civiles. Santa Sofía, por tanto, es un monumento doblemente especial, tanto por su arquitectura, un hito en la historia de la construcción y el arte, como por su papel de testigo excepcional de una época, la bizantina, cuyos vestigios están desvaneciéndose.
La actual iglesia de Hagia Sofia nació, como el fénix, de las cenizas. En el mismo emplazamiento se había levantado previamente un templo pagano que fue sustituido por la gran iglesia de Constantinopla, construida a mediados del siglo IV en el centro ceremonial de la nueva capital y creada en honor del emperador romano Constantino el Grande. A principios del siglo V, a consecuencia de una revuelta, la iglesia de Hagia Sofia fue víctima del salvajismo e incendiada. Posteriormente se reconstruyó y se volvió a abrir en 415. Para entonces, el templo no era sólo un espacio religioso, sino símbolo de la pompa y el poder imperial, lo que le valió una segunda destrucción, esta vez en enero del año 523, tras unos desórdenes civiles que a punto estuvieron de costar el trono a Justiniano. Éste ordenó limpiar las ennegrecidas ruinas y delimitar una zona más amplia para una nueva reconstrucción, esta vez de unas proporciones que nadie antes había osado levantar. Justiniano eligió por arquitectos a dos matemáticos griegos, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, convencido de que sólo expertos en esa disciplina podrían enfrentarse a los desafíos estructurales que supondría erigir una construcción de esa naturaleza. No se escatimaron medios para levantar el que se convirtió en el mayor templo del mundo cristiano hasta la construcción de San Pedro en Roma, mil años después.
Los dos arquitectos hicieron historia al alejarse de los modelos arquitectónicos que hasta entonces se habían seguido en la construcción de iglesias. Probablemente se inspiraron en la iglesia de San Sergio y San Baco, un templo más pequeño de Constantinopla, levantado en el siglo VI con planta octogonal y formas interiores variadas. Antemio e Isidoro cogieron este modelo, lo aumentaron y lo mejoraron hasta alcanzar un tamaño apropiado para la compleja liturgia bizantina y las recargadas ceremonias imperiales.
Desde fuera, la fachada y la estructura general da una idea de pesadez y escasa articulación. Un vistazo más atento al rodear el edificio nos hace reparar en el equilibrio de bóvedas semicirculares, contrafuertes y cúpulas accesorias, un juego arquitectónico que en el interior queda oculto y que está al servicio de la cúpula principal, de 30 metros de diámetro, asentada sobre una base cuadrada gracias a un juego de cúpulas y semicúpulas interiores más pequeñas que soportan el peso de la estructura. Los espacios entre ellas fueron cubiertos con elaborada mampostería, para rematar la obra cubriéndola de oro, que refulgía con la luz que penetraba por las 40 ventanas que se abrían alrededor.
El visitante, fiel o infiel, que entra en Santa Sofía, debe moverse para apreciar todos los milagros que alberga este pedazo de realidad misteriosa, mágica y sagrada. Caminar por el templo es una experiencia emocionante, en parte por la admiración que despierta la habilidad de Antemio e Isidoro y en parte porque se puede experimentar algo muy cercano a lo que el emperador Justiniano vio el 26 de diciembre de 534 cuando entró en el templo para su consagración y exclamó “¡Oh Salomón! ¡Os he vencido! En aquellos tiempos los colores eran deslumbrantes. Ahora, en el interior de esta enorme y aparentemente sencilla estructura, hay una especie de delicado eco de otros tiempos. Desde el exterior de la puerta de entrada, a lo lejos, en el sombrío ábside que se vislumbra en el muro oriental, resplandece un mosaico dorado de la Virgen y el Niño. Es como si flotaran sobre el mundo, irradiando serenidad y espiritualidad, un efecto que alcanza su máximo esplendor en el solsticio de invierno, cuando el sol incide directamente en él a través de los ventanales.
El interior es un modelo de espacio y luz que, al tiempo que funcional, crea una envolvente atmósfera espiritual. Para su embellecimiento se trajeron materiales preciosos de todo el imperio: Roma, Turquía, Grecia y África. Sobre los mármoles rojos y verdes, blancos y amarillos, el pan de oro y la plata volcaron su talento 10.000 escultores, albañiles, carpinteros, talladores y artesanos del mosaico.
Los arquitectos hicieron tanto hincapié en los detalles que hasta los suelos de mármol estaban divididos en tiras con objeto de ayudar a los sacerdotes en la celebración de la liturgia, que incluían procesiones en las que el pan y el vino pasaban por la congregación hasta el altar de oro, plata y piedras preciosas, donde se consagraban para la eucaristía..
Los guías suelen decir que las columnas de mármol verde que sostienen las balconadas de la galería superior provienen del Artemisión, el Templo de Artemisa de Éfeso, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad. Lo cierto es que no hay pruebas sólidas de ello pese a que la idea de establecer un nexo entre la basílica y el culto a la diosa pagana es muy seductora. Gran parte del mármol fue efectivamente extraído de la ciudad de Éfeso, por entonces destruida por un terremoto. El Artemision ya hacía tiempo que se había venido abajo debido a los terremotos y las avalanchas de barro. En el siglo VI todo el mármol restante ya se había reutilizado y se había llegado a creer que el único edificio que aguantaba en pie, el gimnasium, era en realidad el templo. Las columnas bien pudieron haber sido traídas de éste.
Originalmente, todos los techos abovedados y la parte superior de las paredes estaban cubiertos de mosaicos. En el siglo VI, la decoración consistía en un sinnúmero de cruces doradas y otros ornamentos no figurativos. Trescientos años después, con el apoyo imperial, se fueron introduciendo temas figurativos, algunos de los cuales han sobrevivido hasta hoy, como la Virgen y el Niño entre los arcángeles del ábside, el Cristo de la cúpula y los retratos de los emperadores y de los principales santos relacionados con Hagia Sophia. El templo se convirtió no sólo en el salón de las grandes ceremonias religiosas y cortesanas del imperio, sino en un lugar donde los fieles podían orar individualmente, venerando las numerosas reliquias que se fueron acumulando con el transcurso de los siglos (entre ellas, un trozo de la Vera Cruz).
Y, por supuesto, la cúpula, quizá el elemento que más asombra a los visitantes incluso hoy. Procopio, del que ya hemos hablado, escribió poco después de la consagración de la iglesia: “¿cómo es posible que la cúpula esté suspendida en el aire?”. El secreto está oculto y sólo se puede entrever, como dijimos, desde el exterior. Las semicúpulas y contrafuertes no se ven desde dentro y la atención del observador queda atrapada por la luz que entra a través de los ventanales, las columnas de mármol, los elaborados capiteles… Las grapas de plomo, el mortero, la piedra caliza y los ladrillos que sostienen la estructura están cuidadosamente escondidos bajo la riqueza decorativa.
El edificio es víctima de unas obras de restauración de duración indefinida que han supuesto el levantamiento de un horrible andamio en mitad del templo, estropeando en cierto modo la perspectiva, si bien la sensación de grandeza y perfección arquitectónica permanece inalterada. La restauración, no obstante, ha conseguido devolver al templo un magnífico aspecto del que careció durante buena parte de su historia. Y es que Hagia Sofia se vio asediada por problemas desde el principio. Apenas 21 años después de su conclusión, un temblor causó daños que forzaron una reconstrucción parcial. Dos terremotos más en 869 y 1346 obligaron a realizar reconstrucciones parciales y modificaciones. Sus riquezas le fueron arrebatadas una a una. Primero, los cruzados en 1204, saquearon salvajemente la ciudad sin respetar los templos. Doscientos cincuenta años más tarde, los turcos. El 28 de mayo de 1453 se efectuó allí la última ceremonia cristiana, en la que, con los ojos anegados en lágrimas, comulgó el emperador Constantino XI. Horas más tarde, los turcos otomanos derribaban las murallas de la ciudad. El saqueo de la ciudad no fue ni mucho menos tan grave como el realizado por los conquistadores cristianos (también es cierto que había menos que destruir). Eso sí, obedeciendo las órdenes del sultán, Mehmet II, respetaron Santa Sofía, tal era la fama del templo.
Fue convertida en mezquita en el siglo XVI, bajo la dirección de Sinan Pasha, uno de los mejores arquitectos del Islam, entre cuyas realizaciones estaban el palacio de Topkapi y las mezquitas ordenadas por los emperadores Solimán el Magnífico y Selim II. En cumplimiento de la tradición musulmana, Sinan cubrió la mayoría de los frescos y mosaicos figurativos con discos grabados con textos del Corán, retiró las imágenes cristianas y levantó los cuatro minaretes que todavía hoy la coronan, alrededor de la hermosa cúpula.
Pero en el siglo XIX, su aspecto dejaba mucho que desear. Los siglos, los saqueos, el uso constante sin efectuar limpiezas ni restauraciones adecuadas, se fueron posando sin piedad sobre el edificio. Mark Twain, en 1868, dejaba constancia de la pobre impresión que le había producido el edificio, entonces todavía una mezquita:
“Santa Sofía es un templo colosal, viejo de trece o catorce siglos, y bastante disforme para serlo mucho más. Su inmensa cúpula es más hermosa que la de San Pedro de Roma, según dicen, pero su suciedad es aún más maravillosa que su cúpula, aunque nunca la mencionan. El templo tiene ciento setenta columnas, cada una de una sola pieza, todas de ricos mármoles venidos de los antiguos templos de Baalbek, Heliópolis, Atenas y Éfeso. Están deterioradas y son repulsivas. Cuando esta iglesia era nueva, los mármoles ya tenían mil años. Entonces, el contraste debía ser doloroso para los ojos, si los arquitectos de Justiniano no las remozaron. El interior de la cúpula está cubierto por una enorme inscripción en turco, dibujada con mosaico de oro que brilla como un cartel de circo. El pavimento y las balaustradas de mármol se hallan en pésimo estado y llenos de moho. La perspectiva queda cortada por todas partes por infinidad de cuerdas que cuelgan de las alturas vertiginosas de la cúpula, sosteniendo innumerables lámparas de aceite a seis o siete pies del suelo.
“Acurrucados, formando grupos aquí y allá, cerca y lejos, los harapientos turcos leen libros, escuchan sermones, o reciben lecciones como si fueran niños. En cincuenta lugares distintos otros grupos saludan de rodillas, inclinándose y enderezándose, besando el suelo, farfullando plegarias y continuando con su gimnasia hasta estar cansados, si es que ya no lo están.
“Por todas partes mugre, polvo, inmundicia y penumbra. Por todas partes signos de mohosa antigüedad, pero sin nada bello ni impresionante. (…) La gente que se extasía delante de Santa Sofía debe sacar sus éxtasis de la guía, en la cual de cada templo se dice que “es considerado por las personas entendidas como el edificio más maravilloso, en muchos aspectos, que el mundo haya conocido”. O bien se trata de alguno de esos entendidos que estudian pacientemente las diferencias entre un fresco y una alfombra, y desde este momento ya se creen poseedores del privilegio de conceder a las generaciones futuras sus vulgares críticas sobre pintura, escultura y arquitectura… por toda la eternidad.”
Carente de significado religioso desde 1934, hoy es un museo al que acuden miles de personas, entrando en el recinto y, a pesar de la opinión de Twain, guardando silencio ante la inmensidad y magnificencia que les rodea, un limbo de espiritualidad en mitad de la ruidosa ciudad moderna. La penumbra de la planta inferior contrasta con la viva luminosidad de la galería superior, desde donde la luz del sol se derrama por las arqueadas ventanas de los balcones y la cúpula para reflejarse en los metales preciosos, colgantes y mosaicos decorativos. El interior se baña así de un suave resplandor que sin duda debió inspirar a los fieles de otros tiempos, ya fueran cristianos o musulmanes. Los ventanales de celosía de la planta superior dejan entreveer la elegante silueta de la Mezquita Azul, justo enfrente, al otro lado de los parterres y las fuentes que separan ambos templos. De aquí, nuestros ojos siguen los rayos de luz hasta los reflejos que arrancan de los dorados mosaicos bizantinos, auténticas joyas que nos prestan la mirada de antiguos reyes, antaño gloriosos y hoy sólo un recuerdo y una imagen..
El arte bizantino creó figuras esquemáticas sobre fondos dorados como materialización del mundo eterno anhelado por los fieles. El mosaico fue el mejor medio de evocación de esa realidad divina. Este procedimiento artístico tenía su inspiración en el romano, aunque iba un paso más allá al introducir vivos colores vidriados en las teselas. De todos los acabados, era el de oro el más evocador de la luz del mundo trascendente, de lo sublime y lo divino y no sólo se introducían en las escenas en las que intervenía Dios sino que tapizaban la indumentaria del emperador como testimonio de su poder absoluto derivado del poder celestial . Colocando las teselas a diferentes alturas los artesanos conseguían un mágico efecto de vibración al ser iluminados por la móvil luz de las lámparas de aceite. El resultado era un aspecto irreal, reforzado por las figuras lineales, hieráticas e imponentes. El soberano y su esposa aparecían representados junto a los personajes sagrados con los mismos trazos y ante un mismo fondo, como si formaran parte del mismo mundo aludiendo al carácter divino de los gobernantes humanos. En una época en la que no existían los edificios de muchas alturas y en la que las clases más humildes vivían acuciados por la pobreza, las privaciones y la suciedad, entrar en un lugar como Santa Sofía y contemplar aquellos lujosos y resplandecientes mosaicos no podía sino provocar un sentimiento de divinidad.
En su día, las amplias paredes de la galería superior estuvieron cubiertas de mosaicos representando gobernantes y personalidades religiosas. La mayor parte del oro, sin embargo, ha desaparecido y aquellos mosaicos primigenios fueron destruidos por los iconoclastas entre el 729 y el 843. Los mosaicos actuales datan del siglo X, algunos colocados tan altos que parecen volar sobre el visitante, como el situado sobre la puerta central del nártex, llamada la Puerta Imperial y más grande que las otras. En él, Cristo recibe a un dócil emperador, arrodillado ante él. Se dice que representa a Leon el Sabio quien, de acuerdo con las habladurías de la época, pedía perdón por sus muchos matrimonios.
Otro de los supervivientes es el mosaico de la Emperatriz Zoe, uno más de esos novelescos personajes bizantinos quien, según las crónicas, se había mantenido virgen hasta que heredó el trono rebasados los cincuenta años. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, empezó entonces una serie de matrimonios tan efímeros que los artesanos habían de ir cambiando la cabeza de la figura que la acompañaba en el mosaico, como si fuera uno de esos recortables para niñas.
Las huellas de las fascinantes historias de las que Santa Sofía ha sido testigo son generosas en calidad y cantidad. También en la galería superior, en el suelo, locales y foráneos pasan sin prestar demasiada atención junto a la tumba de Enrico Dandolo, el Dogo veneciano. Nadie parece ser consciente de la paradoja que supone que el responsable de la profanación de este magnífico edificio tenga aquí su sepulcro. Dandolo fue uno de los principales protagonistas del gran desastre que se abatió sobre la capital del imperio y del que ya no fue capaz de recuperarse.
Durante una de esas luchas por el poder comunes en la política bizantina, el emperador Isaac II fue derrocado por un pariente que se coronó con el nombre de Alejo III. Sin embargo, el antiguo emperador tenía un joven hijo, Alejo, que contaba con doce años cuando su padre fue derrocado. Se le permitió vivir al lado de su tío, el usurpador, gesto de misericordia que resultó un error. En 1201, el joven Alejo, que entonces tenía dieciocho años, consiguió salir del imperio hacia el oeste, donde comenzó a buscar ayuda.
En aquel momento, se había acabado la Tercera Cruzada cuyo resultado último había sido favorable a los turcos, que retuvieron Jerusalén. Cuando se comenzó a planificar la Cuarta Cruzada, los caballeros cristianos pretendían utilizar naves venecianas para dirigirse hacia Egipto y comenzar desde allí su campaña. El problema era que no tenían dinero y los venecianos eran caros. Y éstos propusieron una solución alternativa: Zara era un próspero puerto en la costa del Adriático, a unos 270 km al sureste de la ciudad de los canales. Formalmente estaba bajo el gobierno del rey de Hungría, que también era cristiano. Pero eso no importaba al codicioso dogo veneciano. Propusieron a los cruzados conquistar la ciudad y saquearla. Ellos, por su parte, se quedarían con el control de la ciudad como pago por sus servicios.
Dio igual que el papa Inocente III se opusiera a este perverso plan. Tal y como se había acordado, la ciudad fue atacada por los cruzados en 1202 y cedida luego a los venecianos. A continuación, la expedición partió hacia la isla de Corfú.
Por entonces el príncipe bizantino, Alejo, llegó a Corfú para pedir ayuda o, más exactamente, ofrecer un trato a los cruzados: si ayudaban a su padre a recuperar el trono, recibirían una abultada recompensa. El jefe de los cruzados, Enrico Dandolo, no se lo pensó mucho. Según un relato, en 1173 había sido hecho prisionero por el emperador bizantino Manuel I, quien, según una versión especialmente cruel de esa misma historia, lo cegó utilizando un espejo cóncavo que concentró los rayos solares en sus pupilas. El motivo de semejante trato se desconoce.
Esta historia se ha utilizado para explicar el profundo odio de Dandolo contra los bizantinos y su anhelo de vengarse a toda costa. Es muy posible que tan truculento relato no sea más que una elaboración posterior de los cruzados que habría servido para poner de manifiesto la arbitrariedad y salvajismo de los bizantinos que, a fin de cuentas, para los católicos cruzados no eran sino herejes. Por otro lado, Dandolo tenía noventa años cuando llegó a Constantinopla, por lo que no es de extrañar que estuviera casi ciego sin necesidad de tortura alguna.
En realidad, Dandolo y sus hombres tenían las miras puestas en la riqueza de Constantinopla y, por otro lado, no habían olvidado una matanza de compatriotas que había tenido lugar unos años antes dentro de la concesión comercial que mantenían en la capital, masacre provocada por un levantamiento popular de corte nacionalista. Dandolo podía ser viejo, pero su fortaleza de espíritu era indomable y sólo equiparable a su ambición y falta de escrúpulos. Había sido él quien, contra la opinión del papa y de otros cruzados, había impulsado el proyecto de conquista de Zara y, a continuación, el apoyo al pretendiente al trono bizantino.
El hecho de que ningún enemigo hubiera conquistado jamás Constantinopla en los nueve siglos transcurridos desde su fundación por Constantino no acobardó a los venecianos, que iniciaron un sitio naval y contactaron con los partidarios del depuesto emperador en el interior de las murallas. En agosto de 1203 los cruzados entraron en Constantinopla. Alejo III huyó. Sacaron al ciego Isaac II de la prisión donde había estado encerrado durante ocho años y le sentaron otra vez en el trono junto a su hijo, que era ya Alejo IV.
Pero quedaba un asunto pendiente y sin resolverlo los cruzados no estaban dispuestos a seguir su camino hacia Egipto. Se trataba del dinero que se les debía y que Alejo IV se vio incapaz de pagar. De nada sirvió que el emperador les dijera que la tesorería estaba vacía. La riqueza y lujo de la corte bizantina eran famosas y los guerreros de Occidente no creyeron al monarca.
La situación se complicó aún más cuando Alejo III, el emperador a quien los cruzados habían expulsado consiguió mediante nuevas intrigas apoderarse del palacio y asesinar al joven Alejo IV tan sólo medio año después de que hubiera comenzado a reinar. Su padre Isaac murió del disgusto.
Pero la cuestión del pago a los cruzados no se resolvió con el nuevo emperador. Es más, Alejo decidió solventarlo por la fuerza y durante tres meses intentó librarse de ellos sin éxito. El 12 de abril de 1204, viéndose derrotado, el emperador huyó (acabaron capturándolo y ejecutándolo aquel mismo año). Los cruzados habían vencido y la ciudad era suya. Todos aquellos meses de frustración, lucha y codicia contenida explotaron. Durante días, Constantinopla sufrió un saqueo sin igual en su historia. Sus habitantes fueron robados, violados y asesinados a miles, los sacerdotes ortodoxos fueron martirizados, las casas y palacios quemados, las obras de arte dispersadas por toda Europa (aún hoy, la catedral de San Marcos de Venecia guarda los caballos que adornaban el hipódromo de la ciudad bizantina), bibliotecas y manuscritos, custodios del saber acumulado de siglos, fueron destruidos. Y en el centro de aquella pesadilla, Hagia Sofía, la iglesia más hermosa de la cristiandad, no se libró de la barbarie. Fue profanada sin piedad, sus altares se convirtieron en mesas para jugar a los dados, donde los soldados se jugaban el botín. Se colocó a una prostituta sobre el trono del patriarca para presidir las juergas de los borrachos.
Los venecianos controlaron un Imperio Bizantino cada vez más débil y desgajado en pequeños reinos más o menos independientes y enfrentados entre sí. Cuando los bizantinos regresaron, casi sesenta años después, desenterraron los huesos de Dandolo y los arrojaron a los perros de la calle. Pero su tumba, aqui en Hagia Sofia, que tanto sufrió por sus acciones, todavía puede visitarse.
Desde el piso superior se puede uno asomar por la balaustrada para contemplar mejor los ángeles de alas azules que adornan los soportes de las cúpulas, supervivientes a la furia iconoclasta y el rechazo musulmán a la representación de la figura humana.
El poder del edificio, obra maestra de la arquitectura bizantina y uno de los edificios religiosos más hermosos jamás construidos, continúa cautivando a pesar de los mil cuatrocientos años de terremotos, revueltas, asaltos, saqueos, incendios, ruina, reconstrucciones y la caída de dos imperios, el bizantino y el otomano. Aún hoy, el visitante que traspasa sus enormes puertas pondrá un pie en el umbral de dos mundos: uno situado en el pasado y otro aún más lejos, al otro lado de la línea que nos separa de lo trascendente.
Pero existe un deslumbrante monumento que aún presta testimonio de aquel tiempo preislámico: Hagia Sofia (Hagia Sofia significa “Santa Sabiduría”, una manifestación de Dios. Por consiguiente, es a Dios a quien está dedicado el templo. Se suele traducir por Santa Sofía, dando así la falsa impresión de que está dedicada a alguna mujer canonizada), una imponente construcción rematada con una cúpula que simbolizó durante 1.400 años la supervivencia del cristianismo a las mareas que experimentó el imperio bizantino antes de sucumbir ante los turcos otomanos en 1453. La percepción popular es que el Islam se hizo con el control de Oriente tras la caída del imperio romano de Occidente, pasando por alto la fascinante, larga, compleja y sorprendente historia del Imperio Bizantino, cuyo último bastión fue Constantinopla.
El saqueo de Roma por los visigodos en 410 d.C. marca en la historiografía convencional la caída del Imperio Romano de Occidente aunque ya hacía tiempo que su situación política era de completa desintegración y caos. El papel de custodia de la civilización clásica, de faro religioso y emporio comercial pasó a ser representado por Constantinopla, enriquecida por los sucesivos emperadores.
El emperador Anastasio murió en 518 sin herederos claros. La cuestión sucesoria levantó todo tipo de intrigas y maniobras para hacerse con el trono. No puede sorprender que quien se llevara el gato al agua fuera el comandante de la guardia de la capital, la única fuerza militar con poder efectivo sobre la ciudad. Su nombre era Justino y era de origen ilirio y, probablemente, raza griega. Pero eso no era consuelo para la culta aristocracia griega de Constantinopla: Justino era de origen campesino y fue analfabeto toda su vida. Tampoco estaba ya en disposición de aprender en el momento en que fue coronado puesto que contaba con 68 años.
Sin embargo, el viejo era astuto y fuerte y contaba con una ayuda muy valiosa, su sobrino Justiniano. Éste era inteligente, cultivado, sutil, cautivador y diplomático, virtudes que le granjearon el favor de la nobleza. De hecho, era él quien gobernaba el imperio por mucho que su tío portara la corona. Justino, a fin de evitar tentaciones innecesarias, no reconoció oficialmente a su sobrino sucesor al trono hasta pocos meses antes de su muerte, el 1 de agosto de 527 tras nueve años de reinado. De este modo, con todos los papeles en regla, la sucesión de Justiniano fue tranquila y exenta de problemas.
Justiniano acometió una necesaria reorganización general del sistema jurídico del Imperio, a esas alturas un laberinto de normas en conflicto, vacíos legales y normas en desuso. El emperador nombró una comisión de diez hombres que examinó los viejos códigos y archivos y en 529 presentaron el resultado de su trabajo: doce volúmenes que recogían 4.652 leyes, una obra bien organizada y estructurada para que cualquier juez pudiera consultarla con facilidad. Ese fue el Código de Justiniano al que complementaban una colección de cincuenta tomos de opiniones legales de los siglos II y III (la edad de oro del derecho romano) destinada a orientar a los jueces en sus interpretaciones.
Según el código, el emperador era absoluto, y su palabra la ley. Con la mentalidad actual, esto puede parecer tiránico y absolutista. Y lo era, pero hemos de tener en cuenta que en el aspecto estrictamente jurídico y de procedimiento su efecto era que el juez, como representante del emperador, era la máxima autoridad en el tribunal. Comoquiera que el magistrado se guiaba por la ley, esto era equivalente a decir que la ley estaba por encima de todo y de todos.
Aunque el Código era básicamente conservador en sus planteamientos, recogió la influencia de la nueva cultura cristiana, para bien y para mal. En algunos aspectos, las leyes se humanizaron: era más fácil manumitir a los esclavos y vender tierras, los derechos de las viudas estaban más protegidos, y ya no se consideraba a los niños como propiedad absoluta de sus padres. Pero otras ofensas se endurecieron considerablemente: los sacrificios a los dioses paganos eran castigados con la muerte y el converso al cristianismo que recaía sufría la decapitación. Con respecto a los judíos, no se les permitía tener a cristianos como esclavos ni tratar de convertirlos.
Este cógido jurídico fue la contribución más relevante de Justiniano y aquella que le aseguró un lugar en la historia. Sirvió como base jurídica del imperio durante novecientos años, y con el tiempo llegó a Occidente. Resulta llamativo que el código se redactara en latín. Y es que el imperio se consideraba romano (los bizantinos se llamaban a sí mismos "romanos") aun cuando la lengua hablada por las élites cultivadas y en las provincias era el griego. El Código resultó ser el último gran producto de las letras bizantinas escrito en latín, aunque ese idioma iba a continuar siendo la lengua oficial de la corte durante otro siglo.
Hemos apuntado la actitud hostil del Código hacia todo aquello que no fuera católico. No podía ser de otra manera. Justiniano fue un personaje de su tiempo y eso incluía una intolerancia corrosiva alentada por su fervor católico. Unos ochenta años antes de que Justiniano llegara al gobierno, el papa León I ya había decidido que el crimen de la herejía merecía nada menos que la sentencia de muerte. Y en cuanto el nuevo emperador se hizo con el poder, apoyado por unos dirigentes eclesiásticos cada vez más rígidos, promulgó unas leyes acordes con el espíritu del Imperio.
En este sentido, la víctima más llamativa del ardor religioso bizantino fue la Academia ateniense fundada por Platón en el 529 a.C. Reliquia de los tiempos precristianos, fue durante nueve siglos el centro simbólico de la filosofía pagana. Cierto es que llevaba mucho tiempo languideciendo, reducida a un conjunto de rancios estudiosos que volvían una y otra vez sobre los mismos temas sin aportar ninguna innovación destacable. Realmente eran inofensivos, pero Justiniano no estaba dispuesto a hacer excepciones: cerró la escuela y sus miembros se fueron a Persia. Aunque simbólico, fue el final del saber clásico.
Resulta chocante el contraste entre la profunda religiosidad que destila el arte y arquitectura bizantinos y la corrupción generalizada y la relajación de las costumbres que dominaban amplias capas de la sociedad y de las que nos hablan algunas crónicas de la época. El propio Código de Justiniano legislaba acerca de los burdeles, que contaban con agentes que engañaban y secuestraban a las chicas de provincias con ropas y joyas para luego obligarlas en la capital a trabajar como prostitutas. El mundo no ha cambiado tanto desde entonces. Abundaban los espectáculos teatrales escandalosos, las tabernas, los baños mixtos y los lupanares; los sacerdotes y monjes se lamentaban amargamente de las vestimentas impúdicas, el afeminamiento de los jóvenes y la decadencia moral de la clase aristocrática.
Símbolo de esta difícil coexistencia de vicio y virtud era Teodora, un personaje histórico fascinante cuya vida fue recogida por un historiador bizantino contemporáneo, Procopio, fiel cronista oficial de la corte de Justiniano. Durante casi toda su vida adulta, Procopio escribió un tomo tras otro de empalagosa adulación al irreprochable Justiniano, magnífico constructor, astuto general e inteligente administrador. Tan mala conciencia acumuló en tantos años de lisonjas almibaradas que en sus últimos años se reconvirtió en un crítico feroz sin el menor rastro de moderación. En su obra Anécdota (“no publicable”) cargaba brutalmente contra los mismos a los que elogiaba en público. Afirmaba que el reinado de Justiniano había sido un desastre absoluto que había llevado a fracasos en muchos ámbitos, pero de modo especial a una situación de anarquía moral. Y en el centro de aquella depravación situaba nada menos que a la esposa de Justiniano, la emperatriz Teodora, una auténtica fiera sexual a decir del historiador, protagonista de los más escabrosos y enfermizos episodios de promiscuidad.
Según esta "biografía no oficial" de Procopio, Teodora era la hija de un empleado de circo de Constantinopla. Se dedicó muy joven al teatro y se convirtió en prostituta. Su decidida entrega y talento en tal profesión le granjeó una fama que llegó hasta el emperador. Justiniano, seducido por sus artes, ciego a consejos y conveniencias políticas, se enamoró de ella y consiguió que su tio accediera al enlace. El matrimonio se celebró en 523, antes de ser coronado, cuando él tenía 40 años y ella 23.
Mujer de mala vida o no -sólo contamos con el virulento testimonio de Procopio quien probablemente guardara un resentimiento personal por algún motivo- el matrimonio funcionó bien. Teodora demostró estar a la altura intelectual y política de su marido en los asuntos de gobierno. Justiniano siempre tuvo en ella un extraordinario apoyo que nadie hubiera podido preveer. Fuera cual fuese su pasado, durante los veinte años que se sentó en el trono, Teodora llevó una vida bastante recta e incluso en su vejez llegó a cerrar los burdeles, compró a las prostitutas y las alojó en un antiguo palacio imperial que transformó en el Convento de las Arrepentidas. Procopio señala, no obstante, que ésa fue una de las empresas de Teodora peor acogidas. Según el historiador, la nueva forma de vida resultaba tan aburrida a las jóvenes que casi todas prefirieron arrojarse al vacío durante la noche antes que ser monjas.
De aquellos fascinantes y complejos siglos en los que en el mismo imperio convivían el lujo y fastuosidad de las clases pudientes de Constantinopla con el desnudo ascetismo de los eremitas del desierto, la búsqueda de reliquias santas con la acumulación de joyas y metales preciosos, los himnos a Cristo y las bufonadas pornográficas de los teatros, la observancia de la ortodoxia cristiana más estricta con el surgimiento de múltiples y coloristas herejías, ha quedado poco, muy poco, en pie. El islam ha acabado superponiéndose sin contemplaciones sobre un cristianismo no ya en retroceso, sino en desaparición. De las quinientas iglesias y monasterios que adornaban en tiempos el territorio que se eleva sobre el Cuerno de Oro, sólo han sobrevivido hasta hoy los restos de veintitantos, casi todos reconstruidos y transformados en mezquitas. Otros, como San Polieucto, que en tiempos fue la mayor iglesia de todo el imperio cristiano, no son más que un montón de ruinas dispersas entre la basura. Las míticas murallas de Constantinopla, en su tiempo las más perfectas e impenetrables del mundo, siguen en pie, así como el acueducto de Flavio Valente y un par de cisternas del tiempo de Justiniano. Pero eso es casi todo. No han sobrevivido ni palacios ni viviendas ni edificios civiles. Santa Sofía, por tanto, es un monumento doblemente especial, tanto por su arquitectura, un hito en la historia de la construcción y el arte, como por su papel de testigo excepcional de una época, la bizantina, cuyos vestigios están desvaneciéndose.
La actual iglesia de Hagia Sofia nació, como el fénix, de las cenizas. En el mismo emplazamiento se había levantado previamente un templo pagano que fue sustituido por la gran iglesia de Constantinopla, construida a mediados del siglo IV en el centro ceremonial de la nueva capital y creada en honor del emperador romano Constantino el Grande. A principios del siglo V, a consecuencia de una revuelta, la iglesia de Hagia Sofia fue víctima del salvajismo e incendiada. Posteriormente se reconstruyó y se volvió a abrir en 415. Para entonces, el templo no era sólo un espacio religioso, sino símbolo de la pompa y el poder imperial, lo que le valió una segunda destrucción, esta vez en enero del año 523, tras unos desórdenes civiles que a punto estuvieron de costar el trono a Justiniano. Éste ordenó limpiar las ennegrecidas ruinas y delimitar una zona más amplia para una nueva reconstrucción, esta vez de unas proporciones que nadie antes había osado levantar. Justiniano eligió por arquitectos a dos matemáticos griegos, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, convencido de que sólo expertos en esa disciplina podrían enfrentarse a los desafíos estructurales que supondría erigir una construcción de esa naturaleza. No se escatimaron medios para levantar el que se convirtió en el mayor templo del mundo cristiano hasta la construcción de San Pedro en Roma, mil años después.
Los dos arquitectos hicieron historia al alejarse de los modelos arquitectónicos que hasta entonces se habían seguido en la construcción de iglesias. Probablemente se inspiraron en la iglesia de San Sergio y San Baco, un templo más pequeño de Constantinopla, levantado en el siglo VI con planta octogonal y formas interiores variadas. Antemio e Isidoro cogieron este modelo, lo aumentaron y lo mejoraron hasta alcanzar un tamaño apropiado para la compleja liturgia bizantina y las recargadas ceremonias imperiales.
Desde fuera, la fachada y la estructura general da una idea de pesadez y escasa articulación. Un vistazo más atento al rodear el edificio nos hace reparar en el equilibrio de bóvedas semicirculares, contrafuertes y cúpulas accesorias, un juego arquitectónico que en el interior queda oculto y que está al servicio de la cúpula principal, de 30 metros de diámetro, asentada sobre una base cuadrada gracias a un juego de cúpulas y semicúpulas interiores más pequeñas que soportan el peso de la estructura. Los espacios entre ellas fueron cubiertos con elaborada mampostería, para rematar la obra cubriéndola de oro, que refulgía con la luz que penetraba por las 40 ventanas que se abrían alrededor.
El visitante, fiel o infiel, que entra en Santa Sofía, debe moverse para apreciar todos los milagros que alberga este pedazo de realidad misteriosa, mágica y sagrada. Caminar por el templo es una experiencia emocionante, en parte por la admiración que despierta la habilidad de Antemio e Isidoro y en parte porque se puede experimentar algo muy cercano a lo que el emperador Justiniano vio el 26 de diciembre de 534 cuando entró en el templo para su consagración y exclamó “¡Oh Salomón! ¡Os he vencido! En aquellos tiempos los colores eran deslumbrantes. Ahora, en el interior de esta enorme y aparentemente sencilla estructura, hay una especie de delicado eco de otros tiempos. Desde el exterior de la puerta de entrada, a lo lejos, en el sombrío ábside que se vislumbra en el muro oriental, resplandece un mosaico dorado de la Virgen y el Niño. Es como si flotaran sobre el mundo, irradiando serenidad y espiritualidad, un efecto que alcanza su máximo esplendor en el solsticio de invierno, cuando el sol incide directamente en él a través de los ventanales.
El interior es un modelo de espacio y luz que, al tiempo que funcional, crea una envolvente atmósfera espiritual. Para su embellecimiento se trajeron materiales preciosos de todo el imperio: Roma, Turquía, Grecia y África. Sobre los mármoles rojos y verdes, blancos y amarillos, el pan de oro y la plata volcaron su talento 10.000 escultores, albañiles, carpinteros, talladores y artesanos del mosaico.
Los arquitectos hicieron tanto hincapié en los detalles que hasta los suelos de mármol estaban divididos en tiras con objeto de ayudar a los sacerdotes en la celebración de la liturgia, que incluían procesiones en las que el pan y el vino pasaban por la congregación hasta el altar de oro, plata y piedras preciosas, donde se consagraban para la eucaristía..
Los guías suelen decir que las columnas de mármol verde que sostienen las balconadas de la galería superior provienen del Artemisión, el Templo de Artemisa de Éfeso, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad. Lo cierto es que no hay pruebas sólidas de ello pese a que la idea de establecer un nexo entre la basílica y el culto a la diosa pagana es muy seductora. Gran parte del mármol fue efectivamente extraído de la ciudad de Éfeso, por entonces destruida por un terremoto. El Artemision ya hacía tiempo que se había venido abajo debido a los terremotos y las avalanchas de barro. En el siglo VI todo el mármol restante ya se había reutilizado y se había llegado a creer que el único edificio que aguantaba en pie, el gimnasium, era en realidad el templo. Las columnas bien pudieron haber sido traídas de éste.
Originalmente, todos los techos abovedados y la parte superior de las paredes estaban cubiertos de mosaicos. En el siglo VI, la decoración consistía en un sinnúmero de cruces doradas y otros ornamentos no figurativos. Trescientos años después, con el apoyo imperial, se fueron introduciendo temas figurativos, algunos de los cuales han sobrevivido hasta hoy, como la Virgen y el Niño entre los arcángeles del ábside, el Cristo de la cúpula y los retratos de los emperadores y de los principales santos relacionados con Hagia Sophia. El templo se convirtió no sólo en el salón de las grandes ceremonias religiosas y cortesanas del imperio, sino en un lugar donde los fieles podían orar individualmente, venerando las numerosas reliquias que se fueron acumulando con el transcurso de los siglos (entre ellas, un trozo de la Vera Cruz).
Y, por supuesto, la cúpula, quizá el elemento que más asombra a los visitantes incluso hoy. Procopio, del que ya hemos hablado, escribió poco después de la consagración de la iglesia: “¿cómo es posible que la cúpula esté suspendida en el aire?”. El secreto está oculto y sólo se puede entrever, como dijimos, desde el exterior. Las semicúpulas y contrafuertes no se ven desde dentro y la atención del observador queda atrapada por la luz que entra a través de los ventanales, las columnas de mármol, los elaborados capiteles… Las grapas de plomo, el mortero, la piedra caliza y los ladrillos que sostienen la estructura están cuidadosamente escondidos bajo la riqueza decorativa.
El edificio es víctima de unas obras de restauración de duración indefinida que han supuesto el levantamiento de un horrible andamio en mitad del templo, estropeando en cierto modo la perspectiva, si bien la sensación de grandeza y perfección arquitectónica permanece inalterada. La restauración, no obstante, ha conseguido devolver al templo un magnífico aspecto del que careció durante buena parte de su historia. Y es que Hagia Sofia se vio asediada por problemas desde el principio. Apenas 21 años después de su conclusión, un temblor causó daños que forzaron una reconstrucción parcial. Dos terremotos más en 869 y 1346 obligaron a realizar reconstrucciones parciales y modificaciones. Sus riquezas le fueron arrebatadas una a una. Primero, los cruzados en 1204, saquearon salvajemente la ciudad sin respetar los templos. Doscientos cincuenta años más tarde, los turcos. El 28 de mayo de 1453 se efectuó allí la última ceremonia cristiana, en la que, con los ojos anegados en lágrimas, comulgó el emperador Constantino XI. Horas más tarde, los turcos otomanos derribaban las murallas de la ciudad. El saqueo de la ciudad no fue ni mucho menos tan grave como el realizado por los conquistadores cristianos (también es cierto que había menos que destruir). Eso sí, obedeciendo las órdenes del sultán, Mehmet II, respetaron Santa Sofía, tal era la fama del templo.
Fue convertida en mezquita en el siglo XVI, bajo la dirección de Sinan Pasha, uno de los mejores arquitectos del Islam, entre cuyas realizaciones estaban el palacio de Topkapi y las mezquitas ordenadas por los emperadores Solimán el Magnífico y Selim II. En cumplimiento de la tradición musulmana, Sinan cubrió la mayoría de los frescos y mosaicos figurativos con discos grabados con textos del Corán, retiró las imágenes cristianas y levantó los cuatro minaretes que todavía hoy la coronan, alrededor de la hermosa cúpula.
Pero en el siglo XIX, su aspecto dejaba mucho que desear. Los siglos, los saqueos, el uso constante sin efectuar limpiezas ni restauraciones adecuadas, se fueron posando sin piedad sobre el edificio. Mark Twain, en 1868, dejaba constancia de la pobre impresión que le había producido el edificio, entonces todavía una mezquita:
“Santa Sofía es un templo colosal, viejo de trece o catorce siglos, y bastante disforme para serlo mucho más. Su inmensa cúpula es más hermosa que la de San Pedro de Roma, según dicen, pero su suciedad es aún más maravillosa que su cúpula, aunque nunca la mencionan. El templo tiene ciento setenta columnas, cada una de una sola pieza, todas de ricos mármoles venidos de los antiguos templos de Baalbek, Heliópolis, Atenas y Éfeso. Están deterioradas y son repulsivas. Cuando esta iglesia era nueva, los mármoles ya tenían mil años. Entonces, el contraste debía ser doloroso para los ojos, si los arquitectos de Justiniano no las remozaron. El interior de la cúpula está cubierto por una enorme inscripción en turco, dibujada con mosaico de oro que brilla como un cartel de circo. El pavimento y las balaustradas de mármol se hallan en pésimo estado y llenos de moho. La perspectiva queda cortada por todas partes por infinidad de cuerdas que cuelgan de las alturas vertiginosas de la cúpula, sosteniendo innumerables lámparas de aceite a seis o siete pies del suelo.
“Acurrucados, formando grupos aquí y allá, cerca y lejos, los harapientos turcos leen libros, escuchan sermones, o reciben lecciones como si fueran niños. En cincuenta lugares distintos otros grupos saludan de rodillas, inclinándose y enderezándose, besando el suelo, farfullando plegarias y continuando con su gimnasia hasta estar cansados, si es que ya no lo están.
“Por todas partes mugre, polvo, inmundicia y penumbra. Por todas partes signos de mohosa antigüedad, pero sin nada bello ni impresionante. (…) La gente que se extasía delante de Santa Sofía debe sacar sus éxtasis de la guía, en la cual de cada templo se dice que “es considerado por las personas entendidas como el edificio más maravilloso, en muchos aspectos, que el mundo haya conocido”. O bien se trata de alguno de esos entendidos que estudian pacientemente las diferencias entre un fresco y una alfombra, y desde este momento ya se creen poseedores del privilegio de conceder a las generaciones futuras sus vulgares críticas sobre pintura, escultura y arquitectura… por toda la eternidad.”
Carente de significado religioso desde 1934, hoy es un museo al que acuden miles de personas, entrando en el recinto y, a pesar de la opinión de Twain, guardando silencio ante la inmensidad y magnificencia que les rodea, un limbo de espiritualidad en mitad de la ruidosa ciudad moderna. La penumbra de la planta inferior contrasta con la viva luminosidad de la galería superior, desde donde la luz del sol se derrama por las arqueadas ventanas de los balcones y la cúpula para reflejarse en los metales preciosos, colgantes y mosaicos decorativos. El interior se baña así de un suave resplandor que sin duda debió inspirar a los fieles de otros tiempos, ya fueran cristianos o musulmanes. Los ventanales de celosía de la planta superior dejan entreveer la elegante silueta de la Mezquita Azul, justo enfrente, al otro lado de los parterres y las fuentes que separan ambos templos. De aquí, nuestros ojos siguen los rayos de luz hasta los reflejos que arrancan de los dorados mosaicos bizantinos, auténticas joyas que nos prestan la mirada de antiguos reyes, antaño gloriosos y hoy sólo un recuerdo y una imagen..
El arte bizantino creó figuras esquemáticas sobre fondos dorados como materialización del mundo eterno anhelado por los fieles. El mosaico fue el mejor medio de evocación de esa realidad divina. Este procedimiento artístico tenía su inspiración en el romano, aunque iba un paso más allá al introducir vivos colores vidriados en las teselas. De todos los acabados, era el de oro el más evocador de la luz del mundo trascendente, de lo sublime y lo divino y no sólo se introducían en las escenas en las que intervenía Dios sino que tapizaban la indumentaria del emperador como testimonio de su poder absoluto derivado del poder celestial . Colocando las teselas a diferentes alturas los artesanos conseguían un mágico efecto de vibración al ser iluminados por la móvil luz de las lámparas de aceite. El resultado era un aspecto irreal, reforzado por las figuras lineales, hieráticas e imponentes. El soberano y su esposa aparecían representados junto a los personajes sagrados con los mismos trazos y ante un mismo fondo, como si formaran parte del mismo mundo aludiendo al carácter divino de los gobernantes humanos. En una época en la que no existían los edificios de muchas alturas y en la que las clases más humildes vivían acuciados por la pobreza, las privaciones y la suciedad, entrar en un lugar como Santa Sofía y contemplar aquellos lujosos y resplandecientes mosaicos no podía sino provocar un sentimiento de divinidad.
En su día, las amplias paredes de la galería superior estuvieron cubiertas de mosaicos representando gobernantes y personalidades religiosas. La mayor parte del oro, sin embargo, ha desaparecido y aquellos mosaicos primigenios fueron destruidos por los iconoclastas entre el 729 y el 843. Los mosaicos actuales datan del siglo X, algunos colocados tan altos que parecen volar sobre el visitante, como el situado sobre la puerta central del nártex, llamada la Puerta Imperial y más grande que las otras. En él, Cristo recibe a un dócil emperador, arrodillado ante él. Se dice que representa a Leon el Sabio quien, de acuerdo con las habladurías de la época, pedía perdón por sus muchos matrimonios.
Otro de los supervivientes es el mosaico de la Emperatriz Zoe, uno más de esos novelescos personajes bizantinos quien, según las crónicas, se había mantenido virgen hasta que heredó el trono rebasados los cincuenta años. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, empezó entonces una serie de matrimonios tan efímeros que los artesanos habían de ir cambiando la cabeza de la figura que la acompañaba en el mosaico, como si fuera uno de esos recortables para niñas.
Las huellas de las fascinantes historias de las que Santa Sofía ha sido testigo son generosas en calidad y cantidad. También en la galería superior, en el suelo, locales y foráneos pasan sin prestar demasiada atención junto a la tumba de Enrico Dandolo, el Dogo veneciano. Nadie parece ser consciente de la paradoja que supone que el responsable de la profanación de este magnífico edificio tenga aquí su sepulcro. Dandolo fue uno de los principales protagonistas del gran desastre que se abatió sobre la capital del imperio y del que ya no fue capaz de recuperarse.
Durante una de esas luchas por el poder comunes en la política bizantina, el emperador Isaac II fue derrocado por un pariente que se coronó con el nombre de Alejo III. Sin embargo, el antiguo emperador tenía un joven hijo, Alejo, que contaba con doce años cuando su padre fue derrocado. Se le permitió vivir al lado de su tío, el usurpador, gesto de misericordia que resultó un error. En 1201, el joven Alejo, que entonces tenía dieciocho años, consiguió salir del imperio hacia el oeste, donde comenzó a buscar ayuda.
En aquel momento, se había acabado la Tercera Cruzada cuyo resultado último había sido favorable a los turcos, que retuvieron Jerusalén. Cuando se comenzó a planificar la Cuarta Cruzada, los caballeros cristianos pretendían utilizar naves venecianas para dirigirse hacia Egipto y comenzar desde allí su campaña. El problema era que no tenían dinero y los venecianos eran caros. Y éstos propusieron una solución alternativa: Zara era un próspero puerto en la costa del Adriático, a unos 270 km al sureste de la ciudad de los canales. Formalmente estaba bajo el gobierno del rey de Hungría, que también era cristiano. Pero eso no importaba al codicioso dogo veneciano. Propusieron a los cruzados conquistar la ciudad y saquearla. Ellos, por su parte, se quedarían con el control de la ciudad como pago por sus servicios.
Dio igual que el papa Inocente III se opusiera a este perverso plan. Tal y como se había acordado, la ciudad fue atacada por los cruzados en 1202 y cedida luego a los venecianos. A continuación, la expedición partió hacia la isla de Corfú.
Por entonces el príncipe bizantino, Alejo, llegó a Corfú para pedir ayuda o, más exactamente, ofrecer un trato a los cruzados: si ayudaban a su padre a recuperar el trono, recibirían una abultada recompensa. El jefe de los cruzados, Enrico Dandolo, no se lo pensó mucho. Según un relato, en 1173 había sido hecho prisionero por el emperador bizantino Manuel I, quien, según una versión especialmente cruel de esa misma historia, lo cegó utilizando un espejo cóncavo que concentró los rayos solares en sus pupilas. El motivo de semejante trato se desconoce.
Esta historia se ha utilizado para explicar el profundo odio de Dandolo contra los bizantinos y su anhelo de vengarse a toda costa. Es muy posible que tan truculento relato no sea más que una elaboración posterior de los cruzados que habría servido para poner de manifiesto la arbitrariedad y salvajismo de los bizantinos que, a fin de cuentas, para los católicos cruzados no eran sino herejes. Por otro lado, Dandolo tenía noventa años cuando llegó a Constantinopla, por lo que no es de extrañar que estuviera casi ciego sin necesidad de tortura alguna.
En realidad, Dandolo y sus hombres tenían las miras puestas en la riqueza de Constantinopla y, por otro lado, no habían olvidado una matanza de compatriotas que había tenido lugar unos años antes dentro de la concesión comercial que mantenían en la capital, masacre provocada por un levantamiento popular de corte nacionalista. Dandolo podía ser viejo, pero su fortaleza de espíritu era indomable y sólo equiparable a su ambición y falta de escrúpulos. Había sido él quien, contra la opinión del papa y de otros cruzados, había impulsado el proyecto de conquista de Zara y, a continuación, el apoyo al pretendiente al trono bizantino.
El hecho de que ningún enemigo hubiera conquistado jamás Constantinopla en los nueve siglos transcurridos desde su fundación por Constantino no acobardó a los venecianos, que iniciaron un sitio naval y contactaron con los partidarios del depuesto emperador en el interior de las murallas. En agosto de 1203 los cruzados entraron en Constantinopla. Alejo III huyó. Sacaron al ciego Isaac II de la prisión donde había estado encerrado durante ocho años y le sentaron otra vez en el trono junto a su hijo, que era ya Alejo IV.
Pero quedaba un asunto pendiente y sin resolverlo los cruzados no estaban dispuestos a seguir su camino hacia Egipto. Se trataba del dinero que se les debía y que Alejo IV se vio incapaz de pagar. De nada sirvió que el emperador les dijera que la tesorería estaba vacía. La riqueza y lujo de la corte bizantina eran famosas y los guerreros de Occidente no creyeron al monarca.
La situación se complicó aún más cuando Alejo III, el emperador a quien los cruzados habían expulsado consiguió mediante nuevas intrigas apoderarse del palacio y asesinar al joven Alejo IV tan sólo medio año después de que hubiera comenzado a reinar. Su padre Isaac murió del disgusto.
Pero la cuestión del pago a los cruzados no se resolvió con el nuevo emperador. Es más, Alejo decidió solventarlo por la fuerza y durante tres meses intentó librarse de ellos sin éxito. El 12 de abril de 1204, viéndose derrotado, el emperador huyó (acabaron capturándolo y ejecutándolo aquel mismo año). Los cruzados habían vencido y la ciudad era suya. Todos aquellos meses de frustración, lucha y codicia contenida explotaron. Durante días, Constantinopla sufrió un saqueo sin igual en su historia. Sus habitantes fueron robados, violados y asesinados a miles, los sacerdotes ortodoxos fueron martirizados, las casas y palacios quemados, las obras de arte dispersadas por toda Europa (aún hoy, la catedral de San Marcos de Venecia guarda los caballos que adornaban el hipódromo de la ciudad bizantina), bibliotecas y manuscritos, custodios del saber acumulado de siglos, fueron destruidos. Y en el centro de aquella pesadilla, Hagia Sofía, la iglesia más hermosa de la cristiandad, no se libró de la barbarie. Fue profanada sin piedad, sus altares se convirtieron en mesas para jugar a los dados, donde los soldados se jugaban el botín. Se colocó a una prostituta sobre el trono del patriarca para presidir las juergas de los borrachos.
Los venecianos controlaron un Imperio Bizantino cada vez más débil y desgajado en pequeños reinos más o menos independientes y enfrentados entre sí. Cuando los bizantinos regresaron, casi sesenta años después, desenterraron los huesos de Dandolo y los arrojaron a los perros de la calle. Pero su tumba, aqui en Hagia Sofia, que tanto sufrió por sus acciones, todavía puede visitarse.
Desde el piso superior se puede uno asomar por la balaustrada para contemplar mejor los ángeles de alas azules que adornan los soportes de las cúpulas, supervivientes a la furia iconoclasta y el rechazo musulmán a la representación de la figura humana.
El poder del edificio, obra maestra de la arquitectura bizantina y uno de los edificios religiosos más hermosos jamás construidos, continúa cautivando a pesar de los mil cuatrocientos años de terremotos, revueltas, asaltos, saqueos, incendios, ruina, reconstrucciones y la caída de dos imperios, el bizantino y el otomano. Aún hoy, el visitante que traspasa sus enormes puertas pondrá un pie en el umbral de dos mundos: uno situado en el pasado y otro aún más lejos, al otro lado de la línea que nos separa de lo trascendente.
3 comentarios:
Ameno, bien escrito, bien documentado...
Enhorabuena
Interesante y muy bien documentado. Para releer detenidamente
Muy interesante y documentado.Para releer detenidamente.
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